La vergüenza del Buda

En el diario La Nación encontramos hoy un artículo titulado: “Pausas activas en el Estado: las clases de yoga ya son parte habitual en varios organismos”. El texto, firmado por Alan Soria Guadalupe comienza de este modo:

“Sentada sobre una colchoneta estirada en el suelo, Rosario pide que cerremos los ojos, que nos encontremos con nuestro cuerpo. También, nos ordena inhalar y exhalar de manera exagerada. Después, nos pide que estiremos los brazos hacia arriba. Finalmente, nos convoca a sentir ‘cómo nos liberamos’.”

Según nos cuenta Guadalupe, una vez se encienden los inciensos y la música de meditación envuelve el ambiente, la Jefatura de Gobierno se convierte en un templo. Pero, ¿cómo encajar esta pasión por la paz interior y la libertad individual con el empeño represivo y el autoritarismo del gobierno? O, para decirlo de otro modo: ¿cómo explicar el empeño del gobierno por recortes, despidos y ajustes con este afán por trabajar con “el alma de la población”? ¿Por qué un gobierno de derechas, neoliberal y neoconservador, un gobierno que se ha gastado miles de millones en tecnología represiva y espionaje, que se empeña en imponer una cultura xenófoba que linda con el racismo al referirse a los pobres y a los inmigrantes, se empeña, junto con los medios de comunicación que le son afines, en promover una cultura de la paz manufacturada con una estética oriental de tenderete?

Doce apóstoles estadounidenses del compromiso político

Recientemente, un grupo de 12 famosos maestros estadounidenses de meditación emitieron una «carta abierta» llamando a los practicantes budistas, y a los adherentes de otras tradiciones meditativas de su país, a sacudirse la empalagosa aura individualista que se ha enquistado en el corazón de una buena parte de la nueva espiritualidad de origen asiático que ha conquistado el país, invitándolos a la acción política en tiempos de Donald Trump.

La carta abierta surge en un momento en el cual las antiguas críticas de un sector militante del budismo conocido como «budismo socialmente comprometido» (Socially Engaged Buddhism) ha recrudecido las expresiones antagónicas frente a las formas más recalcitrantes de ese individualismo espiritual. En unos pocos meses, todos los maestros e instructores, habitualmente silenciosos ante las evidentes injusticias del mundo y la propia responsabilidad de su país en crímenes horrendos contra la humanidad, parecen haberse puesto de acuerdo que Donald Trump es el límite de su paciencia. La tradición del yoga está pasando por un momento semejante.

Por otro lado, durante largo tiempo ignoradas entre los científicos sociales no especializados en la religión, las nuevas espiritualidades se han convertido en un lugar habitual de crítica, especialmente entre aquellos que las asocian con nuevos dispositivos de poder, e investigan el “feliz matrimonio” entre la ciencia de la consciencia, las neurociencias, el mundo corporativo y las prácticas contemplativas.

Menos meditación y más política

En un reciente artículo en The Guardian titulado “Be happy, not mindful”, Ruth Whippman señala que “la idea de que la felicidad surge de observarse internamente” en vez de observar lo que ocurre en nuestro entorno tiene un profundo arraigo en nuestra mente colectiva desde hace algunos años. “No consideramos ya el bienestar como una faceta de la comunidad ni nos comprometemos con otras personas”. Por el contrario, entendemos nuestro viaje en la vida como interior, y la búsqueda consiste en enfocarnos en nosotros mismos a nivel personal.

Después de cuantificar el volumen de negocio que supone la búsqueda espiritual en nuestra época, no solo en términos de libros, cursos y seminarios (mercancías habituales en este rubro), nos informa que las aplicaciones tecnológicas dedicadas al autoconocimiento representan un negocio bien remunerado y en alza.

La fiebre argentina

En ese contexto, los argentinos, habituales descubridores de «Mediterráneos», llegan tarde a la ola (tal vez por el impasse populista que mantuvo nuestra atención centrada en la militancia política y la respuesta neoliberal que le hizo frente y creció a ritmo acelerado en los últimos años hasta convertirse en un nuevo frente de gobierno en las últimas elecciones).

Por supuesto, la coincidencia no es prueba de nada, pero vale la pena explorarla. En el momento en el que se pone en marcha un proyecto político, socio-económico y cultural regresivo, que presenta como inevitable el regreso del país al sendero impuesto por la historia en su marcha teleológica ineludible hacia la modernización que estamos llamados a merecer o padecer, los nuevos dispositivos del alma parecen encontrar terreno fértil para florecer sin límites, incluso dentro de las propias oficinas gubernamentales que se ven invadidas de buenas a primeras por gurúes e instructores con aire santificado y pulcro para mostrar a los agitados funcionarios y empleados de la administración como acceder a una paz inmaculada frente al barro de la historia.

«Materialismo espiritual», un viejo tropo

Las críticas al «materialismo espiritual» tienen larga data. La expresión la impuso a comienzos de los años 70 en los Estados Unidos uno de los pioneros de la transmisión del Budismo tibetano en Norteamérica, el difunto Chogyam Trungpa. Con ello se refería a las prácticas religiosas de origen oriental (también las espiritualidades occidentales, por supuesto) al servicio del atrincheramiento de la subjetividad.

Esta crítica ha sido el centro de atención de los más renombrados representantes de la tradición, hasta que el afán lucrativo de unos cuantos nuevos profetas de las escuelas anglo-americanas han transformado la religión de sus maestros en bien remuneradas técnicas de auto-ayuda al servicio de la construcción de un «nuevo humanismo secular» que ha articulado una antropología perfectamente compatible con las exigencias del neoliberalismo global.

La meditación y el yoga como dispositivos biopolíticos

La implementación de estas formas de disciplina pueden estudiarse como dispositivos biopolíticos de poder. En el mundo corporativo llevan décadas implementándose. Imponen una visión del mundo y una disciplina o terapia dirigida a reconvertir la subjetividad. El objetivo de estas prácticas consiste en manufacturar un nuevo sujeto, con un rostro hiper-individualizado y competitivo que parece perfectamente compatible y al servicio de las nuevas derechas neoliberales en la región que atenazan a la ciudadanía:

1. Obligándola a reconvertir su «naturaleza ciudadana» en «individualidades alienadas» respecto al mundo social, aunque inmunizadas frente a las patologías que ello supone a través de formas abstractas de reconexión con imaginarios de unión supra-mundana que intoxican la experiencia de los individuos con la dulzura del anonadamiento que sirve para reprimir los malestares que producen la competencia y la instrumentación concertada de todos los aspectos de nuestra vida.

2. La destrucción de los tejidos sociales en donde son aun posibles las prácticas de resistencia frente a un mercado caníbal que se ha adueñado de manera absoluta de la justicia, la acción legislativa y un ejecutivo que actúa policial o incluso militarmente contra la población recalcitrante frente a los nuevos imaginarios.

La ciudad de los zombis

En la imaginería budista, la metáfora de la ciudad habitada por zombis es recurrente.

Por un lado, la auténtica acción política es exigente. Supone altas cotas de capacidad crítica. En cambio, una sociedad sometida a diversas formas de «manipulación del alma», a través de sofisticados dispositivos milenarios, ahora al servicio del ídolo corporativo, resulta fácil de implementar. Basta entregarse a los cantos de sirena de una nueva gnosis de aparente liberación para ser regresado a la condición de súbditos.

En este sentido, «la ciudad de los zombis» es una ciudad sin ciudadanos, “un demos sin pueblo”, en palabras de Wendy Brown, entregado cada uno de nosotros enteramente a la labor de ser uno mismo «capital» y, por ello, abocados enteramente a invertir en el desarrollo de nuestra propia alma y nuestra propia belleza: «consumir y gozar».

Una ciudad de individuos cautivos en ese afán de auto-goce, solo puede producir una «farsa democrática» sin relevancia significativa para la vida de todos.