La meditación como ética

Introducción

Esta es la tercera entrada dedicada al ciclo de encuentros que estamos realizando sobre meditación y budismo. Lo que les propongo en esta ocasión es (1) comenzar tomando nota sobre lo dicho en las entradas anteriores para refrescar la memoria; (2) avanzar en nuestra enumeración de aquellos presupuestos sobre la meditación que consideramos desencaminados – presupuestos que, no solo forman parte del imaginario popular sobre la práctica, sino que informan las narrativas de muchos instructores de meditación, especialmente los cultores del «mindfulness» y otras prácticas contemplativas «modernistas».
Aquí denomino «modernistas» a un conjunto de teorías y prácticas «espirituales» que, inspirándose en prácticas religiosas y contemplativas no occidentales (especialmente aquellas originadas en Oriente) las reinterpretan abstrayéndolas de sus contextos histórico-culturales, sin precaverse de los posibles efectos colaterales que una operación de este tipo puede producir.


Una manera de ilustrarlo es trayendo a colación el principio básico expuesto por el alquimista Paracelso, quién defendió, como principio de sus estudios de toxicología, que solo la dosis de una sustancia determina si la misma se convierte en un veneno. Este punto es clave para mi argumentación en esta entrada. Esto que llamamos usualmente «meditación» es una práctica indeterminada en término de sus consecuencias. Puede convertirse en una cura para alguna de nuestras patologías, y por ello un recurso privilegiado para nuestra transformación personal y colectiva, o puede acabar siendo una sustancia venenosa. Dependerá de las dosis de la motivación, comprensión teórica y ejercicio reflexivo que la acompañe.

La perspectiva profunda

En varias ocasiones, en otros contextos, me referí a una distinción que el filósofo Arne Naess, uno de los pioneros del movimiento de la «ecología profunda», utilizó en 1972 para distinguir su posición en el debate ecologista frente a lo que él denominaba el «medioambientalismo superficial».


Naess sostenía que la mayoría de los expertos medioambientalistas del establishment creían que los problemas que tenemos que enfrentar en esta área podían resolverse de manera «administrativa», encontrando la tecnología adecuada para minimizar el impacto negativo de nuestro estar en la naturaleza, y modificando algunas de nuestras prácticas y formas institucionales sin reordenar nuestro sistema de relaciones sociales, ni poner en cuestión las prerrogativas del mercado.


En contraposición, Naess sostenía que una perspectiva profunda en la ecología exigía:

1) Para empezar, un diagnóstico realista de los desafíos que enfrentamos.
2) Pero, además, ante la ubicuidad de los desequilibrios actuales y la evidencia de las catástrofes presentes y por venir, (2) una adecuada identificación de las causas y las condiciones de la crisis. Para Naess, una respuesta adecuada demandaba una nueva compresión de nuestro modo de estar-en-el-mundo y en-la-naturaleza, y una nueva ética en concordancia con esa nueva comprensión.

La interpretación es doblemente relevante para nuestra discusión a lo largo de este seminario. En primer lugar, porque el propio Naess, en un artículo posterior, dio cuenta de un tema que en los últimos años ha vuelto a estar en la agenda de los movimientos sociales. Naess se preguntaba entonces, cómo hacer para que (a) los movimientos a favor de la paz (contra la guerra, la violencia y la opresión en todas sus formas), (b) los movimientos a favor de la igualdad y contra la desigualdad, y (c) los movimientos a favor de la protección de la vida en todas sus formas en nuestro planeta y en defensa de la naturaleza pudieran unirse en una causa común.

Son muchos los que abogan por esa unidad de acción. La periodista e investigadora Naomi Klein, por ejemplo, quien ha sido una de las más articuladas defensoras de esta unidad de acción, promueve una revolución verde, pero con el objetivo de avanzar, no exclusivamente en la cuestión medioambiental, sino también en el reconocimiento y adjudicación de justicia de los pueblos y los individuos afectados por la guerra, la violencia, la opresión, la explotación, la desposesión, la desigualdad, todos ellas asociadas de manera inextricable con la justicia ecológica.

Sin embargo, los tiempos no parecen propicios para el reconocimiento mutuo. Frente a la pandemia, la salida fácil es volver a priorizar las viejas recetas de reconstrucción nacional y seguir levantando muros para protegernos del virus que nos acecha. Pero el virus no viene solo, porque además de atacar nuestro cuerpo biológico, también ataca nuestro cuerpo social y cultural con una epidemia de nacionalismo excluyente, fundamentalismo y discriminación, que encuentran terreno fértil allí donde crece el miedo. En este sentido, necesitamos cultivar un cosmopolitismo alternativo al de la globalización neoliberal que nos ayude a reconocer nuestro destino común y actuar en consecuencia.

Ahora bien, no podemos sentarnos a esperar soluciones que sean como la cuadratura del círculo. Mal que nos pese, no podemos seguir defendiendo nuestro «estilo de vida» y pretender que estamos dando respuesta a los problemas que enfrentamos. Los ritmos de expansión que exige la economía ortodoxa, la acumulación irracional y la desigualdad que produce un sistema financiero desbocado por la ilusión del capital ficticio, el consumismo como antídoto universal frente a la anomia y el sinsentido de un sistema de relaciones sociales basado en la mercantilización de la vida, la competencia y movilización total de la población, no pueden acompañar las transformaciones que debemos hacer. Ninguna revolución tecnológica podrá protegernos de nosotros mismos. Este es un hecho incontestable que tarde o temprano tendremos que reconocer. Somos como un paciente de cáncer de pulmón avanzado a quien se le ofrece una última oportunidad. Se nos dice que, tal vez (solo «tal vez») los tratamientos a los que se nos someterá pueden producir una remisión, pero con la condición de que dejemos de fumar y reconduzcamos nuestros hábitos de consumo. ¿De qué pueden servir los tratamientos si no estamos dispuestos a hacer esos cambios personales que nos recomiendan?

En otras palabras, necesitamos mirar de frente y profundamente los problemas que enfrentamos. Y una vez reconocidos, debemos aplicarnos a una solución profunda. De nada sirve que reordenemos nuestra vida para excusarnos de cambiar algo sustantivo. Esto es válido en las tres áreas identificadas por Naess: la de la violencia y la guerra, la de la exclusión y la desigualdad, y la de la «corrupción medioambiental».

Pero, como decía más arriba, para nuestra discusión, la distinción tiene otra ventaja. Nos permite reinterpretar el tema de la meditación adoptando una perspectiva análoga.

La meditación y otras disciplinas contemplativas semejantes, como el yoga, suelen abordarse también de manera superficial. Como los expertos medioambientalistas, de lo que se trataría es de encontrar recetas que nos permitan seguir viviendo como estamos acostumbrados, pero eludiendo los efectos colaterales que nuestro estilo de vida produce.

Esta es, de alguna manera, la apuesta del budismo modernista. Enfoquémonos exclusivamente en aquellos aspectos de la meditación budista que no exigen una revisión de fondo de nuestros presupuestos existenciales. Utilicemos la «tecnología» espiritual desarrollada por la tradición durante los últimos milenios, como las farmacéuticas que se apropian de la sabiduría de los pueblos originarios para convertir los saberes medicinales en mercancías de alto rendimiento comercial.

Ahora bien, para ello, descartemos todas aquellas dimensiones de la práctica que ponen en entredicho la legitimidad de nuestra manera de vivir, basada en la explotación inescrupulosa de los recursos, la explotación sistemática de nuestras hermanas y hermanos empujados a los confines de nuestras sociedades, y la violencia invisible de un sistema que garantiza la tranquilidad individual y colectiva de unos pocos alzando muros que nos protejan de nuestros congéneres más necesitados.

Desde mi humilde perspectiva, una meditación de este tipo no sirve para nada. O tal vez sí. Es uno más de los antídotos de nuestra cultura liberal que lava con la mano izquierda los crímenes que comete con su mano derecha.

¿Cuál es la alternativa, entonces? ¿Volver a la tradición, asumiéndola de manera obsecuente, convirtiéndonos de este modo en la facción fundamentalista de la religión de turno? El fundamentalismo religioso o espiritual es igualmente modernista y por ello inútil para enfrentar nuestros problemas actuales.

Hace algunos años, cuando el debate en torno al terrorismo estaba encima de la mesa, el filósofo conservador británico John Gray escribió un librito titulado Al-Qeda o lo que significa ser moderno en el cual analizaba lo que unía a los tecnócratas neoliberales y a personajes como Osama Bin Laden. Yo mismo escribí una entrada en este blog en 2008 titulado «Milton Friedman y Mao Tse tung: el espejo invertido» en el que avanzaba un argumento semejante.
En ambos casos, lo que hace modernas estas dos facciones del budismo contemporáneo, el budismo modernista (pretendidamente científico y secular) y el fundamentalismo budista occidental (encerrado en sus liturgias «preconciliares» y sus obsecuencias tradicionales) consistiría, en palabras de Gray, en «la creencia romántica (de ambas facciones) de que el mundo puede ser reorganizado mediante un acto de voluntad».

Defender que la creencia religiosa, la filosofía o la meditación pueden cambiar, por sí solas, el mundo que habitamos, es expresión de este modernismo budista. Por un lado, activista en su función tecnocrática de ocultar nuestros males calmando nuestras ansiedades, como ocurre con los cultores del mindfulness. Y, por el otro, perezoso, en su afán mimético de adoptar liturgias, recitar conjuros y mantras, y la estética de culturas exóticas con la ilusión de que, por arte de magia, o más bien, a fuerza de voluntad y plegarias, como nuestros antepasados cristianos, seremos capaces de producir el milagro de rescatar al mundo de su destrucción.

¿Ciencia, filosofía o religión?

Quienes hayan leído libros o hayan tomado clases sobre budismo saben que una de las preguntas usuales que deben responder los autores o docentes es: ¿qué tipo de «animal» es el budismo?

Un lugar común de los defensores del «budismo modernista» es señalar que el budismo no es «en realidad» una religión, sino, más bien, una ciencia, o una «filosofía de vida» – esta última para distinguirla de las filosofías aparentemente encorsetadas que practican los representantes occidentales de la tradición.

Obviamente, el problema al que se enfrentan muchos budistas modernistas es qué hacer con las innumerables muestras de la mayoría de los budistas del mundo, especialmente en Asia, pero no solo en Asia, que, en sus comportamientos cotidianos prueban la dimensión religiosa de la tradición. Qué hacer con los templos, las plegarias y las súplicas, la recitación de mantras, las postraciones, los ritos funerarios, la adoración de estatuas, y las solicitudes de protección a seres celestiales, acompañados de ofrendas propiciatorias, etc., etc., etc.

La respuesta modernista es hacer oídos sordos a esta dimensión y enfocarse exclusivamente en aquellos aspectos que encajan con sus imaginarios seculares, eludiendo de este modo la incomodidad de tener que resolver las contradicciones que supondría insertar una disciplina como la meditación tradicional en el entramado de prácticas contemporáneas que subyacen nuestras relaciones sociales de mercado.

Con esto no estoy defendiendo la existencia de un budismo genuino, tradicional, en contraposición a un budismo modernista, distorsionado por las fuerzas seculares contemporáneas. Nada más lejos de mi intención.

Resulta muy difícil decir qué es el budismo, tan difícil probablemente como intentar decir qué es el cristianismo o qué es el islam. Quienes de un modo u otro nos dedicamos al estudio de las ciencias religiosas y al diálogo interreligioso o intercultural, sabemos que los esfuerzos por identificar lo esencial en cada tradición se tropieza constantemente con la tradición viva, que siempre es plural, compleja, agonista hasta cierto punto entre sus representantes, debido a la variedad de doctrinas, de liturgias, de prácticas que la encarnan en cada situación concreta, en cada época y en cada geografía donde echa sus raíces.

Por lo tanto, el budismo se dice de muchas maneras, y una de esas maneras es el budismo modernista, que se diferencia en muchos sentidos de las formas tradicionales de práctica, debido, justamente, por su inculturación contemporánea.

Como señala Evan Thompson. Si en el siglo XXI, en las sociedades occidentales, uno decide convertirse al budismo, parece, en principio, que nuestras alternativas se reducen, o bien a convertirnos en budistas fundamentalistas (con todos los peligros que ello supone), o budistas modernistas (lo cual también conlleva toda clase de peligros, en especial, acabar queriendo cambiarlo todo con nuestra conversión, para acabar no cambiando nada verdaderamente sustantivo).

Ante esta alternativa, Thompson decidió que él no podía ser budista en el siglo XXI, porque no estaba dispuesto, como los cristianos, musulmanes y judíos fundamentalistas, a quedar cautivo en un conjunto de doctrinas y prácticas que se dan de bruces con nuestros anhelos de libertad, igualdad y fraternidad, ni estaba tampoco dispuesto a entregarse a un budismo construido selectivamente, incapaz de enfrentarse a los problemas profundos que nos aquejan, por la sencilla razón de que está ideado para conformar un matrimonio de conveniencia con el orden vigente.

Filosofía intercultural

Defender la necesidad de entablar una conversación filosófica genuinamente intercultural, en la que, al budismo, como a otras tradiciones de pensamiento no occidental, se les reconozca el lugar que merecen, no conlleva obligar al budismo a renunciar a sus narrativas tradicionales para encajar mejor con nuestras expectativas, como hace el budismo modernista. El hecho de pensar filosóficamente ciertos problemas introduciendo elementos de la tradición budista, no significa redefinir al budismo, ni modernizarlo, sino estar dispuestos a dialogar con él, no con la intención exclusiva de extraer recursos que puedan resultar útiles para nuestros fines y adornar nuestras ideas. Se trata, más bien, de estar dispuestos a ser interpelados por esa otra tradición.


La filosofía occidental se ha considerado a sí misma como la Filosofía con mayúsculas, a desmedro de otras filosofías no occidentales. Los filósofos occidentales han considerado durante mucho tiempo que todo lo digno de ser pensado podía encontrarse en su propio canon, y que el resto de las tradiciones de pensamiento, como mucho, podían aceptarse como ilustraciones sofisticadas del potencial reflexivo del ser humano. Algo semejante ocurrió en su momento con la valoración de otras tradiciones religiosas por parte de la cultura cristiana que, como mucho, eran valoradas como revelaciones incompletas respecto a la plena revelación de Cristo.

Es cierto que esta tendencia etno-céntrica no ha desaparecido, pero ha disminuido notoriamente. No hay muchos pensadores que se atrevan hoy a defender la superioridad de la tradición occidental en relación con otras tradiciones de manera tan flagrante.

El etnocentrismo, sin embargo, no ha impedido que, desde una época temprana, se desplegara en Occidente un concertado esfuerzo por comprender otras culturas, otras religiones y otras filosofías del mundo. En el ámbito de la filosofía, por ejemplo, los estudios comparados no son menores, y la especialización en estudios culturales es extensa y profunda. Por otro lado, además de la monumental tarea en el campo de las humanidades, las ciencias sociales han jugado un rol eminente para la comprensión de otras formas de pensamiento, otras prácticas sociales y otras formas institucionales.

En síntesis: en parte debido al dominio planetario de Occidente durante los últimos siglos, el esfuerzo por entender a «nuestros otros» ha sido constante y decidido. Pero eso no significa en modo alguno que no podamos afirmar, en líneas generales, que la filosofía occidental no haya permanecido en su mayor parte cerrada sobre sí misma.

Hay dos razones que cabe destacar en este sentido:

1) La filosofía occidental, como disciplina académica, ha enfatizado que sus obras canónicas tienen una relevancia universal, hasta el punto que nos hemos acostumbrado a leerlas manteniendo en la sombra, pese a la evidencia contraria, y la obviedad del absurdo que ello supone, las estrechas relaciones de la filosofía occidental con la cultura, la religión, la política y la ciencia de Occidente. Hablar sobre «Occidente» no se reduce exclusivamente a sus textos eminentes. Como señala Jay Garfield, exige también que hablemos del racismo, del colonialismo, del imperialismo, etc., y la vinculación de estos dos órdenes de la realidad. Durante mucho tiempo, la conexión entre los imaginarios sociales que subyacen a nuestras prácticas y estructuras institucionales y las obras del pensamiento han permanecido más o menos silenciada.

2) En contraposición, ha sido consistente la reticencia por parte de numerosos filósofos occidentales a la hora de reconocer el contenido filosófico en las obras que no pertenecen al canon instituido en nuestra geografía. Esta reticencia ha servido para construir muros invisibles y puestos de vigilancia que impiden una conversación abierta entre las diversas tradiciones y disciplinas académicas. Todos hablamos de manera grandilocuente, por ejemplo, de interdisciplinariedad e interculturalidad, pero es difícil ganarse la vida en el ámbito académico, por ejemplo, si uno asume este tipo de perspectiva.

Todo esto no significa que las llamadas «filosofías del mundo» no tengan un lugar en nuestros programas de estudio. Lo que implica es que los nichos que ocupan dentro de estos programas están sigilosamente custodiados con el tácito objetivo de evitar la incomodidad que suponen las hibridaciones y mestizajes.

Como resultado de esto, descubrimos que no existe una genuina conversación entre los filósofos del mundo, y cuando surge ocasión para ello, lo que parece darse es más bien, como espejo de lo que ocurre en nuestras ciudades posmodernas, una higiénica tolerancia.
Creo, sin embargo, que hay buenas razones para cambiar este estado de cosas.

1) En primer lugar, porque la filosofía, teniendo en cuenta su vocación universalista, lo que no puede ser, de ningún modo, es provinciana. Lo cual implica, parafraseando a Dipesh Chakravarti, que debemos provincializar a la filosofía occidental para que pueda formar parte de esa otra totalidad que la subsume, que son «las filosofías del mundo».

2) En segundo término, porque el mundo está cambiando, y Occidente está dejando de ser «el centro con su periferia». El centro, como decía hace unos días un comentarista político, se está desplazando al estrecho de Malaca, y esto tiene implicaciones que aún no alcanzamos a medir.
En este contexto, mi interés en la filosofía budista y otras filosofías del mundo es estrictamente filosófico y crítico. Y en ese sentido, me siento plenamente legitimado a abordar esta y otras filosofías creativamente. Lo que intento es pensar ciertos problemas filosóficos que me enfrentan. Y a ellos respondo con los recursos que tengo a la mano. De manera que es posible que a muchos creyentes budistas no les resulte enteramente satisfactoria una perspectiva de estas características.

Sin embargo, eso no implica que la meditación budista pueda o deba prescindir livianamente de ciertos temas incómodos para nuestros oídos seculares.

Como filósofo, hay muchos temas budistas de los que no me ocupo directamente. Por ejemplo, no son objeto de mi reflexión en la actualidad nociones como el karma; o creencias como la reencarnación; tampoco las descripciones de las diversas cosmologías budistas, con su visión de innumerables universos extendiéndose sin fin a través del espacio y el tiempo; como tampoco lo son las complejas descripciones psico-fisiológicas que nos ofrecen los escritos tántricos, en los que se cartografían los nodos invisibles de pranas, chakras y nadis. Eso no implica que todos estos temas no sean significativos filosóficamente. Más bien, que aún no he encontrado la manera de hacer que estos temas sean relevantes en el marco intercultural en el que me muevo.

Esto no debería sorprendernos ni escandalizarnos. Por ejemplo, si soy un estudioso de la filosofía política, puedo leer la República de Platón de manera provechosa sin referirme necesariamente a su Timeo. Si me dedico a la filosofía moral, puedo estudiar la Ética a Nicómaco de Aristóteles sin prestar atención a su obra Historia de los animales. Si mi campo de estudio es la epistemología, la filosofía de la ciencia, o la metafísica, puedo leer la Crítica de la razón pura de Kant prescindiendo enteramente de su antropología empírica. Obviamente, si nuestro enfoque es filológico o histórico, esto se vuelve discutible, pero como filósofos críticos, no hay razón por la cual no podamos seleccionar los argumentos que nos resultan sugerentes.


Métodos de meditación

Ahora bien, si lo que deseamos es aprender a meditar de acuerdo con las enseñanzas budistas, no tenemos alternativa: tendremos que ceñirnos a lo que el Buda enseñó, utilizando sus instrucciones como cartografías y guías para nuestra exploración.


Por supuesto, uno puede preguntarse: ¿por qué deberíamos de ceñirnos a las enseñanzas del Buda si queremos aprender a meditar? La pregunta es legítima. Mi respuesta es sencilla: nadie nos obliga a meditar de acuerdo con las enseñanzas budistas.


Existen innumerables métodos de meditación que podemos utilizar. Tenemos derecho de explorarlos y aplicarlos en nuestras vidas como nos plazca. Sin embargo, lo que no existe es un método de meditación puramente técnico, que no esté basado (i) en cierta comprensión de nuestra condición humana, (ii) de lo que podemos conseguir si nos aplicamos al método propuesto, y (iii) de lo que necesitamos cultivar si queremos llevar a buen puerto esos objetivos.


Puede que un sistema de meditación tenga como fin explícito y aparentemente exclusivo que aprendamos a relajarnos, a gestionar nuestro estrés, a reducir el impacto emocional en un escenario competitivo y demandante, a integrar la precariedad e incertidumbre en nuestra vida, a concentrarnos para cumplir de manera más efectiva nuestras obligaciones laborales, etc.


Muchas personas consideran que un método semejante es moderno y adecuado para nuestra cultura pragmática y secular. «Nada de creencias» – nos dicen – «necesitamos un método científicamente probado, que no se ande con vueltas y cumpla con sus promesas. Una meditación de este tipo hará que nuestros niños sean mejores estudiantes, que los militares que regresan del frente puedan volver al campo de batalla con más celeridad, que el personal sanitario sea capaz de eludir el burnout habitual que supone trabajar en situaciones de riesgo en condiciones de precariedad, que los trabajadores se acomoden al nuevo concierto de flexibilización y pérdida de derechos laborales con una sonrisa dibujada en el rostro, asumiendo la oportunidad que conlleva vivir para trabajar, en vez de trabajar para vivir, convirtiendo cada segmento de nuestra experiencia en una inversión para mejorar nuestro valor de portfolio como trabajadores».

Podríamos pensar que un método de meditación de este tipo no se anda con vueltas, no expone filosofía alguna, ni exige que nos comprometamos con creencias religiosas o cosas por el estilo. Pero esta apariencia es engañosa. Porque lo que implícitamente este sistema de meditación nos está diciendo es que acepta el status quo. Para este método de meditación el orden vigente que organiza nuestras vidas no está puesto en cuestión. El problema lo tenemos exclusivamente nosotros que no aceptamos o no somos capaces de adaptarnos al tipo de organización social que nos toca vivir. En el marco de esa versión de la meditación, el sentido de la vida nos lo ofrece el sistema capitalista de relaciones sociales, y la meditación no es otra cosa que un instrumento para tener éxito dentro de ese sistema de relaciones sociales.
De este modo, podemos entender perfectamente que los métodos de meditación, como los que promueven algunos instructores de mindfulness y maestros modernistas de budismo, tienen como objetivo ayudarnos a encajar de mejor modo en un sistema que, como hemos visto, se caracteriza por su indiferencia ante la extensión del sufrimiento que produce y la violencia que ejercita sobre individuos y comunidades. Un sistema que ha institucionalizado la desigualdad a través de la perversa legalización de la explotación y desposesión por parte de los poderosos de aquello que debería ser común, y en su afán de conquista y saqueo, no duda si, para ello, debe destruir los entornos naturales, agotar los recursos o contaminarlos hasta convertirlos en inhabitables. Por lo tanto, ese método de meditación, pese a parecer puramente técnico, tiene una filosofía de fondo, una filosofía tácita, que no es otra que la completa legitimación del orden vigente.

Ahora bien, eso no significa que el sentido de las enseñanzas budistas sea transparente y unívoco, que haya sido definido de una vez para siempre, y que nuestra única tarea consista en memorizar sus textos fundacionales y comentarios, o que debamos seguir a pie juntillas las instrucciones de algún líder espiritual famoso.

Ya lo hemos dicho, la tradición budista es dinámica, cambiante, su sentido es también el resultado de causas y condiciones. Eso significa que estamos obligados a descubrir, pero, también, a inventar el sentido de esas enseñanzas. El budismo en las sociedades contemporáneas no tendrá las mismas características, aunque sea fiel a las enseñanzas del Buda, al que practicaron otros pueblos en otras épocas. Tampoco tendrá el budismo en América Latina el mismo sabor que el que se practica en los Estados Unidos o en Europa. Por el momento, el budismo en América Latina es en general otra de las formas culturales exportadas desde el primer mundo que adoptamos en muchos casos de manera acrítica y con la misma mentalidad neocolonial con la cual consumimos otros productos culturales.

Las cuatro nobles verdades

En este contexto, quiero que pensemos juntos los temas enunciados en las enseñanzas de las cuatro nobles verdades. Estoy convencido que exponernos a esta perspectiva «profunda», en el sentido que le da al término Arne Naess, resultará provechoso. Puede ofrecernos nuevos recursos para entender en qué consiste «verdaderamente» esta crisis que estamos transitando. Una crisis que nos afecta como individuos, que afecta a nuestras comunidades de pertenencia y que nos afecta globalmente.


De esta manera, el método de meditación budista nos servirá, a diferencia de esos otros métodos de meditación que el modernismo budista y otras versiones análogas proponen, para explorar cuán profundo y ubicuo es el malestar que experimentamos, y empezar a probar maneras de salir de los atolladeros en los que estamos cautivos.

Estas «cuatro nobles verdades» son las primeras enseñanzas que el Buda impartió después de alcanzar la iluminación, encapsulando en ellas su doctrina y organizándola en una suerte de itinerario de conversión.

El punto de partida es la noción de sufrimiento (dukkha). Dicho de manera sencilla: «la vida es sufrimiento».

Ahora bien, una afirmación de este tipo parece ser, o bien falsa (puesto que todos hemos experimentado momentos placenteros y satisfactorios) o bien trivial (efectivamente, la vida está llena de problemas, algunos de ellos insolubles, como la vejez y la muerte, pero frente a esto uno puede preguntarse: «¿Y qué?»).

A menos que lo que el Buda llama dukkha (y que nosotros traducimos como «sufrimiento»), tenga alguna significación «técnica» que por el momento estamos pasando por alto, a menos que dukkha no sea simplemente una descripción psicológica de nuestra experiencia, no parece especialmente significativa u original esta noción. Por ese motivo, necesitamos analizar nuestra experiencia desde numerosas perspectivas para poder descubrir por nosotros mismos qué es dukkha, qué es ese «sufrimiento» del que estamos hablando.

A continuación, nos preguntamos: «Okey, sufrimos de un modo mucho más profundo y ubicuo de lo que pensábamos, pero ¿por qué lo hacemos? ¿de dónde viene el sufrimiento?»
El Buda nos dice que estamos cautivos de hábitos de conocimiento que, de manera refleja, nos hacen aprehendernos a nosotros mismos y a todo lo que nos rodea de un modo que resulta imposible e insostenible si lo analizamos lógicamente. Los fenómenos aparecen a nuestros ojos como si tuvieran una existencia inherente, intrínseca, objetiva, natural, sustancial, como si fueran portadores de una esencia, cuando en realidad están vacíos de este tipo de existencia debido a que se originan y existen de manera dependiente. Sobre la base de esta ignorancia primordial, construimos toda clase de relatos y explicaciones mitológicas, religiosas y filosóficas que no hacen más que ahondar y cristalizar aún más nuestra ignorancia, y con ello, el sufrimiento que padecemos.

El tercer punto es que, a través de una comprensión teórica de la ignorancia (que combina elementos religiosos, filosóficos y «científicos») y a través de una prolongada familiarización con dicha comprensión, podemos remover la ignorancia fundamental, la «confusión primordial», y con ello, cuanto menos, disminuir, pero incluso extinguir enteramente el sufrimiento que es su efecto.

Eso significa que, para el Buda, la ignorancia no es parte constitutiva de la condición humana. Los seres humanos se encuentran en unas circunstancias privilegiadas que les permiten, en principio, embarcarse en un proceso de reorientación que conduce a la liberación del sufrimiento y la iluminación.

Para lograrlo, la invitación consiste en transitar un itinerario de educación (o reeducación) que supone: asumir y encarnar una perspectiva ética de creciente compromiso, entrenar la mente a través de la práctica meditativa con el propósito de lograr una comprensión profunda de la naturaleza última de la realidad, antídoto final para alcanzar la liberación y la omnisciencia.
De este modo, vemos que las enseñanzas budistas están organizadas de manera análoga al modo en el cual están organizadas otras tradiciones religiosas y filosóficas premodernas, las cuales pueden caracterizarse por su triple estructura narrativa:

1) Una caracterización de lo que el ser humano y la sociedad son en su condición corriente.
2) Una visión del bien, de aquello en lo que podríamos convertirnos.
3) Un camino que nos permite recorrer la distancia que separa nuestra condición contaminada, no educada, ignorante, de la condición de perfección ética.
En el caso budista, la perfección ética consiste, como dijimos, en la «liberación» de la ignorancia y el sufrimiento (dukkha) y la «iluminación», una condición en la que todos los obstáculos al conocimiento que hacen posible el egocentrismo y el egoísmo, finalmente son removidos.
Esta es, en síntesis, la estructura básica del pensamiento budista, que el propio Buda histórico articuló en el sermón en el que hizo girar por vez primera la rueda del Dharma, en el que presentó las llamadas cuatro nobles verdades: la verdad del sufrimiento, la verdad del origen del sufrimiento, la verdad de la cesación del sufrimiento, y la verdad del camino.

El sufrimiento y la violencia

El filósofo esloveno Slavoj Žižek nos ofrece una distinción, análoga a la que estamos proponiendo entre perspectivas superficiales y profundas, en su análisis sobre el fenómeno de la violencia. Distingue entre las formas subjetivas de la violencia que se caracterizan por ser ostensibles, como ocurre, por ejemplo, con un atentado terrorista o un femicidio, y otras formas o dimensiones de la violencia que él denomina «objetivas», a las que no puede accederse de manera inmediata, sino que exigen para descubrirse una suerte de distanciamiento respecto al acto evidente.


En el caso de la violencia subjetiva, ostensible, es posible, por ejemplo, identificar con claridad quién es el agente que perpetró el acto de violencia. Eso no ocurre con las otras formas de violencia porque, en esos otros casos, estamos hablando de los entornos y el trasfondo de las violencias evidentes. Solo cuando somos capaces de suspender la fascinación que sentimos hacia la violencia explícita, podemos ver, descubrir, la violencia objetiva. Por lo tanto, la pregunta de Žižek es la siguiente: ¿qué hay detrás de los actos explícitos de violencia?

Por un lado, la violencia simbólica, encarnada en el lenguaje y en sus formas. Por el otro lado, la violencia sistémica, que no es otra cosa que el normal funcionamiento del sistema económico y político.

En el primer caso, el lenguaje no solo sirve para instituir y sostener una comunidad, sino también para dividirla y diferenciarla de otras comunidades. El lenguaje establece tanto la amistad como la enemistad. El lenguaje apropia y expropia. El lenguaje nos permite consensuar entre nosotros, pero también incita al odio. A través del lenguaje se decide quién merece la vida y quién merece la muerte.

En el segundo caso es el funcionamiento normal del sistema, de las prácticas e instituciones económicas y políticas, lo que se descubre violento. Cuando nos liberamos de la fascinación por el «crimen» de la violencia, caemos en la cuenta que el trasfondo no es un nivel 0 de violencia. El crimen no es una perturbación a un estado «normal», pacífico de las cosas. El crimen oculta la violencia sistémica. Por ejemplo, la del sistema capitalista de explotación y desposesión.
De manera muy semejante, el Buda distinguió tres tipos de sufrimiento. El sufrimiento ostensible, el sufrimiento del cambio, y el sufrimiento omnipresente. Pueden establecerse muchos paralelismos entre el análisis de Žižek y el Buda. Pero los dejaré para otra ocasión. Me concentraré exclusivamente en la formulación de las ideas básicas.

Recordemos la idea central. Para el Buda, todas las dimensiones de la vida humana, tanto del lado del objeto, como del lado del sujeto, tanto del mundo animado, como del mundo inanimado, son dukkha, o causas de dukkha (sufrimiento, insatisfacción, dolor, etc.).

La primera dimensión es el sufrimiento ostensible, también llamado «el sufrimiento del sufrimiento». Aquí la referencia es clara: todas las manifestaciones de dolor físico o mental. Obviamente, este es el aspecto más superficial. Aunque bien mirada, tenemos que conceder que incluso en este caso es posible reconocer que cualquier persona, y cualquier cosa en nuestro entorno, puede, si se dan las condiciones para ello, convertirse en una instancia de dukkha.


Incluso si en nuestra vida experimentamos «agrado», «placer», «satisfacción», o sentimos que nuestra existencia es «significativa», por las razones que sean, estas mismas experiencias producen ineludiblemente algún tipo de remordimiento y, por lo tanto, de dukkha: ¿cómo explicar nuestra fortuna cuando la contrastamos con el infortunio que nos rodea? Incluso si decidimos ser indiferentes, cuando contemplamos nuestra fortuna personal y la comparamos con el infortunio de los otros, resulta difícil eludir el sutil sufrimiento que trae consigo la propia indiferencia, la autocomplacencia de cultivar una actitud semejante.La segunda dimensión del sufrimiento es lo que los filósofos budistas llaman el «sufrimiento del cambio».
Nuestra vida se reduce momento a momento, inevitablemente. Con cada minuto que pasa estamos más cerca de los achaques de la vejez, el dolor, la pérdida de nuestros seres queridos. En este sentido, sabemos que nuestra vida se encuentra cautiva, que nuestra vida es dukkha, y buena parte de nuestra actividad cotidiana está orientada a intentar reprimir u ocultar nuestro destino ineludible. Todo aquello que disfrutamos, todo aquello que asociamos con la felicidad y el placer, es efímero, transitorio, y en ese sentido, lo estamos perdiendo con cada minuto que transcurre.

Finalmente, la tercera y más profunda dimensión del sufrimiento, el sufrimiento omnipresente, evidencia con claridad el modo en el cual dukkha lo invade todo.

Vivimos en un mundo radicalmente interdependiente. Un mundo que está constituido como una compleja e inescrutable red causal que continuamente nos afecta y pone en jaque nuestro bienestar. Un mundo sobre el cual no tenemos control, o cuando lo tenemos es escaso y circunstancial. Nuestro bienestar no depende enteramente de nosotros mismos. Existen infinidad de factores que nos afectan sobre los cuales no tenemos control alguno: nuestra herencia biológica, nuestro entorno geográfico y climatológico, nuestro contexto socio-cultural, económico y político. Tampoco tenemos control sobre otras personas, sobre sus pensamientos, voluntades y sentimientos. Ni siquiera tenemos control sobre nuestros propios sentimientos y pensamientos. No sabemos a ciencia cierta qué sentiremos cuando acabemos de escribir esta entrada, qué pensaremos el año próximo sobre lo que aquí dejamos consignado, qué decisiones tomaremos de un tiempo a esta parte respecto a nuestra vida personal y profesional. Todo esto produce una enorme ansiedad, otra forma de dukkha. Sabemos (consciente o inconscientemente) que el infortunio puede presentarse en cualquier momento.
En este sentido, la genialidad del Buda fue haber visto que dukkha, el sufrimiento, es la estructura fundamental de nuestras vidas. Ser humano significa vivir en dukkha, vivir en el sufrimiento. El Buda lo entendió como el problema central de la existencia y, por ello, exige de nuestra parte una respuesta. Dukkhaes el fundamento absoluto, el punto de partida de la filosofía y la meditación budista.

La ignorancia o confusión primordial

El diagnóstico de la condición humana que nos presenta el Buda en la primera noble verdad se completa con un estudio sobre la etiología del sufrimiento (las causas del sufrimiento).
«Efectivamente, la existencia condicionada es sufrimiento, pero, ¿por qué? ¿cuáles son sus causas?» Las respuestas que ofrecen los pensadores budistas son sugerentes. Para empezar, contienen muchos elementos que, a primera vista, resultan semejantes a algunos que se han desplegado a lo largo de nuestra propia historia filosófica en Occidente. Sin embargo, estamos ante algo diferente que merece ser explorado.


La vida es dukkha, y el origen de dukkha es la ignorancia. Pero, ¿qué queremos decir con «ignorancia» en este contexto? No se trata sencillamente de no saber. En realidad, se trata de algo positivo: la sobreimposición de una característica en la realidad, una característica que la realidad no posee: todos los fenómenos aparecen a la consciencia ignorante como si poseyeran una existencia inherente, autónoma, independiente. Y esto ocurre antes de elaborar explicación filosófica alguna. Se trata más bien de una suerte de respuesta cognitiva refleja que, a posteriori, puede convertirse en la base de una filosofía errónea.

Hay muchas maneras de explicar esta «confusión primordial», este malentendido básico que afecta todas nuestras cogniciones y que está en el origen de nuestros muchos sufrimientos y conflictos. Una de esas maneras consiste en prestar atención a la estructura del argumento utilizado por algunos de los filósofos budistas para poner de manifiesto esta confusión.

Veamos cuál es la estructura de este argumento:
1) El punto de partida es la aprehensión básica, refleja, de un objeto por parte de un sujeto. En este tipo de aprehensión básica todos los fenómenos, por ejemplo, la botella de agua que tengo delante, o cualquiera de las personas presentes, aparece de manera inmediata, no tematizada, como si estuviera dotada de «existencia intrínseca». ¿Qué queremos decir aquí con «existencia intrínseca»? La botella de agua aparece al sujeto en este tipo de aprehensión como un fenómeno autónomo, dotado de una existencia objetiva, una existencia por su propio lado, recortada en el tiempo y en el espacio, autosuficiente, independiente de causas y condiciones genéticas, independiente de sus partes constitutivas, e independiente de su existencia funcional, engranada en un mundo de la vida donde encuentra su significación pragmática lingüísticamente. Comprender esta manera básica y refleja es clave para el argumento, porque nos permite identificar lo que los filósofos budistas llaman «el objeto a ser refutado», el blanco del argumento.
2) El segundo paso consiste en someter dicha aprehensión a una «prueba de verificación». Para ello hemos de establecer un criterio. Existen muchos criterios de verificación que podríamos utilizar. El más comprensivo para los filósofos budistas está relacionado con la tesis del origen dependiente que dice, básicamente, que todos los fenómenos existen en dependencia de causas y condiciones. Aquí la dependencia causal se explica de manera extensa. Se dice que los fenómenos dependen de aquello que los produce, se dice que los fenómenos dependen de las partes que los constituyen, y se dice también que los fenómenos dependen del sentido funcional que se les otorga en un juego de lenguaje determinado y un mundo de la vida. Si defiendo que todos los fenómenos se originan de manera dependiente, tengo que verificar si el modo de aprehensión básica de la realidad que constato en mi trato inmediato habitual (de «término medio») con las personas y las cosas con las que me encuentro en mi mundo, se ajusta a esa comprensión que tengo del modo de existencia de la realidad como interdependiente.
3) Aplicado el análisis, ¿qué es lo que descubro? O bien los fenómenos no se originan de manera dependiente, o efectivamente, mi cognición inmediata, refleja, de la realidad es errónea. Estoy aprehendiendo los fenómenos, las personas y las cosas de un modo que resulta «imposible». Las cosas y las personas aparecen como si fueran verdaderamente existentes, como si fueran autónomas, como si fueran autosuficientes, cuando en realidad, dicen los filósofos budistas, están vacías de existir de ese modo.

Lo que aquí se pone en cuestión no es la existencia de las personas y las cosas. Lo que se pone en cuestión es el modo de existencia que la apariencia de estos fenómenos adopta en nuestra cognición inmediata. El objeto de nuestra cognición parece no tener historia, parece haber caído del cielo, sin más; parece no tener una estructura compleja, sino que se muestra unitario, integrado, monolítico (sus partes quedan ocultas, olvidadas); y parece no tener asignada una función en un mundo de la vida determinado lingüísticamente.

Lo que hace la percepción inmediata es descontextualizar todo lo que aprehende. Lo que debería hacer la filosofía y la meditación es ayudarnos a contextualizar esos fenómenos para poner de manifiesto su verdadera naturaleza y liberarnos de la cautividad que nos impone la aprehensión inmediata, con todas las implicaciones y consecuencias que conlleva. Cuando lo hacemos hasta las últimas consecuencias, lo que descubrimos es que los fenómenos están vacíos de existencia inherente, están vacíos de autonomía, están vacíos de autosuficiencia, están vacíos de existencia por su propio lado. Es decir, no tienen esencia.

Dicho brevemente, aquí la independencia, autosuficiencia o autonomía ontológica se articula prestando atención a la estructura sujeto-objeto de nuestra experiencia perceptiva y cognitiva del mundo. De este modo, la ignorancia se encarga de reafirmar la aprehensión básica de un sujeto que persiste en el tiempo con una identidad independiente, en contraposición a todas las otras entidades que, en calidad de objetos, completan cada momento de la experiencia.
De esta manera, confundimos el mundo como mi mundo, convirtiéndose esa aprehensión errónea en la causa raíz del sufrimiento y egoísmo. El sujeto asume una manera de existencia imposible (la existencia independiente), confundiendo la perspectiva particular con la verdad ontológica.

Las consecuencias de una reafirmación de esta confusión primordial son dos:
1) La primera es que el sujeto, ahora convertido en un «yo» auto-interpretado como singularidad autónoma, se aferra a sí mismo asignándose una importancia ontológica y moral privilegiada. El yo afirma su realidad.
2) En segundo término, todo lo que no es el sujeto (el yo) es objeto de ese sujeto. Los objetos absolutos que fabrica esta aprehensión errónea de lo real se convierten en la base de «lo mío». El yo afirma su propiedad.

Liberación y perfección ética

Los dos últimos temas son: la liberación y la perfección ética.

La liberación se refiere a la completa cesación de dukkha, que se logra a través del despertar a la naturaleza última de la realidad («ver las cosas tal como estas son»). Esta cesación se conoce como «nirvana». El despertar («bodhi») se refiere a un estado en el cual el agente aprehende directamente la realidad (las personas y las cosas) que entiende como no permanente, interdependiente y vacía de existencia intrínseca.

La liberación, por lo tanto, implica un giro epistemológico de 180º respecto a nuestro modo habitual de comprensión y acción en el mundo. En nuestra vida cotidiana no reflexiva, las personas y las cosas aparecen como entidades permanentes, independientes las unas de las otras, y portadoras de una esencia (de un núcleo de verdad intrínseco). El giro epistemológico que nos proponen los filósofos budistas nos conduce a otro mundo, conformado, no por sustancias, sino por entramados de procesos.

A este giro epistemológico le acompaña una reorientación o revolución ética basada en la empatía, la beneficencia, el cuidado, cuya perfección se encarna en la actualización del compromiso a trabajar a favor del bienestar de todos los seres.

Aquí la expresión «perfección ética» se refiere, no solo a los estrechos «imperativos del deber» a los que habitualmente reduce la filosofía moral contemporánea a la ética, sino también a las «visiones del bien» que informan a los agentes. Es decir, los horizontes de sentido que habitan y guían sus vidas. En este caso, la perfección moral consiste en realizar un vuelco en nuestras actitudes y comportamientos que nos lleve del egocentrismo y el egoísmo, hacia el alter-centrismo y el altruismo.

Ya hemos señalado que dukkha (el sufrimiento) es causado por una percepción errónea de la realidad que consiste en una sobreimposición cognitiva de permanencia, independencia y naturaleza intrínseca de las cosas. También hemos señalado que esa percepción errónea es una respuesta cognitiva refleja, innata, en contraposición a una respuesta informada por una filosofía errónea. Sin embargo, la tarea filosófica es imprescindible. Para empezar, es a través del análisis filosófico que podemos liberarnos de las falsas filosofías (y los relatos mitológicos y religiosos) construidos sobre la base de la aprehensión errónea de la ignorancia. Pero, además, es a través de la filosofía que podemos de-construir la falsa apariencia innata de la realidad como permanente, autosuficiente y sustancial.

No obstante, una vez hemos llegado a una conclusión filosófica, no basta con seguir rumiando las palabras y seguir actuando como siempre. Se trata de familiarizarnos con esa verdad descubierta. Es aquí donde entra la práctica contemplativa o meditación, entendida, no como dispositivo de alienación, de huida del mundo, sino como habituación con las conclusiones e implicaciones filosóficas a las que hemos llegado a través de nuestro análisis acerca de la verdad del mundo.

Obviamente, una práctica de esta naturaleza no es otra cosa que un camino de purificación ética. Si nuestra mente está cautiva por las emociones negativas y sus objetos, necesitamos poner freno a las compulsiones de nuestras preocupaciones mundanas y desactivar el poder de dichas emociones y tendencias para que la filosofía primero y la contemplación posterior puedan llevarse a buen puerto. De esta manera, los filósofos budistas hablan de tres estadios de implementación ética:

1) Un primer estadio que podemos denominar «ética de la restricción» que consiste en poner freno a las reacciones y tendencias habituales informadas por la ignorancia y las emociones negativas.
2) Un segundo estadio que podemos asociar a una «ética de la virtud» que consiste en cultivar lo que los filósofos budistas llaman las «paramitas» o perfecciones, entre ellas la sabiduría contemplativa que combina filosofía y meditación, al servicio de la liberación personal.
3) Y un tercer estadio, que podemos denominar «ética de la responsabilidad» o estado de «perfección ética» en el que se destaca la motivación de recorrer el camino de transformación con el fin de conducir a todos los seres a la iluminación, entendiendo que todos los seres son iguales en lo que respecta al anhelo de lograr la felicidad y evitar el sufrimiento, y que nuestra propia felicidad, comparada a los innumerables otros que nos rodean en el presente y nos heredarán en el futuro, resulta insignificante.

La meditación budista es siempre una ética

En las entradas anteriores enumeramos un conjunto de supuestos sobre la meditación que, de acuerdo con nuestra comprensión, distorsionan la naturaleza de la práctica. Recordemos cuáles son los supuestos que hemos cuestionado:


1) Cambiar el mundo es cambiar nuestra mente.
2) La verdad está en nuestro interior.
3) El propósito de la meditación es el logro de la felicidad.
4) La meditación tiene por objetivo que reposemos en el aquí y ahora.
5) La meditación es una técnica o tecnología
6) La meditación puede y debe ser validada por la ciencia (especialmente las neurociencias, las ciencias cognitivas y las ciencias del comportamiento).
7) A estos supuestos sumamos: «La ética es un preliminar de la práctica meditativa».

Es habitual considerar que la meditación exige ciertas prácticas preliminares, entre las cuales, la más prominente, sería una conducta ética virtuosa, o al menos no dañina. Las propias enseñanzas tradicionales parecen plantearlo de este modo. Se dice, por ejemplo, que el camino budista está compuesto por tres prácticas: shila, samadhi y prajna (ética, concentración y sabiduría). De esto suele inferirse que, cuando hablamos de ética y de meditación estamos hablando de dos categorías diferentes.

Esta distinción clásica tiene sentido. Sin embargo, en nuestro contexto cultural esto puede llevar a un profundo malentendido. Un ejemplo en el ámbito empresarial, en el que se habla de responsabilidad social corporativa, puede ayudar a clarificar lo que pretendo. Con ello se hace referencia a un conjunto de criterios que afectan a todos los actores en el mercado, que sujeta a los agentes a un código de conducta. En este caso, entre la práctica económica y la ética existe una suerte de abismo. La economía tiene su propia lógica que solo circunstancialmente y de manera débil es afectada por los criterios éticos de acción.

En el caso de la meditación un modelo semejante está completamente desencaminado. Para muchos practicantes, la ética solo tiene un rol subsidiario. De acuerdo con esta perspectiva, si queremos tener realizaciones meditativas o espirituales, tenemos que pasar primero la prueba de nuestra moralidad. Comportarnos correctamente nos garantizaría que esas experiencias meditativas se produzcan. Eso significa tratar a la ética de manera puramente instrumental. Si traducimos el argumento, lo que estamos diciendo es que adoptamos un comportamiento ético porque deseamos tener ciertas realizaciones, como la liberación o la iluminación.
Un viejo lama comentó en cierta ocasión que el sistema budista es un sistema de comportamiento, que enseña a los individuos a actuar de manera adecuada. La definición me pareció destacada, especialmente cuando caí en la cuenta de que todas sus enseñanzas, desde el comienzo hasta el final, se desplegaban como un largo argumento en esa dirección. Todas las enseñanzas, incluidas las más intrincadas elaboraciones teóricas sobre la vacuidad, estaban dirigidas a cambiar nuestra manera de estar, ser y actuar en el mundo. Es decir, todas las enseñanzas eran, fundamentalmente, éticas.

De lo contrario, la meditación se convierte en un tipo de actividad neutral que solo resulta éticamente significativa cuando regresamos a nuestra vida cotidiana. Esto ha dado lugar a una perspectiva nihilista que, de un modo u otro, informa al budismo modernista y a las ciencias cognitivas dedicadas al estudio neurológico o psicológico de la meditación. En este caso, existiría una dimensión de nuestra experiencia que estaría «más allá del bien y del mal», como decía el título de la obra de Nietzsche, que solo de manera complaciente nosotros corregimos en nuestro comportamiento con los otros en el mundo.

A nuestro entender, esta interpretación es insostenible. No hay nada en la vida de los seres humanos que sea ajeno a la ética, entendida esta en sentido amplio. Incluso cuando estamos inmersos en las más profundas experiencias meditativas de absorción, estas experiencias se entienden como virtuosas, en contraposición a las experiencias de alienación y distracción que caracterizan nuestras consciencias usuales. Sino fuera así, ¿por qué esforzarse en lograr semejantes estados de consciencia?

Uno de los mitos de la meditación modernista y el mindfulness es que podemos entrar en un espacio neutro en el cual podemos lavar nuestras «culpas», nuestras responsabilidades, reconociendo el carácter ambiguo, relativista de nuestras acciones. Pero la meditación budista no va de eso. Si de algo debería servirnos, por el contrario, es para reconocer nuestros errores, ser capaces de enmendarlos, y prometernos transformar nuestras vidas para ser mejores.