La verdadera ignorancia

Hace unas horas me ocurrió lo siguiente: Estaba con mi hijo de seis años en una cafetería, cuando apareció la presidente Cristina Fernández en la pantalla de la TV. El canal que transmitía el discurso desde Santa Fe era Todo Noticias (TN). En cuanto la presidente apareció, un señor bien empilchado comenzó a gritar: «Morite yegua, morite. A vos y a todos los montoneros que te acompañan los vamos a liquidar», y otras cosas por el estilo. La gente en distintas mesas festejaron la ocurrencia del tipo. Lo cual lo animó a seguir insultando: «Hay que matarlos a todos. No aguanto más. No puedo esperar a que se termine».

Cansado de escuchar sus bestialidades y asqueado ante la evidente complicidad de la gente que lo rodeaba (incluido el dueño del local, que detrás de la caja se divertía con las ocurrencias, me levanté, dejé un billete sobre la mesa que cubría el gasto de mi consumición y le dije al tipo que no teníamos por qué escuchar sus insultos, que era un maleducado. La gente se puso de su lado apenas lo escuchó. «¿Sos K?», me gritó el desgraciado. Y me hizo el gesto que le enseñó Lanata, mientras el resto se reía. Alcancé a escuchar que alguien decía: «Son un asco» (se referían a los K, evidentemente). Eran unas siete u ocho personas, hombres y mujeres, que ahora me insultaban desde detrás del cristal, y yo estaba con mi hijo. Era gente adulta, bien vestida, de esas que vimos en la marcha del 8N y que se ufana de ser «civilizada», «educada» y cordial, que no tira papelitos en la calle, que va a las marchas porque quiere y no porque les pagan, que no corta el tránsito (lo cual demuestra que no son como otros «gronchos» piqueteros), y otras peculiaridades diversas. Era esa gente que se llena la boca con la intolerancia K y la dictadura montonera de La Campora, pero no tiene problemas en cagar a trompadas a periodistas (vimos unos cuantos el otro día, hábilmente invisibilizados por los medios). Mi hijo y yo salimos aturdidos de ese bar de Martínez donde quedó demostrado hasta qué punto nuestros temores no eran infundados.

Cuando me subí al automóvil, en la radio sonaba La Cornisa, el programa de Luís Majul. Un consultor de Poliarquía, la encuestadora del diario La Nación, con total desparpajo, ponía en duda el triunfo electoral de Cristina Fernández. Decía que había habido fraude, y que si ganaba en 2013 sólo podía entenderse por fraude (es evidente que el pueblo ya no la quiere). Y luego llamaba a los opositores (otra vez) a unirse para evitar el fraude. Como si Cristina Fernández hubiera ganado las elecciones por unos cuantos votos robados en alguna mesa no fiscalizada y no por 30 puntos de diferencia (lo cual, recordemos, suma algunos millones de votos). En fin, quieren incendiar el país. Quieren llevarnos a una guerra. Luís Majul concluyó su entrevista con el consultor de Poliarquía con una frase rotunda: «Este dato es importante».

No les importa nada, excepto defender sus propios intereses (lo cual destituye a la política). Hace muchos años que la sociedad argentina es arrastrada por las narices a creer cualquier cosa. Nos incendian el país con cualquier verdura.

Por supuesto, estoy seguro que hubo mucha gente bienintencionada que fue a la manifestación del otro día. Iban porque tocaba, porque iban todos, por la seguridad, el 82% móvil, la corrupción, los modales de Cristina, el derecho a comprar dólares, las ganas de protestar, la basura acumulada en la puerta de su casa, las inundaciones recientes, la frustración de no tener a nadie que te represente, contra la televisión pública, los modales de Moreno, las ganas de comprar productos importados que no llegan, los precios en los supermercados, el fin de los juicios de lesa humanidad, contra los programas sociales, la guita del Anses, el voto a los 16, los impuestos al campo, el ABL en la ciudad de Buenos Aires, el negraje de la Villa 31, la desprolijidad social que trajo consigo este gobierno de patanes. En fin, las razones fueron muchas, variadas, contradictorias. Por mi parte, qué puedo decir. Está bien. La gente tiene derecho a decir lo que se plazca. Por qué no. Mientras no atente contra las instituciones o incite a la violencia, está todo bien. Sinceramente, me algro que en este país puedan ocurrir estas cosas sin tener que ver a la policia montada rodeando a los manifestantes, como ocurre en otras latitudes.

Pero manifiestarse no es sólo un derecho, tenemos que hacernos cargo de lo que hagan con nuestra manifestación. Y lo que están haciendo, y lo que van a hacer con lo que hicimos, no va a ser precisamente algo que merezca nuestros elogios.

Hoy miraba un videito estilo «Coca-cola es así» que colgaron en Facebook, que hablaba de los bonitos caceroleros y su lucha por la libertad, con un toque de publicidad «Benetton» ensalzando una falsa diversidad y pensé: «Nos venden la política como si fuera la última bondiola de moda», y somos tan giles que todavía nos damos el tupé de decir: «No me trajo nadie, vine porque quise». En verdad, me entristece. Porque después salimos a la calle y linchamos al primero que encontramos. Lo hicimos antes y lo seguimos haciendo y lo seguiremos haciendo, y eso es triste.