¿Qué tipo de legitimidad tienen los representantes y las instituciones democráticas cuando una parte no desdeñable de la ciudadanía deja de reconocerles autoridad moral y política?
¿Qué legitimidad tienen los jueces, por ejemplo, la Corte Suprema de Justicia, cuando la ciudadanía comienza a pensar que la misma actúa de manera parcial, interesada, o arbitraria?
Hay un número nada despreciable de ciudadanos que creen (a ciencia cierta: es decir con conocimiento de causa) que jueces como Bonadio, o fiscales como Saenz, o aun, pero, tipos como Lorenzetti, han perdido toda credibilidad y toda imparcialidad.
Ahora bien, el problema que se esconde detrás de esta «ilegitimidad» legalizada es que la autoridad sólo puede sostenerse a través de dos vías:
1) La primera es la vía auténticamente, genuinamente, democrática. La legitimidad se debe al respeto espontáneo que los ciudadanos tienen hacia sus representantes e instituciones. 2) La segunda vía se logra a través de la mentira y/o la opresión.
A menos de tres meses de gobierno, el gobierno de Mauricio Macri, acompañado de un poderoso aparato mediático que acecha y persigue de manera concertada la persecución de las líneas editoriales opositoras, junto con la arbitraria actuación de las cortes, parece haber elegido la segunda vía. En ese sentido, da la impresión que se apresta a gobernar sin el respaldo de la voluntad popular, que si aún lo tiene, se deteriora aceleradamente con el correr de los días.
Gobernar de espaldas al pueblo, contra los intereses de los ciudadanos, y en franca parcialidad a favor de quienes históricamente han oprimido, excluido y saqueado al país, es lo que define una tiranía antipopular.
El peligroso desliz hacia la mano dura, acompañada de un esfuerzo denodado por atacar los símbolos de las tradiciones populares, la persecución a los líderes políticos opositores hasta su encarcelamiento (el caso de Milagro Sala no debería en ningún momento minimizarse), el desatinado desprecio hacia el ejercicio de la libertad de expresión popular y la criminalización de la protesta social, sólo puede llevar al conflicto y la violencia.
A nosotros no nos asombra que sean justamente los partidos políticos de la coalición Cambiemos quienes ejecuten semejante programa regresivo. Pese a que sus líderes se auto-erigieron como los defensores de las instituciones republicanas, la libertad de expresión, y el consensualismo liberal, siempre supimos que los movimientos que atraviesan la historia argentina no desaparecerían de un día para otro, ni las tendencias y hábitos aprendidos mutarían por arte de magia.
No creímos la burda estrategia cosmética de quienes alabaron el diálogo mientras vituperaban a sus contrincantes, ni nos dejamos arrear como otros por la retórica del odio que a tantos incrédulos convirtió en cómplices de este nuevo fracaso nacional.
Cada uno de nosotros es heredero de un pasado histórico (tal vez de varios).
Los macristas y muchos de sus seguidores actuales (no todos), son herederos de esa tradición argentina de iluministas e iluminados que siempre ha creído que el país es de unos pocos (entre los que pretenden estar), y que los movimientos populares deben mantenerse, por las buenas o por las malas, lejos del poder.
En el pasado esa tradición se definía así misma con el glamuroso nombre de «anti-peronismo» puro y duro. Las más tristes páginas de nuestra historia están escritas por el anti-peronismo y su iracundia ciega.
Habiendo mutado el peronismo en una fuerza aburguesada, con un sindicalismo acomplejado y mafioso, el anti-kirchnerismo se encargó de renovar aquel odio para una nueva generación antipopular que puede «peronizarse» sin complejos, adoptando el folclore de las masas contra sus intereses. El anti-kircherismo, mientras tanto, se convirtió en el nuevo símbolo de ese odio y ese desprecio pretérito que asume el país como una maldición, y al pueblo argentino organizado, como una desgracia a la cual debe someterse o hacer desaparecer.