A muchos argentinos les cuesta hoy reconocerse en la historia del presente. Son como esas señoras y señores que, llegados a cierta edad, se siguen viendo como lo que eran, sin caer en la cuenta que ya no son lo que supieron ser. Sin embargo, un espejo casual, un día cualquiera, descubre el engaño sistemático del botox y el abuso cosmético, dejando al juvenil paralizado ante la evidencia de su decadencia.
Algo de eso está pasando en la cultura argentina. En este caso, quien nos mira del otro lado del espejo es el Papa Francisco, que en las últimas horas, sin pelos en la lengua, nos acusó de «xenófobos» y «racistas». Las palabras del Papa sorprenden, pero la realidad a la que se refiere es de una evidencia palpable.
Si bien es cierto que una inmensa mayoría de los argentinos siguen comprometidos con los principios de la libertad, la igualdad y la fraternidad, un sector no desdeñable de la ciudadanía se anima, vociferante, como ocurre en otros lugares del mundo en este tiempo aciago que vivimos, a enervar la discusión pública haciendo culpable a los pobres y a los extranjeros de piel oscura de la miseria planificada por los ricos en su habitual tarea de «endeudar y fugar».
Lo escandaloso para el «tilingo» son los inmigrantes que se curan en «nuestros» hospitales, y los pobres que viven de «nuestros impuestos». No importan las cifras que demuestran, entre otras variables, que una de cada dos niñas y niños argentinas está muy por debajo de la línea de la pobreza; que muchas familias apenas tienen para una comida diaria; que se hayan multiplicado los merenderos para atender el hambre generalizado; que haya vuelto el trueque en los barrios; que la caída del consumo de leche, por ejemplo, se haya duplicado en solo un año (2019), y que el registro sea un 21% menor que en 2016. Las causas profundas de la catástrofe social y el desbarajuste económico no suponen un escándalo para estos argentinos bienpensantes. Para los «Caseros» y «Brandonis» que abundan entre las clases medias lo indignante no es el programa de acumulación de riquezas por desposesión y explotación implementado por el gobierno de Macri, sino los bolivianos, peruanos o paraguayos que se atienden en la sanidad pública o estudian en «nuestras» universidades.
En cada fin de ciclo neoliberal, muchos argentinos recuperan su pasión xenofóbica. Contra el negro, el pobre, el extranjero o la feminazi el indignado vocifera y saca pecho. Él o ella son ejemplos a seguir: trabajadores honestos al que el Estado les roba para darle de comer a las mugrientas y perezosas clases bajas. Después de despachar su dosis de odio, el xenófobo espera, cautivado por su propia voz, el aplauso de los que «verdaderamente cuentan». Pero, ¿quiénes son los que cuentan? Ni más ni menos que aquellos que los explotan, que los empujan a los confines de la pobreza, que los enardecen contra el pobre haciéndoles creer, al mismo tiempo, que si no se espabilan, acabarán pasando al bando de los indeseables.
Cada vez que las élites perpetran sus tropelías y pauperizan al pueblo, el discurso del odio, gorila y xenófobo, se exacerba para beneficio de los mismos privilegiados que han producido la debacle, quienes, a su vez, contemplan encantados como las clases medias engañadas, víctimas de su persistente anhelo de pertenencia, su «pasión trepa», depositan su ira contra los de abajo, garantizándose de este modo la impunidad que necesitan para perpetuar su reinado.
La xenofobia argentina adopta muchas formas. Hay una xenofobia contra los de afuera (contra el bolita, el peruca y el paragua), pero también hay xenofobias hacia los de adentro (transformados en extranjeros en su propia tierra, debido a su pobreza). Y a esto hay que sumar la mera estigmatización del pobre por ser pobre. De este modo, el pobre, el indígena, el migrante son condenados al submundo de la inhumanidad.
La discriminación y el desprecio hacia los más vulnerables se justifican con silogismos mentirosos, supuestamente pragmáticos, pretendidamente realistas. Se dice, por ejemplo, que los derechos humanos tienen un carácter condicional, es decir, se pretende que hay momentos excepcionales en los que se justifica la suspensión de dichos derechos. La crisis actual, dicen algunos, justifica que se recorten o suspendan enteramente los derechos constitucionales a extranjeros o pobres extranjerizados.
Se habla livianamente, explícitamente o con eufemismos, de exterminar a la población sobrante, de extender la persecución policial sobre los desfavorecidos identificados como «criminales naturales». Se exige una militarización de las calles y un control de sus transeúntes a partir del criterio arbitrario de «la portación de cara» – expresión que pone de manifiesto el carácter racista de la política de seguridad. Se habla del vulnerable como de un patógeno que debe extirparse. Se insiste que el pobre (incluso el niño pobre) es responsable de sus padecimientos. Como contrapartida, se le enseña al privilegiado que su condición es el resultado de una «justicia invisible», un «karma», que, contrariamente a lo que le ocurre a la víctima, cuya incapacidad y pereza existencial lo arroja a la miseria, lo convierte en autor exclusivo de su propia «felicidad».
La «orientalización» de la sociedad argentina es un signo de la meritocracia y la indiferencia en ascenso que ha conquistado sus imaginarios. La indiferencia se extiende como el agua sobre el cerebro plano que promueve la cultura del mindfulness, y la la desigualdad es registrada de manera imperturbable en el espacio que habilita la posmodernidad contemplativa.
En el marco de estos registros, quien se resiste y protesta es juzgado como perverso y oportunista, y sobre todo de mal gusto. Los movimientos políticos que asumen las banderas de los sectores populares, como hipócritas y corruptos. Los movimientos sociales que asumen la responsabilidad de la crisis, pero no se conforman con cultivar un espíritu caritativo, de irresponsables y extremistas. En cambio, quien castiga arbitrariamente, maltrata con crueldad y mata sin escrúpulos es convertido en héroe de la patria imaginada para pocos. Como señalaba en agosto de 2018 la CORREPI (Coordinadora contra la represión policial e institucional) en Argentina, cada 21 horas una persona es asesinada por las fuerzas de seguridad. Eso supone, de acuerdo con la coordinadora, que las ejecuciones se han convertido en una política de Estado.
El Papa no ha dudado en apuntar al corazón de esta enfermedad patológica que algunos argentinos sufren de manera crónica, al tiempo que se persignan y hacen ofrendas de luz a la virgencita de turno para que los proteja. Uno puede fingirse honesto y realista cuando abusa verbal y físicamente de una víctima social, cuando se enzarza en una disputa para probar la hipotética indecencia que supone garantizar un derecho, pero al hacerlo demuestra finalmente que nos otra cosa sino un xenófobo, un racista, un abusador, nada más y nada menos. El periodismo que azuza y lucra con las expresiones de quienes piden la crucifixión del pobre, del inmigrante, es practicado por los Poncios Pilatos que ilustran historias milenarias. Por eso el Papa no ha dudado en señalar en el Sínodo que se realiza en tierra latinoamericana, de manera clara y fuerte para que se escuche en Argentina, que en nuestra patria crece otra vez la maldad en su forma más perversa, la del odio hacia los más débiles.