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Entre las palabras y las cosas se tienden hilos invisibles. Cuando estos hilos se cortan, las palabras se convierten en sonidos incomprensibles y las cosas en presencias espectrales.
A esos espectros, que son las cosas para las que ya no tenemos palabras, nos las llevamos por delante en nuestro trato cotidiano con el mundo. Las experimentamos externamente como embates, sacudidas, atropellos, desencuentros, violencias e injusticias incomprensibles e irracionales. Dentro nuestro, son explosiones emocionales, paranoias, pulsiones irrefrenables y fantasías desbocadas.
Entre las sombras que habitan en el interior de las cuevas subjetivas, y los desencuentros, las violencias e injusticias que se reflejan en el mundo, existen vasos comunicantes que debemos descubrir y descifrar si queremos vivir bajo la guía auténtica de la razón.
2
Entre la esfera privada, en la que se despliegan y articulan las relaciones personales y tienen lugar las escenas íntimas que protagonizan los seres humanos frente a sí mismos y frente a sus congéneres, con toda la panoplia de promiscuidades, dominaciones, explotaciones, abusos y violencias criminales, y la esfera pública, donde se escenifican los entendimientos, los consensos, los antagonismos e incluso las guerras abiertas por el poder y la hegemonía en los ámbitos de la cultura, la economía y la política, con toda la variopinta colección de corrupciones, extorsiones, manipulaciones y tergiversaciones, existen también continuidades y correspondencias innegables.
La figura de un individuo desdoblado, que es justo y bondadoso en el hogar, aunque sea un agente frío, cruel, ventajista, calculador e inescrupuloso en el espacio público, es una ficción literaria o un caso tipológico para el tratamiento psiquiátrico o psicoanalítico.
La conducta psicótica, pese a estar cada vez más extendida, debido a la profundización de la alienación que producen las sociedades neoliberalizadas con sus demandantes exigencias de competencia y teatralización caricaturesca de porfolios personales, y con todo lo que ello supone en términos de escisiones cognitivas y desequilibrios afectivos de la personalidad, continúa siendo una experiencia patológica, y no un dato ontológico de la condición humana (lo que somos «verdaderamente»).
3
Existe, por lo tanto, una coherencia ineludible, que la cosmética de la civilidad, los protocolos que impone la socialización de los comportamientos, no pueden evitar.
La tergiversación, el engaño, la corrupción y el crimen cometidos en la esfera pública dejan su rastro indeleble en la vida privada de las personas que perpetran cotidianamente esos crímenes.
El desprecio y la humillación que ejercitan estos agentes de las ideologías de clase, los supremacistas de género, raciales o étnicos, tienen su traducción en el seno de las familias, y tarde o temprano se revelan en el corazón de las relaciones más íntimas. Si se es corrupto, mentiroso, oportunista e inescrupuloso como gerente, funcionario, periodista o político, nuestras relaciones personales estarán también marcadas por infidelidades, deslealtades, manipulaciones y violencias análogas.
La bondad y la maldad, cuando se adjetivan sobre una vida, no se predican de un fragmento de ella, sino de la totalidad. O como nos recuerda Aristóteles: «Una golondrina no hace la primavera», ni a una vida buena unos cuantos actos aparentemente virtuosos, sino el «hábito en la virtud» que se cultiva en todas las esferas (privada, económica, política y ecológica) de esa vida y a lo largo del tiempo.
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Hoy Argentina es, en muchos sentidos, un país agonizante sobre el cual, y a expensa de las mayorías, las élites políticas y económicas se disputan, en el marco de una guerra neoimperial, su apropiación. Un escenario de estas características da lugar a la putrefacción generalizada de los comportamientos públicos y privados.
Los D’Alessio, Stornelli, Bonadio, Durán Barba y compañía – los agentes que operan sobre este cuerpo agonizante en nombre de «valores» de manifiesta ambigüedad – infectan la vida pública en todas las esferas, desbordando en el espacio social su estilo de opereta permanente que convierte en sentido común la irracionalidad emocional y la lucha despiadada por el poder.
Las violencias sutiles y burdas, los escraches y la difamación, las «fake news» y la tergiversación lisa y llana, la persecución mediática y jurídica, o el ostracismo puro y duro, son la marca de agua sobre la que escriben sus guiones, al tiempo que se presentan a sí mismos como encarnación de una «ética de la vida» que, pese a dignificarla en sus extremos, la desprecia en toda su extensión y continuidad, y una racionalidad que, pese a su habilidad instrumental, resulta estéril para el entendimiento mutuo.
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En la muy imperfecta organización democrática de la sociedad que habitamos, en la que el poder mediático y las estructuras institucionales juegan en nuestra contra, la decisión de creer o no creer en la realidad que nos proponen estos agentes, no por caricaturescos menos dañinos, corre por nuestra cuenta y cargo.
Un hilo invisible se tiende, entonces, entre los delitos cometidos en la calle y en la intimidad de los hogares, y los crímenes cometidos por quienes hoy inciden de manera notoria en el destino del país y la sociedad en su conjunto.
Para los primeros, los delincuentes comunes, una parte creciente de la sociedad pide, impiadosa y abiertamente, «mano dura». Para los segundos, los operadores y figuras públicas que promueven «la ley de la selva», en cambio, la impunidad parece asegurada, en parte gracias a la hábil manipulación de los corazones y las mentes impuesta como cultura contrahegemónica en esta fase regresiva en la larga historia de la lucha de clases y por el reconocimiento, y la indiferencia, pasividad e impotencia de una sociedad conmocionada por el sufrimiento al que se enfrenta.