He tenido la fortuna de vivir dos años en Bogotá, bajo esos cielos imponentes, escuchando muchos, pero muchos ladridos.
En el 89, presencié el famoso «caracazo». Esos días alumbrados en el que el ejercito venezolano encomendado a un proyecto neoliberal disparó contra su propio pueblo, para acabar con la módica cifra de 3000 muertos. El diario El País de entonces fue el que dio la cifra. Creo que el corresponsal era José Comas, que después estuvo viviendo en Buenos Aires.
También tuve ocasión de presenciar el Plesbiscito chileno del 88. Escuché a los opositores, pero tuve la fortuna de charlar largo y tendido con pinochetistas bien acomodados del régimen. Uno de ellos, simpático como pocos, se desvivió por convencerme que era necesario exterminar a los zurdos en el continente, y que pasara lo que pasara, nunca cambiaría nada en su país. Que el poder estaba bien consolidado.
Me he pasado años en Europa, hablando con gente de las más diversas índoles.
He vivido en Euskadi, y actualmente vivo entre los catalanes. Les he prestado atención, mucha atención, escucho sus reclamos y los contraargumentos que ofrecen quienes mandan.
En Holanda conocí racistas convencidos, y he pasado la mayor parte de mi vida adulta entre inmigrantes.
He vivido en Asia durante más de diez años: India ha sido mi hogar, también Indonesia. En Jakarta he compartido largas horas con las jóvenes opositores del régimen de Suharto, pero también me he sentado en la mesa de empresarios que animaban las charlas hablando con crueldad de la «chusma», y para quienes resultaba incomprensible e idiota las pretensiones de las poblaciones indígenas de algunas islas, o criticaban la paciencia de Jakarta ante la insurrección en Timor.
He trabajado durante dos años con un isralí extraordinario, desertor del ejercito e historiador. Con él presenciamos azorados desde una televisión en blanco y negro, la transmisión entusiasmada de la CNN de los bombardeos sobre Bagdad en la primera guerra del Golfo.
He vivido en las chabolas de Yogya y Nueva Delhi. He escuchado a los tibetanos, pero también a los chinos. He visto como Beijing caricaturizaba al Dalai Lama hasta el punto de convertirlo en un terrorista.
Una mañana de invierno, sentado en mi hermita en Dharamkot, ante la foto del lider tibetano, comprendí que para millones de personas, ese hombre considerado un santo para muchos, era un terrorista, el mal encarnado.
He visto que para someter a nuestros semejantes, para reducirlos a esclavos, escoria o cifra, para matar y exterminar a nuestro prójimo, el opresor necesita caricaturizar a su víctima.
Los nazis hicieron con los judios lo que la tradición europea les enseñó durante siglos (léase sino «El Mercader de Venecia»); los españoles hicieron con los indígenas, lo que habían prácticado con el moro y el judio en su propia tierra; los estadounidenses esclavizaron a los negros reduciendo su humanidad como los «conquistadores del oeste» hicieron con los indios; los colonos judios han hecho con los palestinos, lo que han aprendido del maltrato prodigado a su propio pueblo. Por su puesto, la lista no es inclusiva, porque es interminable.
Los budistas dicen que la ignorancia es la raíz de todos nuestros males, del aferramiento y el odio que nos nutre. De allí me viene eso que siempre repito como un eslogan: «La ignorancia es moralmente reprochable».
Los que insisten con el «eje del mal» y sus análogos, los que alimentan las consignas que llevan a la destrucción y al exterminio del otro, especialmente cuando están en posesión de las armas y la legitimidad que les otorga el poder -es decir, son dueños de las leyes y las palabras reinantes-, los que pretenden que los otros, son «absolutamente condenables», acaban justificando todos los horrores.
Mi intención en mis notas ha sido desenmascarar a los caricaturistas que formatean nuestro mundo. Como los prestidigitadores de los que nos habló Platón en el célebre mito de la caverna, nos ofrecen sombras, mientras nos mantienen encandenados ante las pantallas de piedra en la que proyectan sus invenciones.
Quienes denuncian la violación de la libertad de expresión en Venezuela, bienvenidos sean si están en lo cierto; sin embargo, aún no han respondido con sus vociferaciones a lo que me preocupa. Las radios y televisiones venezolanas no llegarán a todos los rincones del planeta, no ordenaran nuestra mente con sus mentiras, no darán forma a nuestros discursos, ni construirán los edificios de la falsificada verdad en la habitamos nuestros días en esta tierra.
La prensa corporativa viola nuestro derecho a una información veraz cada día de nuestra vida. Fabrica guerras, oculta destrucciones, proclama como héroes a los traidores, y silencia a quienes luchan por la libertad y la justicia.
Por lo tanto, no deberíamos comprar las insitaciones que esa prensa produce con tanta liviandad, porque antes, y por sobre nuestro derecho a la libertad de expresión, hay el derecho a la verdad, sin el cual, nuestro derecho a expresarnos se convierte en mero ventriloquismo.