La crisis epistemológica europea

Ella se va a casar. Esta muy enamorada de su novio, con quien ha convivido durante diez años. Pero cuando llega el día de la boda, él la deja plantada en la puerta de la ceremonia con un ramo de flores en la mano. Dos días después, rodeada de sus amigas, les dice que el tipo “ese” es un mal bicho, que siempre fue malo, perverso, y lanza un llanto con moco incluido, que una de las “chicas” felizmente ataja con un pañuelo. En fin, todo el asunto bastante desagradable. Pero ¿qué ha pasado?

MacIntyre, que es el autor al que estoy ofreciendo mis desvelos en estos días, plantea el asunto más o menos de esta manera. Una crisis epistemológica consiste en una ruptura del feliz matrimonio entre apariencia y realidad. En el ejemplo citado, una evidencia hasta ese momento incontrovertible (el hombre con el que voy a casarme es un amor), se pone en cuestión ante una nueva evidencia (me ha dejado plantada), que me obliga a reconocer que existen alternativas sistemáticamente diferentes de interpretación (el tipo es ahora un cabrón). En este caso, lo que unas horas antes era la sabrosa certeza de compartir la vida para siempre jamás con el hombre de mis sueños, se convierte poco después en la abominación de la brutalidad masculina llevada a su ilustración más paradigmática de asquerosa cobardía.

Algo de eso hay con esta Europa que se muere despacito. Que empezó a morirse mucho antes de que se atrevieran a engañarnos como lo hicieron, con la constitución europea, con los malabares por hacer pasar a la democracia por el ojo de la aguja de las oscuras instituciones en Bruselas, para cocernos a todos en un mismo marco de variables y ajustes monetarios y financieros. Esta Europa triste, esta especie de museo cultural en la que se ha convertido Europa (como decía Zizek) que de una manera u otra está esperando (si no se muere también la esperanza) volver a nacer algún día, cuando acabemos de digerir lo ocurrido, el engaño y el error en el que estuvimos (y aún estamos) instalados desde hace ya varias décadas.

Pero para ello hay que sortear con buena cintura dos tentaciones habituales que se presentan como medicina en estas épocas de crisis epistemológicas: el escepticismo y el instrumentalismo.

El ajuste Europeo es parte del problema, es el intento desesperado por parte de los adherentes del paradigma derrotado por mantener en pie la estructura construida. Se trata de correcciones ad hoc del sistema, como las que se intentaban en París, en Oxford y en Padua para salvar la teoría Ptolomeica de sus inconsistencias. Pero la insistencia por parte de los organismos técnicos europeos y las organizaciones internacionales financieras por imponer reiteradas correcciones al modelo está llevando el asunto al límite de su funcionalidad.

Por lo tanto, debemos esperar una Revolución mayúscula en las “próximas horas”. Llegará un momento en que los intentos instrumentalistas de corrección habrán alcanzado su cota, y a partir de allí, a menos que nos aprestemos a una disolución, deberemos encontrar una solución a la incoherencia. O bien repetimos (la historia es también una reiteración absurda: Waterloo, Stalingrado) y se nos impone un regimen cuasi-totalitario, o salimos a la calle con el fin de dar forma a las resistencias.

La otra parte del problema es el escepticismo. Si lo primero es objeto de atención de los especialistas y ejecución de tecnócratas que ofrecen sus recetas archiconocidas en el mundo periférico como santos remedios de agua bendita sin efectividad alguna para deshacer los tumores que nos han invadido, la segunda parte del problema corresponde a la población europea, que vive como atontada, después de décadas de consumo de dañinos estupefacientes y relajantes sociales administrados con tino “europeista”. Convencidos estuvimos hasta ahora, gracias a un concertado esfuerzo mediático, que vivíamos en el mejor de los mundos posibles, y por eso era mejor que nos estuvieramos tranquilos, que no hace falta más que echar una miradita a ese rincón vecino que es África, o darse un paseito por Latinoamérica, para constatar que ellos no son como nosotros, gente culta y bien pensante, con las calles asfaltadas y los coches no contaminantes.

En fin, se acabaron los cuentos. Hay que arremangarse y empezar a desencallar el cerebro, lleno de tonterías largamente pronunciadas.

La Europa social, la Europa democrática de la que tanto presumimos durante estos años no ha sido más que un “pedo” en la historia. Y aquí la palabra “pedo” es especialmente importante. Lo primero es comprender eso, que no hay una esencia Europea, por la sencilla razón de que nunca la hubo y porque en la historia las esencias son como las brujas, invenciones de una imaginación desordenada. Lo que hay son las tradiciones, y dentro de las tradiciones, los conflictos y eventualmente las revoluciones que, llegado el caso, como decía MacIntyre, aseguran continuidad a la tradición.

Para los conservadores, tradición y revolución son nociones contrapuestas. Para MacIntyre, en cambio, las tradiciones, muchas veces, necesitan de las revoluciones para no morir. Eso es lo que hace de Juana de Arco y Danton, miembros de una misma especie que estira sus músculos a lo largo de la historia.

La crisis europea, recordémoslo, es parte de una crisis planetaria, una crisis que pide a gritos su revolución, que el sueño de Obama intento disuadir. Una crisis que se fraguó en el taller ideológico del neoliberalismo, articulado a partir de la ficción filosófica del individuo como último y exclusivo eje de lo real, pero con el oscuro propósito de hacerlo objeto absoluto del mercado corporativo y el Estado burocrático. Lo que toca ahora es volver a dar forma a un “nosotros” que nos permita resistir para preservar lo que aún no hemos inventado.