La normalidad es la muerte

Sobre la buena suerte

Hace unos días nos desayunamos con una cifra: 1.000.000. El número corresponde a la estadística oficial de víctimas que produjo el Covid-19. Cifra que lejos está de ser definitiva. Los expertos esperan que el número se duplique si continúa avanzando la segunda ola, y Europa parece que estará en el centro de esta catástrofe a medida que avance el otoño y el invierno.

En Madrid, la asociación de víctimas del Covid-19 tuvo la «feliz» idea de plantar 53.000 banderas en un parque con el fin de que visualicemos la magnitud de la tragedia en el Estado español. La cifra tiene en cuenta los cerca de 30.000 fallecimientos oficialmente reconocidos, y la proyección que sugiere la diferencia de fallecimientos entre un año sin pandemia (2019), y otro en pandemia (2020). Los números seguirán subiendo.

Mientras las muertes se multiplican, ¿cuántas personas han sufrido el trance de velar por sus seres queridos ingresados en terapias intensivas o han visto como colapsaban sin poder atenderlos debido a las deficiencias de los sistemas de salud, la falta de previsión política y la negligencia concertada de todo el aparato burocrático y ejecutivo, enfocado exclusivamente, durante décadas, a bajarle el costo a la vida para ser competitivo en la economía?:

1) ¿cuántas personas padecieron la enfermedad de manera severa en los últimos seis meses? ¿Cuántas han debido someterse a terapias intensivas durante semanas para poder sobrevivir? ¿Tal vez 20.000.000?

2) Si multiplicamos dicha cifra por 4, para sopesar figurativamente el impacto psicológico y emocional de las personas próximas a los afectados graves, estamos hablando de, al menos 80 o 100.000.000 de personas (padres, madres, hijos, hijas) que han sufrido el impacto psicológico y emocional de esas pérdidas o el trance de velar durante semanas o meses por la supervivencia de sus seres queridos.

El antropólogo Ernest Becker nos recuerda en La negación de la muerte que, entre las muchas aportaciones de Freud, destaca el concepto de «narcisismo», la idea de que «cada uno de nosotros repite la tragedia del mítico dios griego Narciso; estamos irremediablemente absortos en nosotros mismos. Si nos preocupamos alguna vez de alguien, normalmente es, ante todo, de nosotros mismos». Y Becker continúa diciendo que, en algún lugar, Aristóteles había definido la suerte de manera ilustrativa, como aquella instancia en la cual «la flecha alcanza a la persona que está a tu lado».

Poscapitalismos

Hace un par de semanas, en el contexto de la «Internacional progresista», Janis Varoufakis nos advirtió que estamos ya en una suerte de «poscapitalismo». Pero no se trata del nuevo régimen de relaciones sociales que anhelábamos y que, al comienzo de la pandemia, sentíamos que era posible lograr pese a los peligros que enfrentábamos.

El poscapitalismo al que se refería Varoufakis está basado en el desacoplamiento de la economía productiva, la «economía real», y la economía financiera. Este desacoplamiento en la esfera económica, ha permitido un desacoplamiento en la esfera social nunca vista antes en la historia del mundo entre los ricos y los pobres, entre quienes se ha instituido un abismo infranqueable, severamente custodiado por las hordas neofascistas que imponen globalmente una política basada en el control y la represión social como jamás habíamos experimentado.

Frente a este poscapitalismo neofascista, Varoufakis propuso su alternativa progresista, basada, en primer lugar, en el desmantelamiento del «mercado de trabajo», donde se encuentra, como señaló Marx hace siglo y medio, el talón de Aquiles del capitalismo.

La internacional progresista

Frente a la «Internacional neofascista» que promueve la derecha neoconservadora, y que los «neoliberales progresistas» alientan con su chantaje basado en su ataque concertado a los «populismos de izquierda» y los espectros de Marx, Naomi Klein intentó explicitar la alternativa progresista del internacionalismo.

Frente al chauvinismo creciente, y los peligros que entraña en cualquiera de sus formas (incluso en las aparentemente insípidas reivindicaciones culturalistas), el internacionalismo no parecería exigir una defensa especialmente elaborada. Sin embargo, cuando prestamos atención al «cosmopolitismo», esa doctrina moral que acompañó a la globalización neoliberal que nos ha lanzado de cabeza a la actual crisis de la humanidad que experimentamos, necesitamos, al menos, una aclaración.

Aquí la internacional progresista, nos dice Klein, no se refiere a un entramado institucional abocado a imponer una visión de progreso fundado en una pasión civilizadora análoga a la que cultivaron los imperialismos como arma cultural y política contra los de abajo para cautivar sus voluntades. Ese progresismo, hoy encarnado por las palomas del imperio, es el que con bombo y platillo nos enfrenta a la dicotomía de la economía o la vida, y nos empuja a regresar a la normalidad.

Sin embargo, Naomi Klein nos pide que reflexionemos qué supone volver a la normalidad. El virus parece tener algo que enseñarnos, porque cada vez que desaceleramos, cada vez que restringimos nuestros hábitos de consumo y nuestro afán competitivo, el virus parece retroceder. En cambio, cuando intentamos volver a la normalidad, la reacción virulenta se vuelve mortal. En ese sentido, nos dice Klein, «volver a la normalidad es la muerte».
«Socialismo o muerte»

Chomsky, por su parte, enumeró los peligros que enfrentamos, que hoy nos amenazan con la extinción de la especie. En ese sentido, Chomsky promueve como única alternativa, un internacionalismo para frenar la creciente posibilidad de un holocausto nuclear y una extinción debido a la profundización de la crisis medioambiental.

Después de ofrecer una genealogía del neoliberalismo en la que es posible discernir, en las intervenciones de sus pioneros, von Mises y von Hayek, su estrecha vinculación con los fascismos del siglo XX, pese a la histriónica defensa de una libertad vicaria en el esfera del mercado, en cuyo altar deben sacrificarse incluso las libertades civiles y políticas si fuera necesario, Chomsky vuelve a llamar la atención de la significación de los ataques al populismo de izquierdas y al socialismo por parte de los progresistas neoliberales, como un signo de su conformidad con la deriva autoritaria que enfrentamos.

Los antidemócratas

Desde los tiempos de la antigua Grecia, los enemigos de la democracia han urdido sus ataques contra las clases populares con el fin de poner coto a los anhelos de autogobierno de las grandes mayorías. El Estado, con excepción de algunos períodos en la historia, ha sido siempre el instrumento al servicio de los anti-demócratas para poner coto a dichas aspiraciones de auto-gobierno. El poder judicial y, al menos, alguna de las cámaras legislativas, han cumplido siempre con un papel conservador, con el fin de garantizar a las clases explotadoras la ventaja institucional que necesitan para proteger sus derechos de propiedad o sus privilegios fiscales.

Aquí es donde el término república y el término democracia parten aguas. Una república aristocrática u oligárquica tiene una configuración muy diferente a la república democrática a la que aspiran las fuerzas progresistas. No se trata, simplemente de cumplir con los mandatos de la ley y el orden que imponen las instituciones, sino que esas instituciones sean justas, hayan sido democráticamente fundadas y gestionadas, y estén siempre abiertas a revisión y transformación.

En este sentido, el republicanismo procedimental no garantiza en modo alguno la expresión y administración democrática de las sociedades. Necesitamos una república genuinamente democrática, al que los republicanos anti-demócratas se resisten de manera belicosa, como demuestra, según la diplomática Alicia Castro, la utilización extensiva del Lawfare y la lucha contra la democracia en América Latina.

Lecciones del Covid-19

La pandemia ha dejado al desnudo el fracaso del sistema. En algunos lugares, como en los Estados Unidos y Europa, el Covid-19 ha hecho patente la distancia entre las «ilusorias» auto-interpretaciones del primer mundo, y la triste realidad cotidiana de pobreza, desigualdad y desprecio por la vida que anima sus políticas públicas.

Mientras tanto, en los países periféricos, como en América Latina, ha vuelto a visibilizarse la contradicción central de sus regímenes de relaciones sociales: la lucha de clase.

Después de décadas centrados exclusivamente en reivindicaciones identitarias, la exigencia impostergable de una nueva fiscalidad para «reparar» los daños causados por la pandemia y la crisis de deuda, demuestra que la división social más importante es el abismo entre los ricos y los pobres.

Las clases privilegiadas son inescrupulosas. Cualquier estrategia les vale para evitar que salgan de sus bolsillos los impuestos que los gobiernos oligárquicos y la justicia de clase les ha ahorrado durante décadas. La república puede ser un instrumento contra la democracia.

Es posible, como explicaba Aristóteles, que hoy «estemos de suerte», y la flecha que estaba a punto de alcanzarnos haya acabado en el pecho de nuestro vecino. Pero el narcisismo rampante que socava nuestras frágiles democracias no es un antídoto contra los peligros que nos acechan, sino una pócima venenosa, que nos hace más débiles, más vulnerables frente al peligro.

Como señala Naomi Klein, hoy nuestra enemiga es la normalidad que encarnan la explotación, la violencia, la pobreza lacerante, la desigualdad y la destrucción medioambiental.

La normalidad es, también, y sobre todo, el entramado institucional que es condición de posibilidad de esta realidad distópica que hoy habitamos (el sistema educativo, sanitario, laboral-empresarial, científico y tecnológico que hemos inventado para servir al capital).

Tal vez el sufrimiento y la muerte causado por el Covid-19, u otros de los muchos males que nos aquejan colectivamente, no hayan tocado a nuestra puerta. Puede que hoy estemos celebrando «estar de suerte». Sin embargo, tarde o temprano, en un planeta enfermo como el que habitamos, el mal se plantará frente a nosotros. Entonces, no servirán las excusas.