La democracia española: ¿flor de verano?

La democracia española tiene pocos años. Hay más de tiranía y opresión en la historia de este reino que las bondades que regala la libertad.

Las palabras bellas merecen un trato delicado. Se afianzan en la prueba que les impone la historia.

Mientras la necia ignorancia y la especulación acalorada hicieron creer a los españoles, a sus gobiernos de turno y a la corona que desde su pretendida neutralidad vigila los valores que alimentan a su pueblo, que el mundo estaba en sus manos, era fácil y apropiado para la ocasión posar de progresistas, y aparentar generosidades y hospitalidades a los recién llegados, los inmigrantes.

La hospitalidad no venía acompañada del reconocimiento que le correspondía. Se arreglaron, presuntuosos, para hacer pasar el trabajo que se le daba al extranjero por favores. No se decía mucho del milagro español, del milagro del ladrillo y la especulación. No se decía, por ejemplo, que el milagro se llevaba la sangre de los inmigrantes que como esclavos egipcios, fabricaban pirámides millonarias para los empresarios asociados a la partidocracia del reino.

Cada año el mismo cuento: sacar cuentas que no indignan a nadie. Ahí están las estadísticas que sirvieron para convertir a la península en el jolgorio inconsciente que precedió la tormenta. Mientras algunos inmigrantes caían de la altura de sus edificios, se multiplicaban las cuentas secretas en los paraísos fiscales.

Ahora golpea la crisis. Nos golpea la crisis de los números, pero también nos golpea otra crisis. No sabemos quiénes somos. ¿Somos esos que decíamos ser, nosotros, europeos hechos y derechos, generosos y hospitalarios? ¿o somos esto que somos, justificadamente xenófobos y perversamente intolerantes?

Se hace patente la mentira, la putrefacta mentira que huele en todos lados: huelen los ayuntamientos y sus alcaldesas, las cajas de ahorro y sus gerentes de turno, huelen los corredores de las diputaciones, los juzgados, la policía, los banqueros, los periodistas, los asesores financieros. Todo hiede de los mil demonios.

¿Qué hacer con este olor que lo invade todo, con el cretinismo y la imbecilidad que le viene siempre a la saga, como su sombra de la que se alimenta?

El presidente José Luís Rodríguez Zapatero, el campeón de los débiles en la pasada legislatura, fingió con talante democrático y socialista enfrentarse con indignada firmeza a Mariano Rajoy, que aconsejado por los asesores de campaña, pretendió hacer sangre electoral a costa de los que no tienen voz y no tienen votos, los inmigrantes.

Pero ¿cómo no caer en la tentación de utilizar la más rápida y eficaz de las estrategias (pan y circo para el pueblo) esa que han utilizado todos los políticos de todas las épocas? La democracia española es como otras democracias que se estilan, flor de verano. Pese a los gestos y las palabras engominadas de sus políticos que hablan sin que se les quiebre la voz de las firmes instituciones que representan, la política del chivo expiatorio es más ‘prudente’ que una política de honesta valentía ante la crisis.

Vuelven (aunque es posible que nunca se hayan ido) las iniquidades, las persecuciones indecentes, la detención del débil, la criminalización del indefenso. Política de cobardes, que prefieren encararse con aquellos que no tienen nada, a hacer frente a los responsables del hambre y la miseria que les depara a los muchos.

Esta es la hora de los pueblos: cuando se prueba su ángel y su arcángel. Treinta años de democracia y derechos humanos no es nada.

Cuando aprieta el tiempo, y lo que se necesita es paciencia, solidaridad y decencia, el gobierno español elige lo más perverso. Como en otras cuestiones oscuras que manda a esconder bajo la alfombra, sin que le tiemble su pulso socialista, hace de nosotros, los venidos de lejos, aquellos que somos como las cosas que no tienen voz, trastos que deja en la puerta de casa para que se las lleve el viento.

La crisis ha sido como la apertura de la caja de Pandora: todas las “asquerosidades” han dado la cara. No se salva nadie: jueces, legisladores, funcionarios del gobierno, militares, policías, partidos políticos, medios de comunicación, empresarios, constructores y educadores. No hay muchos que puedan regodearse de tener las ‘manos limpias’ en lo que respecta a esta crisis que todo se lleva por delante. Basta echar una mirada a las noticias del día para comprender que hay una podredumbre que se extiende de cabo a rabo.

La alternativa, para España y para Europa en general, no es salir del aprieto como los ejecutivos en boga, echando el resto en sus cuentas privadas mientras despiden personal. A España y a Europa solo puede salvarlas el Bien, sus propios bienes, sus ideales y promesas aun incumplidas: derechos humanos y solidaridad. El resto, como quien dice, es flor de verano.

Nuestra situación es difícil, pero más difícil es la situación de España, que en menos que canta un gallo, ha renunciado a los valores que decía perseguir con tanta gallardía.

El anteproyecto de la llamada “ley de extranjería” favorece condiciones que promueven el afloramiento de actitudes xenófobas en la sociedad. Extiende el período máximo de internamiento administrativo de los ‘sin papeles’, limitando el derecho fundamental de la libertad y vulnerando el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Penaliza y prohibe las actividades solidarias de entidades y particulares a los inmigrantes ‘sin papeles’. Restringe el derecho a la reagrupación familiar. E ignora toda legislación nacional e internacional en lo que concierne a los derechos diferenciales del menor.