Mauricio Macri encarna un nuevo tipo de política: una política que tiene como eje de implementación la mentira concertada. Con esto no me refiero a mentiras ocasionales. Cuantitativamente el gobierno de Macri es más mentiroso que cualquiera de los gobiernos que le precedieron. Tal vez el de Menem se le acerca un poco, quizá porque su programa económico – semejante al programa actual – necesitaba igualmente de las mentiras oficiales para poder implementarse. Pero sería un error creer que Macri y su equipo ha llevado la mentira y el cinismo al lugar destacado que ocupa simplemente por falta de integridad moral. Eso también, pero no es lo importante. Más allá del vicio, lo que importa es que se trata de una estrategia concertada: la construcción cultural del macrismo está basada en el falseamiento radical de la realidad.
No se trata simplemente del coaching, de la asesoría de imagen, de la habilidad publicitaria de sus asesores, del ingenio de sus comunicadores abiertamente militantes y en manada. Toda la batería de medidas antipopulares que promueve el gobierno se impone sobre la base de dos registros paralelos que acompañan las decisiones estructurales: (i) la represión impiadosa de los descontentos, y (ii) la manipulación radical de la verdad hasta el punto de convertirla en un espantapájaros. Dispararle a las mentiras no cambia nada. Después de todo, las mentiras están hechas de paja y trapos sucios, y están allí solo para distraer, confundir y ofuscar.
Dos elementos destacan en esta construcción falseada de la realidad: (i) la emergencia de una suerte de «enemigo interior», al que algunos periodistas y opinólogos han llegado a llamar «subversivos», en una muestra clara de lo que se pretende con esta construcción del campo de batalla y (ii) la consolidación de una masa fiel y visceralmente comprometida, alimentada por el odio y el deseo de revanchismo social.
Sin embargo, Macri no es una anomalía en los tiempos que corren. Una mirada atenta a la política internacional demuestra que las mentiras explícitas y sistemáticas se han convertido en un arma crucial en la estrategia de desconcierto que se impone a las poblaciones para facilitar los programas de ajuste y privatización que siguen su marcha triunfal, a caballos de las crisis que le sirven como alimento al neoliberalismo.
Por lo tanto, no son las redes rusas, ni los hackers antisistema, como nos dice el presidente Macron, los que inundan las redes con sus fake news. Son los gobiernos, las agencias de noticias y las corporaciones mediáticas que forman parte de los grupos económicos, los que envenenan el debate público y socavan la democracia.
Donald Trump es, obviamente, el ejemplo más exacerbado. Pero no es el único. Trump ha puesto en aprietos a los poderosos medios opositores en los Estados Unidos (medios que han demostrado no estar a la altura del desafío de su embestida comunicacional) desnudando la debilidad de la esfera pública cuando se socava la credibilidad de la información disponible. La avalancha de engaños y la apretada agenda en las redes sociales que maneja el magnate devenido presidente y sus seguidores, hace imposible seguirles la pista, y el cúmulo de escándalos que provoca no hace más que facilitar que la información más delicada y pertinente para la población pase desapercibida.
Con otro talante (quizá), o al menos con otro estilo, pero fruto de la misma educación en la escuela de empresarios tramposos y corruptos, Macri y sus secuaces (empresarios devenidos políticos y periodistas convertidos en lobbistas), mantienen a la población día y noche atontada con escándalos de toda índole. Escándalos que llenan los prime time, y ocultan lo que verdaderamente importa.
De este modo, como en los Estados Unidos, pero de una manera infinitamente más corrosiva debido a la debilidad de los medios locales opositores, los periodistas y las empresas de noticias no saben cómo enfrentar de manera efectiva el diluvio de mentiras y provocaciones que produce el gobierno. La prueba de ello es que, pese al vertiginoso programa antipopular implementado en solo dos años, hay una parte importante de la población, que sufre como el resto sus políticas de empobrecimiento y restricción de derechos, que sigue cautiva del relato M sobre la herencia recibida y espera que el reendeudamiento y los recortes acaben floreciendo en su jardín privado.
Las tretas que se utilizan son archiconocidas. Se trata de vapulear a los contrincantes políticos, estigmatizar a los opositores, desautorizar a los periodistas que no piensan como ellos (en el mejor de los casos), silenciarlos si no se pliegan a la voluntad del presidente, o incluso desmantelar los negocios o estructuras de información que no son afines al programa, con el fin de imponer una mirada homogénea sobre la realidad argentina que obliga a todos los actores políticos relevantes a rendirse ante la voluntad presidencial, o pagar las consecuencias con la ejecución pública (mediática y jurídica) que pende sobre todos los argentinos “independientes” desde la asunción de Macri al gobierno.
Actores, periodistas, artistas, músicos, intelectuales, académicos, sindicalistas, legisladores, jueces, fiscales, todo aquel que no acepte las nuevas reglas del juego puede ser perseguido y escrachado. Primero, por el ejército de trolls que maneja desde la Casa Rosada Marcos Peña; luego, por los medios afines al gobierno que se encargan de linchar con la ridiculización y la estigmatización a todo aquel que ose levantar la voz contra el gobierno; y, finalmente, a través de la persecución judicial.
Una persecución evidente, si pensamos en la doble vara que hoy impera en la justicia argentina. Mientras los crímenes de lesa humanidad son tratados con generosidad por los jueces después de la ofensiva decisión del 2×1, la provocación concertada contra las organizaciones de los derechos humanos y la reivindicación de facto del régimen genocida por los referentes «intelectuales» del macrismo (más del 50 por ciento de los condenados están hoy cumpliendo su condena en prisión domiciliaria, entre ellos personajes tan siniestros como Etchecolaz o Bianco), la prisión preventiva se ha convertido en una práctica extendida después del fallo del Juez Irurzun a la hora de encarcelar a los funcionarios y políticos opositores, quienes han sido paseados bajo la mirada humillante de las cámaras, en una reinstauración ejemplificadora del teatro del horror (El ejecutivo llegó al extremo de denunciar penalmente a una docena de legisladores de Unidad Ciudadana y la izquierda – algunos de ellos reprimidos violentamente por la Gendarmería, por el delito de obstrucción a las fuerzas de seguridad) en un claro gesto de provocación contra la división de poderes. Estrategias similares se han utilizado contra los jueces y fiscales que no se pliegan a los intereses arbitrarios del ejecutivo.
Mientras se cierran o cajonean de manera escandalosa las causas contra el presidente y otros funcionarios de su gobierno, y la oficina anticorrupción se encarga de asesorar a los responsables cómo eludir estratégicamente las incompatibilidades evidentes y los conflictos de intereses que muchos de estos tienen en sus funciones, las fuerzas del Estado tienen vía libre, no solo para reprimir la protesta, no solo para pegar, gasear, detener, o disparar contra la población indefensa, sino para torturar e incluso matar a quienes están en la mira de los intereses del gobierno o sus socios económicos (el caso mapuche o la persecución contra la Tupac Amaru son notorios), con la impunidad garantizada que le provee el Ministerio de Seguridad que conduce Patricia Bullrich, y la complicidad de todo el arco de funcionarios y periodistas oficialistas.
Poco a poco, la sociedad se acostumbra a este estado de cosas, las naturaliza. Lo que hace poco más de dos años hubiera sido juzgado como un atropello intolerable, hoy es justificado de manera abierta y bochornosa por una parte de la ciudadanía. No hace falta decir lo que eso significa. El gobierno de Macri está consiguiendo algo más que la implantación de un nuevo paradigma económico y social en la Argentina. No se trata solo de un trastorno estructural, sino un cambio cultural que convierte a la ciudadanía, otra vez, en cómplice vergonzosa de un gobierno con vocación autoritaria y represiva. ¿Hasta dónde llegarán? No lo sabemos. Pero en vista a lo que está en juego, los nubarrones que se asoman son oscuros… ¿Cómo responder? ¿Qué estrategia resultará efectiva? ¿Qué tácticas implementar? Si el lenguaje por momento parece belicoso por parte de la oposición, la responsabilidad es del gobierno, que ha decidido hacer política bordeando peligrosamente la frontera de la antipolítica que supone la violencia.