La alambrada

Hace unos meses, unos amigos nos invitaron a su casa donde ofrecían una fiesta con motivo de su aniversario. El lugar al que fuimos convidados está ubicado a cuarenta minutos de la capital, en un de los llamados “barrios privados” o “barrios cerrados” que han sido construidos en los últimos años, fruto del “terror” que produce la “inseguridad” entre las capas medias de la población que han logrado acceder a los privilegios de la modernización y la pujanza de los últimos años.

Como ocurre en muchos casos, la fastuosidad interior de estos barrios linda con la más brutal indigencia. Hasta el punto que los kilómetros finales de la carretera pública que sucesivamente nos acerca a los portales de seguridad de los emprendimientos habitacionales acomodados de la zona están flanqueados por altas alambradas que impiden a los “villeros” (los habitantes de las llamadas “villas-miseria”) acceder a la carretera, ofreciéndoles de este modo a los propietarios privilegiados que deben transitar por esos territorios abyectos una sensación extra de seguridad.

La elección del adjetivo “ab-yecto” no es casual. Lo que pretendo en esta entrada es pensar la condición de aquellos que han sido echados fuera, los excluidos del sistema, desde la perspectiva de la violencia. Pero quiero, para ello, fijar mi atención en un conjunto de fenómenos paralelos que evidencian una faceta de la violencia que en muchas ocasiones no es tenida en cuenta. Me refiero a ciertos hábitos que promueve la inclusión social en los que se refleja la contingencia de nuestra condición.

El asunto es de una complejidad asombrosa. Y esto debido a que, a partir de la dicotomía inclusión/exclusión (que ha venido a suplantar la dicotomía marxista opresor/oprimido) puede elaborarse una entera antropología filosófica (como bien nos enseñó Hegel en su Fenomenología y en sus escritos de juventud). Una antropología que sepa eludir, por un lado, el reduccionismo materialista que promueve el marxismo vulgar, y las muchas versiones idealistas que conciben la historia como una mera evolución de las subjetividades.

No podemos situarnos fuera del marxismo, porque es bien sabido que la premisa elemental que propuso Marx (aunque modificada en su formulación debido a las peculiaridades de nuestra época) continúa vigente: la historia humana está surcada de cabo a rabo por las luchas de los individuos y las colectividades por el reconocimiento de si, por la superación de la opresión. Lo cual equivale a su contracara: la historia que habitamos puede interpretarse también como la aspiración al dominio, al poder, sobre los cuerpos y las almas de los otros.

Pero la peculiaridad de nuestra época no es la opresión, sino la exclusión, la producción de “desperdicios humanos”. En esta línea, constatamos un conjunto de autores y tendencias enfocados en una suerte de “medioambientalismo” social que proponen reciclar la “basura humana”, recuperándola para hacerla “económicamente” beneficiosa. Bienvenidos sean todos las empresas que se lleven a cabo para meter dentro del sistema a los desplazados/excluidos, pero eso no nos exime de la crítica al proyecto de la globalización capitalista. Es decir, estamos obligados a volver a Marx después de su larga ausencia (convertida en espectro, según nos mostrara plásticamente Derrida), estamos obligados a recuperarlo como presencia. Es decir, necesitamos repensarlo desde el presente. El cual evidencia sus excesos, sus equívocos, sus errores, pero también, las dolorosas verdades conquistadas en sus textos.

Sin embargo, Marx no es suficiente. Porque además de una interpretación de las condiciones objetivas de la crueldad imperante, necesitamos una teoría de la subjetividad que nos permita poner en evidencia (fenomenológicamente, digamos), los mecanismos que sostienen la aberración de la exclusión. Eso significa echar luz sobre la violencia concertada que se promueve desde el núcleo duro de la ignorancia (la asunción de una ontología fundada en la falaz aprehensión de una autonomía absoluta que nos permite trazar una frontera radical entre “nosotros” – los que contamos – y ellos, cuya suma se acerca a 0).

Volvamos, por lo tanto, a las alambradas que flanquean las carreteras, las garitas y las cámaras de vigilancia y el resto de la tecnología al servicio de la seguridad y volvamos a pensar la violencia. ¿Qué es la violencia después de todo? ¿Dónde está la violencia?

La brutalidad naturalizada que promueve el ejercicio exclusivista y excluyente en raras ocaciones se percibe como tal. La obsena coreografía del despilfarro se despliega frente a la miseria sin miramientos. La cualidad pornográfica de nuestra cultura perturba, demoraliza y paraliza a los individuos sometidos a la vulgaridad de lo explícito. Una ola de impotencia y brutalidades coincide con la morbosidad que producen las imágenes de los órganos y la mecánica reiterada del acotado imaginario que permite lo porno.

De manera análoga, el sufrimiento de la indigencia es acompañado sin prurito por la exhibición morbosa del lujo en las páginas de información, que en una ecuación macabra resuelven en la violencia delincuencial, fruto maduro de la indecente exposición del privilegio y su contrario (la exclusión/expulsión).

Cuando el crimen se acrecienta, cuando las estadísticas sociopoliciales encumbran la inseguridad como variable determinante en la percepción ciudadana, hay que preguntarse: ¿Qué estamos haciendo mal? ¿En qué estamos fallando?

A menos que pretendamos una reformulación cuasi calvinista de la democracia, debemos sincerarnos y preguntarnos a nosotros mismos: ¿dónde está la violencia?

No está demás, por lo tanto, recordar el anhelo marxista de la igualdad, la utopía de una sociedad sin clases, a la hora de pensar la democracia, al tiempo que sumamos a nuestro análisis del capitalismo una fenomenología del sujeto (siempre atento a las peculiaridades de la historia) que eche luz sobre la causa primera y última del sufrimiento: la ignorancia respecto a nuestra verdadera condición. No somos entidades autónomas, como pretendemos (aunque es indispensable asumir una autonomía ética – no otra cosa es la libertad). Somos entidades radicalmente interdependientes. Nuestros alambrados, nuestros muros, nuestra tecnología al servicio del privilegio están en la base de la exclusión que aniquila los cuerpos y reduce los espíritus a la brutalidad. A ambos lados de la cerca, por cierto.