La pasión constituyente y la promesa democrática

Declaración unilateral

Catalunya está hoy cerrada a cal y canto. El paro general, convocado por las organizaciones de la sociedad civil, y facilitado por la Generalitat y otros estamentos del Estado, como repudio a la brutal actuación policial ordenada por el ejecutivo español con el fin de frustrar el referéndum hace unos días, es un éxito masivo, y la asistencia a las numerosas manifestaciones populares, imponente.

Una gran parte del pueblo catalán se dirige decidido hacia la llamada “Declaración unilateral de independencia” que prevén las leyes de transitoriedad promulgadas por el Parlament de Catalunya (y suspendidas por el Tribunal Constitucional de España). Los medios de comunicación anuncian que las autoridades catalanas le pondrán rubrica al proceso este fin de semana.

Algunos expertos sostienen que la ilegalidad manifiesta impide todo el proceso en marcha, y que el Estado español, en todo caso, tiene recursos que harán imposible su realización efectiva. Estas opiniones son expresiones voluntaristas que no se justifican a la luz de la historia. Ni la legalidad vigente, ni la fuerza tienen necesariamente todas las de ganar. Aunque bien es cierto que el marco jurídico no valida lo actuado por la Generalitat y el Parlament, y los recursos del Estado no son insignificantes.

Sin embargo, el atlas histórico mundial nos lo recuerda en su variopinta cartografía política a lo largo de los siglos. La solidez y permanencia de todos los fenómenos humanos es una distorsión perceptiva. La ley y la fuerza bruta no son el sine qua non en el marco de arbitrariedad que caracteriza la historia de los hombres.

Mi impresión es que, pese a las dificultades, los obstáculos aparentemente insuperables, un orden mundial que amenaza a los grupos subalternos con el castigo de la violencia ante cualquier gesto de independencia, y un futuro que parece haber escapado a la mirada fecunda de la esperanza, (i) la inoperancia del actual gobierno español, que ha socavado su propia legitimidad a través de su doble estrategia de negacionismo y represión brutal; (ii) la efectividad de los políticos independentistas, la afilada puntería de su estrategia; y (iii) su voluntad política de conducir con sangre fría la eufórica e indignada movilización social, no es alocado pensar que todo esto acabará en algún futuro no lejano en «jaque mate.»

Solo un milagro

Solo un milagro puede revertir la situación: la decisión heroica y visionaria de unPSOE improbable de asumir la responsabilidad histórica, junto con Unidos Podemos y otras fuerzas de la oposición, de dar por clausurado el consenso del 78 con el fin de abrir un período de rearticulación de la unidad circunstancial de España. Solo esto puede conducir a una tregua que permita imaginar un nuevo encaje normativo entre las diversas naciones y regiones.

Un encaje que no puede ser ni autonómico, ni federal, sino un experimento plurinacional sui-generis para el siglo XXI, que interpele y seduzca a las mayorías catalanas que han asumido de manera indeclinable su destino. Un proyecto que inspire a la propia Unión europea, ofreciéndole un ejemplo paradigmático que la anime a revisar la defectuosa e inestable relación de su estructura burocrática con sus bases populares. Es decir, solo un milagro.

Con esto no pretendo que la declaración sea el final de la partida. Lo dijo el President Carles Puigdemont en la rueda de prensa que ofreció al día siguiente del convocado referéndum: “No se trata de apretar un botón que automáticamente nos dé la independencia.” Sin embargo, es evidente que la declaración unilateral convertirá en irreversible el proceso, en el sentido de que no habrá ya tentación posible por parte de los actores en pugna de regresar artificialmente al pasado o a aquello que el pasado nos exige.

El proceso constituyente

Dicho esto, cabe comenzar a pensar en el hipotético proceso constituyente que nos propone el movimiento independentista a los actuales ciudadanos españoles residentes en territorio catalán, y otros residentes no españoles de Catalunya que, con igual pretensión de derecho (en principio) están llamados a convertirse en los soberanos del prentendido nuevo país.

La dignidad moral de una ciudadanía no se mide por su independencia relativa respecto a su Otro, la historia común que teje su destino, los vehículos lingüísticos que la definen circunstancialmente o los rasgos étnico-culturales que establecen su folclore. Las sociedades modernas son espacios normativos complejos donde, en el marco de hegemonías étnicas, lingüísticas o culturales, pugnamos por el reconocimiento de derechos a través de procesos democráticos que siempre están poniendo en cuestión los límites de la ciudadanía.

La historia, la lengua, la cultura, la étnia, todos estos aspectos pueden dar lugar a construcciones socio-políticas perversas que acaban humillando o despreciando, o simplemente negando sus minorías, o promoviendo burdos o sutiles status quo que establecen ciudadanías de primera y segunda, o explícitos procesos de exclusión.

La revuelta catalana dice haber sido parida por abusos y negaciones de derechos de este tipo, ilegítimas violaciones al derecho de libertad e igualdad que sostienen los imaginarios de nuestra época. No alcanzó el consenso liberal forzado en 1978 para sanar las heridas y consecuencias de las injusticias históricas cometidas por el opresor, ni las discriminaciones sufridas en el presente debido a los privilegios heredados de algunos, escondidos bajo la pretendida justicia del orden normativo que nos impera a todos.

La democracia y los límites de la ciudadanía

La democracia española, como la del resto de los países de Europa, es una caricatura grotesca de los ideales de inclusión que pretende encarnar. Sin embargo, atrapada en sus fosilizadas formas burocráticas de gestión de la voluntad popular, manufacturada en las usinas del neoliberalismo de la información, Catalunya no estará libre tampoco de las exclusiones sistémicas de nuestra época.

El catalanismo contiene en su seno las contradicciones de cualquier sociedad plural contemporánea, y en el propio independentismo se fusionan circunstancialmente ideales, ideologías y aspiraciones contradictorias, o incluso opuestas, que deberán dirimir sus diferencias en la hipotética patria por venir.

Las pugnas identitarias no solo se definen estableciendo el no-ser de una identidad, sino afirmando un horizonte de sentido que aún está borroso para muchos de nosotros que interrogamos desde hace años su proceso.

Constituir, por lo tanto, implica (i) negar lo que no queremos o no nos permitimos ser, abriendo una herida sobre la geografía compleja de las poblaciones, sus historias y sus herencias, para (ii) contar el relato de aquello en lo que decimos habernos convertido y aquello que aspiramos alcanzar.

La Catalunya prometida

Si el error mayúsculo del Estado español consistió, justamente, en aferrarse al dibujo imperfecto de su propia constitución de 1978, indiferente al dinamismo de una sociedad ya inaprehensible en términos de su molde constitucional, produciendo todo tipo de exclusiones y, por ello, malestares inaguantables para individuos y comunidades, un error semejante se asoma en la periferia del ideario independentista.

Si el catalanismo se aferra al relato de sus penas e injusticias sufridas con el fin de marcar la cancha de su identidad, expulsando de su relato los maridajes de migraciones variadas, hoy parte constitutiva de su geología social, y la pluralidad innegable de su constitución cultural actual, batiburrillo de lenguas, étnias, historias y anhelos traicionados, con el fin de asegurar sus propios privilegios, la «Catalunya prometida» no pasará de ser una promesa rota, con sus propios excluidos, que la democracia se encargará de impugnar.