La esfera de los ángeles

Llevo dos semanas dándole vueltas a las líneas iniciales de Las Elegías de Duino. No puedo sacármelas del alma. Por momento me olvido, pero entonces, de manera imprevista vuelven a aparecer sacudiéndome con un estremecimiento insondable. Pero no había caído en la cuenta hasta qué punto me estaba afectando la lectura de Rilke hasta esta tarde, cuando le respondí a mi padre una larga carta que me envió desde Buenos Aires. De pronto, caí en la cuenta de algo próximo y monstruoso.

En la carta, mi padre me hablaba de la injusticia que reina en este mundo que habitamos. No sabemos muy bien qué sea la justicia exactamente, pero sabemos lo que es la injusticia. Sabemos lo que es la crueldad que nos rodea y en la que, de manera alegre e indiferente, muchas veces participamos. También sabemos de ella porque, cuando se presenta en nuestra vida con el rostro descubierto, sentimos de que modo orada nuestro cuerpo dejándonos a flor de piel, o mejor, con la piel arrancada, en carne viva. El mundo duele tanto cuando lo miramos de ese modo, cuando las diversiones dejan de esconder la cara más horrenda de la realidad que habitamos.

De todos modos, el mensaje de mi padre era tan triste, que le insistí para que levantara el animo, que hiciera un esfuerzo para ver las cosas con un poco de alegría. Le recordé que pese a todo lo terrible y oscuro que nos envuelve, pese a la injusticia y el sufrimiento enorme que nos golpea, siempre hay pequeños regalos que parecen caídos del cielo por los cuales podemos y debemos estar agradecidos.

Cuando acabé de leer su carta, subí a la habitación de mis hijos. Les dí un beso y me quedé charlando con ellos de sus cosas. Su pequeñez es tan inmensa. Y tan absurdos son sus balbuceos. Y tan conmovedor es estar junto a ellos, con la inmensidad de esa responsabilidad infinita que es ser padre o madre de alguien.

Entonces caí en la cuenta de lo mucho que había aprendido desde entonces, cuando yo era como ellos. Pensé en todos los lugares que había conocido, en todas las personas con las que había tenido ocasión de conversar, en todos los libros que había leído, en todos los cuadros, en todas las películas, en todas las muchas noticias que había tenido del mundo en los años que llevaba habitando el planeta. Pero al tiempo que rememoraba todas estas cosas, caí en la cuenta que toda esa acumulación de experiencias no había ayudado a descifrar por qué razón, verdaderamente (si es que hay una razón para ello) estamos en este mundo que, por momentos, nos parece tan ajeno.

A veces me pasan esas cosas. Supongo que le ocurren a todo el mundo. Miro a mi alrededor y todo es extraño, asombrosamente extraño.

Entonces me asalta un vacío en el corazón, una tristeza enorme sin ningún motivo aparente. Una angustia que ningún abrazo humano parece poder sosegar. Un anhelo de amor que parece no poderse colmar con ninguna presencia humana. Un ansia de consuelo que ninguna palabra humana parece poder ofrecerme, una suplicante sed de perdón por la ignorancia y la crueldad meditada o impremeditada que he ejercitado en mi vida, que ningún alma humana parece poder concederme.

Parece que nadie en esta tierra puede enseñarme amar ese rostro que me mira del otro lado del espejo cuando realmente me detengo a mirarme, y no me escapo en cambio con un gesto apurado o una pose estudiada para el resto.

Ahí esta mi boca, mis ojos, mi nariz.
Ahí esta mi cuerpo.
Ahí está eso que soy yo, pero a lo que sin embargo siempre parezco revelarme, como si fuera una celda que arrincona el deseo inabarcable, que constriñe las ansias infinitas de ser, que no llevan nombre, ni máscara.

Entonces, me acordé de esas líneas de Rilke de las que les hablaba más arriba, y comprendí que todos los hombres y mujeres del mundo quieren ser amados de esa manera incondicional y absoluta que yo tanto ansiaba. Pero también comprendí, tristemente, que somos incapaces de amar de ese modo incondicional y absoluto que tanto necesitan quienes nos rodean.

Comprendí que hay en todas nuestras relaciones una injusticia radical, un desorden rotundo, que es la disparidad entre el amor infinito que requerimos para vivir eternamente, y el limitado amor que somos capaces de ofrecer a nuestro prójimo.

Pero mientras pensaba todas esas cosas, me vinieron de nuevo a la mente las palabras de Rilke, y se me ocurrió que debía compartirla con ustedes:

“Wer , wenn ich schriee, hörte mich denn aus der Engel
Ordnungen?, und gesetzt selbst, es nähme
einer mich plötzlich ans Herz: ich verginge von seinem
stärkeren Dasein. Denn das Schöne ist nichts
als des Schrecklichen Anfang, den wir noch grade ertragen,
und wir bewundern es so, weil es gelaßen verschmächt,
uns zu zerstören. Ein jeder Engel ist schrecklich.”

(“¿Quién me oiría, si gritase yo, desde la esfera de los ángeles?
Y aunque uno de ellos me estrechase de pronto
contra su corazón, su existencia más fuerte
me haría perecer. Pues lo hermoso no es otra cosa que el comienzo
de lo terrible en un grado que todavía podemos soportar
y si lo admiramos tanto es sólo porque, indiferente,
rehúsa aniquilarnos. Todo ángel es terrible.”)