¿A qué se debe este enorme malentendido entre los argentinos, esta confrontación aguda, radical, hiperbólica, esta profunda grieta que atraviesa la historia de nuestro país? Sólo la miopía histórica o el cinismo puede hacer creer que la última versión de esta pugna protagonizada por el kirchnerismo y antikirchnerismo es el origen de esta «eterna» disputa identitaria.
Por supuesto, podemos seguir echándonos los trastos encima, y es probable (y posiblemente ineludible) que sigamos haciéndolo durante mucho tiempo; incluso es posible que el antagonismo sea la expresión más significativa (incómoda y peligrosa, evidentemente) de una democracia viva, siempre en las fronteras de la aniquilación mutua, de una democracia en la cual las alternativas políticas están aún vigentes y disponibles. Porque es propio de las democracias formales que el acento se ponga exclusivamente en los consensos, en las explícitas e implícitas unanimidades que cierran a cal y canto lo que define el adentro y el afuera de lo políticamente correcto. Por el contrario, las democracias vivas viven en el ojo de la tormenta, abiertas a una redefinición continua de lo que las sociedades dicen ser y en lo que pretenden convertirse.
Sin embargo, en la Argentina de hoy existe una asimetría constatable. Ha habido momentos anómalos, por supuesto, resistencias, rebeliones y revoluciones, pero poniendo en la balanza los pesos acumulados de las décadas y los siglos, la violencia de los poderosos (la violencia de las armas, por supuesto, pero también la violencia de las palabras robadas o cautivas) han sido las élites cómplices las grandes triunfadoras. La prueba es la exclusión y la desigualdad que reina entre los hombres y las mujeres de nuestra tierra. Y en los discursos de las élites, el profundo y explícito desprecio hacia las grandes mayorías, siempre pensadas como materia prima de una política civilizatoria que concibe a la población como oportunidad de ganancia o recurso para ser explotada, renegando de la pretensión democrática que los falsos profetas de la justicia social hicieron creer al pueblo.
La política, mal que le pese a quien le pesa, incluso en el marco de los consensos mínimos, se caracteriza por la pugna agonística entre contrincantes que encarnan una pluralidad de fines y pretenden apropiarse de una pluralidad de medios para lograrlos. Incluso en casos como el nuestro, después de una década de éxitos notorios, de avances impensables en circunstancias extremas, de festejos genuinos por derechos conquistados, cada uno de esos logros, cada una de esas metas alcanzadas, cada milímetro ganado a la injusticia, puede convertirse en causa de nuestra propia sepultura. Así ocurrió en el 1955, en 1976, en 1989, y aquí estamos.
Todo en la vida se acaba, incluido el ímpetu de las naciones, y el coraje de los rebeldes. Por eso, más que antes, toca hacerle frente a la adversidad con inteligencia, para contener la fuga de esperanza por el orificio abierto por la derrota que amenaza desangrarnos. La adversidad requiere, no sólo lucidez y voluntad. También imaginación.
Hay que reconstruir en la subjetividad (convertida en el campo de batalla del siglo XXI) las coordenadas que definen la contiende. A un lado, sépanlo o no, están los amos, los que explotan, oprimen y victimarios. Del otro, sépanlo o no, están los esclavos, los explotados, los oprimidos y los victimados. Este es el mundo en el que vivimos, el mundo con su grieta de hoy y de siempre. Eso no significa que nazcamos con un rostro, una marca o una esencia irrevocable. Eso no significa que en nuestro ADN se haya escrito de manera definitiva nuestra identidad política y nuestro lugar en el mundo. Somos identidades transitorias, finitas, contradictorias, y por ello, en la compleja concatenación de relación que acaba siendo nuestras vidas, ocupamos el lugar de la víctima y del victimario de acuerdo con la función relativa que ocupamos circunstancialmente en cada instancia de intercambio. Aun así, quién puede negar que la historia del mundo no es, al fin de cuenta, ese largo itinerario de lucha de los de abajo por que se les haga justicia, por una distribución más equitativa de las oportunidades, por el reconocimiento de la propia dignidad más allá de la diferencia, por no ser excluido del derecho a tener derechos.
Ahora bien, en la actual coyuntura, más allá de las banderas políticas, las siglas partidarias y reconocimientos superficiales que hacemos de los unos y los otros, más allá de las falsas lealtades, hay quienes en el presente luchan por una “Patria Grande” y un mundo más justo que nos incluya a todos. Dice el Papa Francisco:
El futuro de América Latina tiene que ser forjado por los pobres y por los que sufren, por los humildes, por los que tienen hambre y sed de justicia (…). Por eso, América es el continente de la esperanza. Porque de ella se esperan nuevos modelos de desarrollo que conjuguen tradición cristiana y progreso civil, justicia y equidad con reconciliación, desarrollo científico y tecnológico con sabiduría humana, sufrimiento fecundo con alegría esperanzadora.
Hay también quienes sólo piensan en salvar el pellejo o apropiarse de un privilegio a costa de los otros. Es aquí donde la orografía de esa grieta de la que tanto hemos hablado en estos últimos años resulta ambigua, difícil de dibujar con precisión: los hay de esta estirpe traicionera en todos lados, a la izquierda y a la derecha de las baterías, en el centro también y más allá. Los egoístas se pasean engreídos entre quienes explícitamente se vanaglorian de ser brutalmente eficientes e inescrupulosos, pero también se camuflan entre los que se resisten a la injusticia. Hay egoístas que pasan de todo y otros que se ufanan de servir a la humanidad.
En estos días de transición le hemos visto la cara a muchos, expresando con sus muecas la ambición que los anima. Esa es también la historia de nuestra Argentina inmigrante: historia de socialistas convertidos en conservadores, de radicales convertidos en liberales, de peronistas reconvertidos al menemismo y de dictadores convertidos en demócratas republicanos. Hay parias de todos los colores y de todas las formas.
Es la historia de un país que lucha por encontrarse a sí mismo, darle forma a una identidad más allá del folclore de su fútbol mundialista, su mate y su dulce de leche. Un país que todavía pugna por enumerar el canon de sus próceres. Un país desconsolado ante la paradoja de su retórica fundacional de libertad, igualdad y fraternidad, y sus cíclicas recaídas en la barbarie de la opresión, la explotación y la crueldad.
Por supuesto, yo elijo a los desposeídos, a los explotados, a las víctimas. No me atraen las astucias y estéticas de los explotadores, ni su moral travestida: ilustrada, católica, budista o posmoderna. Yo no acompaño los proyectos eficientes a costa de la gente, ni los discursos del orden que afilan los instrumentos de la tortura.
Puede que nuestra vida humana sea sólo un instante de inteligencia fortuita en la inmensidad de la nada de un universo inerte y despiadado.
O, quizá, el obsequio de un Dios todopoderoso y bondadoso.
O, tal vez, la oportunidad inconcebible de autoconsciencia en la historia de una evolución azarosa.
Sea cual sea el trasfondo narrativo que contiene nuestro presente, las preguntas que ahora nos conciernen son: ¿Para qué esta vida humana? ¿Para qué la cultura? ¿Para que la política?
Cuando la vida no es solo biología, sino también «construcción colectiva», cultura, política, lo que nos incumbe no es sólo nuestro yo separado, independiente, atrincherado, sino el «nosotros» que nos regala un nombre y un lugar en la historia.
Desde esta perspectiva, la única política que vale la pena es una política de la inclusión: la política del amor y del «cuidado de sí como cuidado del otro», como condición de posibilidad de la justicia.
El amor y la justicia en términos políticos se traducen del siguiente modo:
1. Honrar con el reconocimiento los derechos inalienables de todos.
2. Acogernos mutuamente en nuestra diferencia.
3. Ofrecer las condiciones educativas que nos hagan capaces de restringir nuestras tendencias dañinas, dar sentido a nuestras vidas individualmente y permitirnos servir al bien común.
El cuidado del otro comienza con el reconocimiento del dolor ineludible de la vida (con sus pérdidas y fracasos inherentes), la profundidad de la insatisfacción y la impotencia que nos afecta a todos. En ese contexto, la política se esfuerza por hacer nuestra convivencia pacífica, y construye un marco de libertad y justicia que le permita a nuestra comunidad contribuir al bien común de la humanidad en su conjunto.
La alternativa a una política de este tipo es aquella que se desentiende de aquellos que se quedan en el camino, o asume su costo a regañadientes, negándose a honrar los derechos a una justa redistribución de la riqueza, apostando enteramente a la eficiencia y al éxito como valores absolutos, sin tomar en cuenta los desequilibrios y las injusticias constitutivas de un sistema que se nutre y agiganta empobreciendo y explotando.
En democracia tenemos (todos) el derecho, pero también la obligación, de juzgar qué políticas expresan el amor y el cuidado que anhelamos, y qué políticas, por el contrario, expresan el espíritu prometeico y suicida que nos está llevando a la desintegración de nuestros lazos de identidad, y a la destrucción de nuestra casa común.
Los argentinos se han puesto en manos de Mauricio Macri y sus asociados. La decisión del pueblo es soberana. El voto popular, sin embargo, no es un cheque en blanco a sus gobernantes. A quienes no lo votamos, se nos exige respeto a las instituciones. Lo cual no implica que estemos obligados a silenciar nuestras desavenencias, nuestras críticas a las políticas implementadas, o el rumbo que se le impone al país. El presidente electo, por su parte, debe respetar el parejo balance de las urnas, ceñirse al mandato constitucional y a las instituciones de la República, tal como proclamó con estridencia durante los años en los cuales actuó como opositor.
A quienes lo votaron se les exige estar alertas. La democracia no es flor de temporada. Se hace todos los días. La política de la mercadotecnia en la que estamos sumidos nos obliga a precavernos: los envases discursivos no siempre coinciden con los contenidos de las políticas implementadas, y no todo lo que aparece en los periódicos o se anuncia en los grandes medios es palabra santa.
No es hora de juzgar que hizo el kirchnerismo en los últimos doce años. De hacerlo, lo adecuado es asumir de manera generosa su herencia y actuar en consecuencia. Más allá de las disputas por los gestos y las formas que marcaron la agenda mediática de los últimos años, si contrastamos el presente con el fresco recuerdo de la debacle sabemos que ha sido una etapa de crecimiento, de expansión de derechos, de multiplicación de oportunidades. Entre otras cosas, hemos aprendido a querer la democracia como no supimos quererla durante muchos años, a pensar genuinamente en términos de derechos humanos, a asumir críticamente los discursos políticos y mediáticos, a mirar a nuestros hermanos y hermanas del continente con humildad y cercanía. Hemos dejado atrás la vergüenza de nuestras agachadas y silencios cómplices. Hemos abierto la puerta a la posibilidad (impensable en el 2003) de vivir en un país normal.
El 10 de diciembre, Mauricio Macri será el nuevo presidente de los argentinos. El kirchnerismo es la fuerza política que ha conducido al país a la posibilidad de esta transición político-institucional de envergadura.