Evidentemente, seguiremos pensando acerca del legado de la Revolución cubana. Ahora estamos de luto. Ha muerto el comandante Fidel Castro, y las reflexiones tienen necesariamente un tono conmemorativo.
Sin embargo, no puedo dejar de aprovechar este momento en el cual mucha gente, a lo largo y ancho del planeta, habla de Fidel, vuelve a pensar en la Revolución cubana, y tiene ocasión de escuchar otra vez acerca de la hazaña incontestable que supuso aquella empresa aparentemente inconcebible que consistió en liberar a Cuba de la opresión de un régimen corrupto al servicio del imperialismo.
Y aún más inconcebible fue el haber logrado que ese gesto mesiánico se convirtiera en un proyecto político, social y económico que aguantara el embate brutal de la nación más poderosa del planeta, dotada de las fuerzas militares más destructivas y el aparato de inteligencia más sofisticado, además de un entramado institucional y corporativo que, en el resto del continente latinoamericano, hizo fracasar a gobiernos dotados de condiciones coyunturales mucho más sólidas que las de Cuba – una pequeña isla del Caribe, localizada en las costas de su más temido y mortal de los enemigo.
Creo que lo que nos toca, especialmente a los investigadores, intelectuales, escritores, periodistas, pero en realidad a todos aquellos de nosotros que tenemos un auténtico interés en la política global, es apropiarnos de la Revolución cubana y su desarrollo, como hemos hecho con la Revolución estadounidense y la Revolución francesa.
Las revoluciones de independencia en América Latina fueron iteraciones de las dos grandes revoluciones fundadoras de las democracias liberales modernas (la estadounidense y la francesa). Incluso la Revolución haitiana (ocultada por los grandes imperios mundiales durante dos siglos para esconder las limitaciones de sus propios procesos emancipadores) responden a un mismo marco de referencia. Pero, la Revolución cubana es auténticamente una novedad para América Latina y para el mundo. No sólo por la ruptura inicial (análoga a otros movimientos descoloniales de aquella época), sino por su evolución.
Obviamente, la Revolución cubana no fue un éxito absoluto. Los medios liberales se han ocupado de manera machacona de recordárnoslo en estas horas. Un periodista del diario La Nación, por ejemplo, la definió como una utopía incumplida (sin darse cuenta de que el título de su artículo no tenía sentido, teniendo en cuenta que toda «utopía» – «u-topos» [no-lugar], es un imaginario al cual nos dirigimos, cuyo carácter normativo guía nuestra acción); otros definieron a Fidel como un «hacedor de sueños» que acabaron en pesadillas, intentando equiparar a la Revolución cubana con otras experiencias revolucionarias que acabaron en catástrofe.
Sin embargo, la idea misma de intentar juzgar a la Revolución cubana, y con ella a Fidel, adoptando una perspectiva de este tipo va desencaminada. Especialmente, cuando se la pretende sopesar en términos económicos exclusivamente funcionales, como acostumbran la mayoría de los articulistas que fijan su atención en los problemas estructurales, o los límites de la Revolución en esta esfera.
Me pregunto qué es lo que verdaderamente estamos haciendo cuando nos preguntamos, por ejemplo, si funciona el sistema socialista cubano [económicamente]. Si lo que pretendemos es saber si el sistema ha tenido un éxito rotundo, obviamente la respuesta será negativa. Pero, si prestamos atención al hecho de que la Revolución puso en marcha un experimento, entonces tenemos que reconocer que el experimento funcionó. Obviamente, no estamos diciendo que tuviera éxito absoluto. Sería absurdo pensarlo de ese modo. A menos que uno tenga una visión recalcitrante de la historia entendida como progreso, la experiencia humana siempre tiene que ver con la falibilidad y con la finitud.
Pero, podemos plantearlo de otro modo para que resulte más comprensible. Pensemos en el fracaso del capitalismo. Creo, sinceramente, que a menos que seamos unos ciegos desquiciados, tenemos que reconocer que todos los logros del capitalismo no alcanzan para justificar el rotundo fracaso que significa el hambre, la destrucción medioambiental, la exclusión, la guerra permanente, la amenaza de aniquilación, etc. Todo ello prueba que, visto globalmente, el modelo traiciona las esperanzas de las grandes mayorías de vivir una vida digna.
Frente a esto, el asunto se clarifica. La experiencia cubana toma otro cariz. No porque alguno de nosotros pueda mostrar un éxito rotundo en su empresa, sino porque la Revolución cubana fue y sigue siendo un experimento esperanzador, una alternativa viable y visible, siempre mejorable, de otra cosa, de otro modo de encarar nuestros problemas.
Como nos enseñó «uncle» Noam [Chomsky], no nos dejemos engañar. No permitamos que nos comparen resortes con mandarinas. Devolvámosle el argumento comparando pares. Comparemos, entonces, la Cuba de la educación, de la salud y de la vivienda universal; la Cuba generosa e internacionalista, con Haití [ ese verdadero infierno del que nadie quiere hacerse cargo, siempre bajo el auspicio del Imperio estadounidense], o incluso con México [esa auténtica pesadilla de muerte y miseria].
Y entonces el asunto se vuelve muchísimo más obvio y pertinente. Lo demás es un entretenimiento insignificante. La enumeración interminable de los relatos, los chismes y las quejas de miles de turistas bienpensantes y equilibrados que traen de la isla, ansiosos de deconstruir lo más obvio, historias que prueban que Cuba no es una flor en el cielo, sino un lugar en el mundo, como cualquier otro, no tienen sentido.
Lo interesante es que allí viven, un pueblo que tuvo la dignidad de proponerse una alternativa, y líderes que no se dejaron avasallar por los más poderosos. Sólo por eso, Cuba es y será siempre, para nosotros, los latinoamericanos, Cuba: la patria utópica.