El yo y su máscara
Mi nombre es Juan Manuel Cincunegui. Soy argentino, nacido en Buenos Aires. Ahora vivo en Barcelona, España. Estoy sentado en mi estudio tecleando una entrada en mi blog, el cual lleva el nombre pomposo «Claro del bosque», pensando en el Lichtung de Heidegger.
Escucho en la sala a mis hijos jugando, y actividad culinaria en la cocina. La ciudad está más o menos tranquila en vísperas de año nuevo.
En medio de todo esto, tengo la sensación incontestable de «ser yo mismo».
Bajo todos los puntos de vista convencionales, yo soy yo. Lo reconocen, mi mujer, mis hijos, mi madre, mis hermanos, mis estudiantes y otros compañeros de trabajo. Todos ellos pueden dar testimonio de mi identidad. ¿quién soy yo, sino soy «yo mismo»? El veredicto será unánime en caso de ser interrogados: «yo soy yo».
Sin embargo, una reflexión más «filosófica» cuestiona esta certeza.
A lo largo de los años han cambiado muchas cosas en mi vida, y esos cambios han producido notorias repercusiones en mi «manera de ser». Mis gustos, mis opiniones políticas, mis convicciones religiosas, mis amistades, hasta mi cuerpo ya no es lo que era. Todas estas cosas y muchas otras han ido variando sin pausa.
En este contexto podríamos preguntarnos: ¿Cuál de todas estas manifestaciones o verdades que he encarnado es la más verdadera? O, para decirlo de otro modo, más coloquial, quizá: ¿Cuál es mi verdadero yo?
Una respuesta posible y plausible es que el yo está vacío de existir de una manera definitiva, que ninguna de las instancias o manifestaciones de eso que llamo «yo» es última o absoluta, sino meramente circunstancial. Eso no significa que sea arbitraria, que sea cualquier cosa que me plazca o le plazca a quienes me rodean. El yo no es el resultado de una actividad puramente voluntarista, sino más bien la compleja consecuencia provisoria de una intrincada red de causas y condiciones.
Ahora bien, aunque el yo está vacío de existir de manera «intrínseca» de este u otro modo, siempre está buscando apropiarse de una identidad concreta. Cuando lo hace, sin embargo, corre el peligro de reificarse, de creerse más sólido y definitivo de lo que realmente es, cayendo de ese modo en una suerte de alienación. Cuando esto ocurre, el yo actúa más o menos como un impostor, pretende ser algo que no es. Se atribuye una identidad imposible, permanente, unitaria y autosuficiente.
La Democracia y sus Imposturas
La democracia nos muestra que algo semejante ocurre con la identidad colectiva.
Lo social, el campo donde se disputa la política es un fenómeno siempre cambiante, cuya identidad (su horizonte de sentido, su dirección) es imposible de determinar de manera definitiva de una vez para siempre. La sociedad, decía Ernesto Laclau, es imposible. Sin embargo, siempre está buscándose a sí misma, inventándose a sí misma, atribuyéndose una identidad.
A través del sedimento de la historia que da forma a una identidad provisional y la voluntad política (la libertad), el sujeto político, fruto de acuerdos y discordias, adopta cada vez una determinación circunstancial.
La sociedad se vuelve de derechas o de izquierdas, socialista o neoliberal, oligárquica o populista, comunitarista, machista, xenófoba, racista o lo que sea.
Ahora mismo no voy a entrar en el tema del modo en que esto ocurre. Lo que me interesa es ese fenómeno extraño que es la sumatoria de voluntades individuales y el inestable sujeto colectivo que surge en una contienda electoral.
A diferencia de lo que ocurría con el Antiguo Régimen, en el cual el rey ocupaba el lugar vacío de la sociedad de manera absoluta como representante de Dios en la Tierra, en la democracia ese lugar vacío sólo se ocupa circunstancialmente, provisionalmente, imperfectamente por el representante político.
En este sentido, el representante es legítimamente una suerte de impostor: se calza la máscara de la autoridad y ejercita en el marco de la escenografía institucional, el poder.
Bajo todos los puntos de vista convencionales, si el representante ha cumplido con los requisitos formales previstos y no ha incurrido en maniobras reprochables, se convierte en el legítimo representante del pueblo o la sociedad. Sin embargo, lo es siempre imperfectamente. Por esa razón, cuando pretende serlo de manera absoluta, se convierte en una mentira de sí mismo, incluso desde el punto de vista convencional.
La Tentación Kirchnerista
La tentación kirchnerista consistió en intentar convertirse en el auténtico, genuino representante del pueblo argentino por siempre jamás.
Hasta cierto punto, esto parecía comprensible si lo pensamos históricamente:
(1) Por la herencia peronista que lo avalaba, y lo que el peronismo ha representado en nuestra historia.
(2) Por el carácter cuasi-fundacional de la situación en la cual accedió al poder Néstor Kirchner.
Y (3) por la pugna que entabló el kirchnerismo con los poderes concentrados que llevaron a la Argentina al quiebre social y político del 2001, herederos de una tradición impopular que se remonta al siglo XIX, pero cuyos símbolos en el siglo XX lo convirtieron en el «afuera» de la patria: la llamada «Revolución libertadora», el Onganiato, la dictadura militar del 76, el menemismo, el delarruismo, la debacle del 2001.
Lo cierto es que, más allá de lo mucho o poco que pueda achacarse a los poderes mediáticos corporativos del fracaso electoral del FpV que llevó a Mauricio Macri a la presidencia, quizá el principal error del kirchnerismo haya sido olvidar que, en la democracia, el lugar de la representación política es siempre un lugar vacante.
¿El Macriarato?
El macrismo debe abstenerse de cometer el error democrático de insistir con su estrategia de discontinuidad institucional con el gobierno saliente. Estrategia ideada con el fin de justificar el establecimiento de un nuevo orden, un nuevo comienzo.
Los elementos simbólicos de esa escenificación de ruptura institucional comenzaron con el «conflicto de la envestidura», que, en clave cuasi medieval, fue resuelto a través del poder judicial, invistiendo como presidente a Federico Pinedo, teatralizando un «estado de excepción», creando de este modo una discontinuidad en la línea de sucesión democrática.
En segundo término, judicializando el período democrático anterior como si se tratara de una anomalía o un gobierno ilegítimo, sometiéndolo a un escrutinio exagerado por medio de auditorías publicitadas de manera rimbombante, dramatizando la herencia recibida, persiguiendo a sus militantes y simpatizantes en los estamentos del Estado y en el mundo de la cultura, señalándolos en listas publicitadas por los grandes medios y desarmando el exigüe aparato comunicacional de esta oposición como si se tratara del aparato de un Estado totalitario (hemos visto que ese aparato era insignificante: el apagón informativo es casi completo, aparte del movimiento en las redes sociales).
La Argentina del 2015 merecía una transición democrática normal, no el estado de excepción en el cual nos hemos sumido, el cual se alimenta de persecuciones y estigmatización, enardece la oposición, y hace imposible la convivencia democrática de cara al futuro, haciendo pasar la normalidad de la transición democrática como una reedición de la debacle 2001-2003.
Con todo esto se pretende volver a foja 0. Es decir: «organizar», «reorganizar», o como decía el presidente Mauricio Macri antes de asumir (refiriéndose a Carlos Saúl Menem, «un transgresor») «refundar» la patria a la medida de los intereses de los intereses de clase y las grandes corporaciones multinacionales.
Se trata, a todas luces, de una restauración neoconservadora y neoliberal que, pese a las diferencias enormes respecto a otras épocas (definitivamente no es una dictadura, aunque se acumulan los gestos autoritarios) se inscribe en una tradición muy clara de nuestra historia y debe ser leída como una variación de ese relato.