La pérdida

I

En los últimos días he hablado con muchas amigas y amigos, telefónicamente o por videoconferencia. Quería saber cómo estaban viviendo este momento, quería saber de sus pérdidas, de sus miedos, de sus expectativas. Los he escuchado, a veces durante horas, tratando de entender sus perspectivas, poniéndome en sus zapatos. 

Como suele decirse, cada uno de nosotros es un mundo, y el confinamiento confirma este lugar común. Nuestras experiencias son semejantes, pero los dramas que cada quien sufre en su carne son irreductibles a los padecimientos de quienes le rodean. 

A algunas de mis amigas y amigos les he pedido que me escriban un texto sobre la crisis. Mi idea era publicarlos para componer un collage de impresiones, ideas, propuestas que, conjuntamente, nos puedan ayudar a guiarnos a nosotros mismos en la búsqueda de un futuro que ahora parece inimaginable. Porque, si en un principio parecía que la pandemia traía consigo una oportunidad, «otro mundo posible», ahora da la impresión que el camino que tenemos por delante será largo y oscuro, una especie de purgatorio, en el cual deberemos enfrentarnos a todos los «pecados» cometidos en nuestra existencia previa. 

II


Eso que llamamos «la política» tiene su manera de hablar del pasado, del presente y, sobre todo, del futuro. Tiene su propia manera de «nombrar» lo que tenemos por delante.

Nosotros, los ciudadanos de a pie, que también «estamos, somos y hacemos» ineludiblemente política, pero que no somos «la política», tendremos que encontrar nuestra manera de nombrar y lidiar con la pérdida de nuestro pasado, asumir nuestro presente, e imaginar nuestro futuro posible. 


«La política» europea, por ejemplo, habla de «reconstrucción». Las alusiones al «Plan Marshall» se repiten continuamente. El dinero, se dice, hará el milagro. Bastará que inyectemos inversiones y voluntad para la reconstrucción y saldremos adelante. Efectivamente, se trata de insuflarnos con ese espíritu voluntarista que ha marcado a nuestra civilización moderna. La figura es la del buen líder, guiando a su pueblo a través del desierto para alcanzar la Tierra prometida. 

Pero el nombre «reconstrucción» no suscita ya el mismo entusiasmo. Son demasiados los peligros y las amenazas que enfrentamos, y demasiadas las promesas incumplidas detrás de ese nombre. No podemos asumirlo, sin más. 

De este modo, a la promesa de reconstrucción respondemos con una suerte de melancolía generalizada. No es descabellado pensar que, como Aaron en el desierto, nos dejaremos tentar con algún fetiche sustituto para aplacar nuestra tristeza. Los nacionalismos, la xenofobia, los liderazgos autoritarios, la construcción de chivos expiatorios, nunca están lejos como candidatos para asumir esos roles sustitutos.

Pero esta oscilación entre voluntarismo y melancolía no debería sorprendernos. Es la dicotomía que caracteriza nuestro espíritu moderno y contemporáneo, el peculiar identikit de nuestra cultura bipolar.

III

En este contexto recordé la lectura de Precarious Life, el libro de Judith Butler que más me impresionó. En él, la autora estadounidense ofrece un análisis de la identidad que merece destacarse en estas horas para echar luz sobre lo que exige el momento que vivimos en términos psicológicos y espirituales. 

Para Butler, toda pérdida es una pérdida de nosotros mismos. Esto supone que cualquier diagnóstico que hagamos del presente debe tener en cuenta la posibilidad de que estemos pasando por un «duelo no superado». 

Para analizar la cuestión Butler se enfrenta a la posición ambivalente que Freud mostró en sus escritos sobre el duelo. A la pregunta: ¿cómo superar con éxito una pérdida? Freud propuso dos respuestas diferentes. 

En primer lugar, señaló que debíamos ser capaces de cambiar un objeto de apego por otro. Una persona amada muere, un mundo se derrumba, una experiencia significativa llega irremediablemente a su fin. La primera propuesta de Freud fue que debíamos apartar nuestra mirada del objeto perdido y encontrar un sustituto. 

La retórica política tiene ese tinte voluntarista. Aquí, en España, la pandemia dejará – además de decenas de miles de muertos que ya se contabilizan; los cientos de miles de personas que habrán superado la gravedad de la enfermedad pero llevarán las marcas del miedo en sus cuerpos y memorias; y las millones de personas infectadas que habrán perdido la falsa presunción de inmunidad que ha marcado nuestra manera de estar-en-el-mundo durante el último siglo – pero, además, decía, dejará detrás de sí a una población que no ha podido llorar a sus muertos, que no ha podido despedirlos, ni siquiera enterrarlos, una población que no se ha podido abrazarse en el dolor, ni consolarse, una población que ha debido mirar higiénicamente a sus congéneres para cumplir el mandato político de un confinamiento necesario, eso sí, pero que no nos ahorrará por ello los trances que nos impone nuestra innata compasión, el reconocimiento de que somos exclusivamente con los otros. 

En este escenario, la política nos dice: «reconstruiremos nuestro país», o «reconstruiremos el mundo», volveremos a poner ladrillo sobre ladrillo, y haremos de esta catástrofe una oportunidad para ser mejores.

Pero, una parte importante de la sociedad no cree ya ingenuamente en este tipo de retórica. Nos miramos los unos a los otros sabiendo que detrás de las palabras se esconde una cierta cobardía inevitable, de ocasión. Ocurre como con los amigos que, al intentar darnos ánimos en nuestra lucha por superar el duelo de una pérdida, desnudan sus temores proponiéndonos distracciones que nos ayuden a tapar nuestras angustias. Nosotros sabemos que no hay distracciones que valgan. Que la única manera de responder a ese duelo es mirándole a la cara al sufrimiento que la pérdida nos provoca. 

IV

En ese sentido, Butler nos recuerda que Freud vaciló en su respuesta a la pregunta «¿cómo superar con éxito una pérdida?», y propuso una segunda solución a la angustia, que consistía en incorporar la perdida dentro de nosotros mismos, dando lugar con ello a una experiencia de melancolía. Dice Butler en su texto: 

Quizá uno llora una pérdida cuando acepta que por haberla experimentado uno será cambiado, posiblemente para siempre. 

Quizá el lamento consiste en aceptar que hemos de atravesar una transformación (quizá deberíamos decir someternos a una transformación) cuyo resultado completo no podemos conocer con antelación. 


Hay una pérdida, como sabemos, pero también un efecto transformativo de la pérdida, y esto que sigue no puede ser cartografiado o planeado. Uno puede tratar de elegirla, pero puede ocurrir que esta experiencia de transformación deforme la elección en cierto nivel. 

V

La política tiene que insuflarnos con una voluntad de renovación. Efectivamente, el mundo exige un cambio de rumbo, una respuesta a la altura del sufrimiento inmediato que vivimos, pero también al prolongado malestar que todos arrastramos al enfrentamos diariamente a las imágenes de desigualdad y destrucción que vivimos en carne propia o nos rodean por todos lados, incluso a aquellos privilegiados que miran la pobreza y la contaminación que experimenta el pueblo llano desde los atalayas de sus «sociedades desarrolladas» o «barrios cerrados». 

Pero el voluntarismo político no puede esconder la melancolía que, de un modo u otro, subyace en todos nosotros. 

Es cierto, el mundo que dejamos atrás no era un buen mundo, ni siquiera el mejor de los mundos posibles. Pero era nuestro mundo, y nosotros éramos ese mundo. Ahora ese mundo ya no está y no puede regresar. No sabemos qué nos deparará el futuro, y nuestras mejores intenciones tampoco pueden garantizarnos demasiado. 


Sin embargo, sabemos que no basta con cambiar el foco de nuestra atención para eludir la angustia que significa nuestra pérdida. No basta con pensar en «otro mundo posible». El tránsito exige, también, o quizá primeramente, un duelo. No solo un duelo por el mundo que hemos perdido, sino porque en esa pérdida también nos hemos perdido a nosotros mismos.