Los discursos

Cuando escuchamos un discurso político, especialmente en el momento de una asunción presidencial como la que presenciamos o visionamos ayer, esperamos ver y escuchar algo sustancial. Todos los argentinos, supongo, esperábamos alguna definición, alguna respuesta a la pregunta que todos nos hacemos: ¿Y ahora qué? ¿Hacia dónde vamos?

Un presidente es el representante del pueblo. No está allí para mandar, sino para obedecer el mandato de su pueblo. Suponemos que ha escuchado la voluntad popular y ha tomado las riendas del gobierno para servirlo, conduciéndolo hacia el propósito que explícita o implícitamente ha expresado con su voto el soberano (el pueblo).
En ese sentido, esperamos que en un discurso inaugural se desplieguen, aunque más no sea de manera imprecisa, los grandes ejes de la política por venir. En ese sentido, ¿cómo no incluir en el discurso algún elemento utópico? Aunque la utopía sea eso: un no-lugar. Y, por ello, un fin inalcanzable, irrealizable, es en esa mística utópica donde los pueblos abrevan sus esperanzas y alimentan su voluntad de autogobierno.
El objetivo de la democracia no es establecer una serie de mecanismos procedimentales que nos permitan elegir a un gestor experimentado para nuestra empresa. En la práctica democrática los ciudadanos ejercitan y construyen su identidad colectiva y su diferencia, dándole forma a su destino común. Por esa razón, la pregunta «¿hacia dónde vamos ahora?» es tan importante, y el impasse retórico tan perturbador e incisivo. Queremos saber, imaginar, cual es el horizonte de nuestra travesía colectiva.
Los discursos políticos, como ocurre también con las expresiones artísticas, exigen una especial sensibilidad. De la misma manera que hay que entrenar la mirada y el oído para disfrutar de un cuadro o una sonata, debemos entrenar nuestra sensibilidad para apreciar la retórica política.
En muchos sentidos, vivimos en una época en la que el arte y la política están de capa caída. En muchos sentidos hemos perdido esas habilidades, tan prominentes en otras épocas. Con el arte y la política ha pasado algo semejante a lo ocurrido con el lenguaje religioso. La distancia entre el espectador u oyente y la expresión a la que se le invita es análoga a la distancia entre amplias masas de la ciudadanía y la retórica política.
¿Cómo suplimos en nuestro tiempo este vacío? El crítico de arte se ha convertido en el sacerdote de nuestro tiempo en el ámbito de la expresión artística. Consumimos más crítica, más comentario literario, que arte mismo. De manera semejante, consumimos más periodismo que política, y más terapia que espiritualidad. Pero ni lo que dice el crítico es arte, ni lo que dice el periodista es política, ni lo que expresa el terapeuta es religión o espiritualidad.
Ahora bien, si nuestro anhelo es ser verdaderamente, genuinamente, auténticamente libres, tenemos que aprender a mirar, a escuchar, a interpretar por nosotros mismos, a participar en primera persona en todas estas esferas. En la esfera política, que es la que aquí nos interesa, se trata de volver a las fuentes. Leo Strauss nos animaba a volver a las fuentes de la filosofía política. Es decir, a los pensadores y a los discursos de los dirigentes. En nuestro caso, tenemos que prestar atención a las expresiones de nuestros líderes, aprender a interpretarlas, a leer entrelíneas. Es decir, educarnos a trabajar con la textura de la política allí donde se producen sus expresiones más elocuentes. De lo contrario, estamos condenados a ser prisioneros de la frivolidad que manufactura el lenguaje publicitario y el corsé de las redes sociales.
Por su puesto, de manera análoga a lo que ocurre con el arte contemporáneo y la espiritualidad terapéutica que desacreditan el arte mayúsculo y la genuina espiritualidad, una parte importante del descrédito de la política se la debemos a los propios políticos que han traicionado su esfera de acción poniéndose en manos de periodistas, asesores de imagen y publicistas.
Pero eso no significa que el arte, la espiritualidad o la política en sí mismas sean esferas a descartar a favor de un modo más pragmático de comunicación, como el que nos propone la política de gestión empresarial (la cual, por definición, no puede ser auténticamente democrática, sino sólo «formalmente» democrática). La política de gestión propone un orden funcional jerarquizado que sólo prevé el alineamiento de la ciudadanía, y no la discusión abierta de los asuntos públicos en un plano horizontal.
El discurso del nuevo presidente fue una clara expresión de este tipo de política de gestión empresarial. Las discusiones importantes no se llevan a la plaza pública. Como vimos en los últimos días, las negociaciones se realizan de espaldas a la ciudadanía, entre expertos o actores preeminentes que en todos los sentidos están exentos de la vigilancia a la cual se somete cualquier funcionario público en un régimen democrático. La política de peso se hace de espaldas al pueblo.
En la plaza se escenifica el voto de confianza, se hace un llamado a una falsa unidad que se nutre del des-empoderamiento de las diferencias. Se personifica una profesionalidad que asegure la eficacia a la hora de cumplir con los mandatos de los accionistas y votantes del nuevo proyecto en el cual la democracia, como ideal utópico, está subordinado a la geopolítica corporativa.
La escenificación política que vimos el día anterior a la asunción, en la despedida a Cristina Fernández, es la política que ha expresado de mejor o peor modo el kirchnerismo durante los últimos doce años. La política entendida, con sus más o con sus menos, como camino de liberación.
En este sentido, y pensando en los tiempos que corren, el kirchnerismo pretende ser un antídoto que nos libere del cautiverio del branding.
Por supuesto, hay siempre algo de branding en la política. Los políticos están siempre en campaña. Al elegir un candidato o una fuerza política, estamos eligiendo un estilo de vida, estamos sumando una dimensión clave en nuestra narrativa existencial. Definirnos como radicales, peronistas, kirchneristas, macristas, troskistas, ecologistas, feministas o simplemente «apolíticos» viene acompañado con estilos y caracterizaciones distinguibles en muchas otras esferas de nuestra existencia.
No es lo mismo que elegir un par de zapatillas o jeans, o el lugar donde vacacionamos, pero no hay duda de que hay una oscura (y tal vez indescifrable) conexión entre las diversas dimensiones de nuestra vida. Eso no significa, evidentemente que vivamos coherentemente, ni siquiera que podamos o debamos hacerlo.
Sin embargo, la comunicación política no puede reducirse al branding sin dejar de ser política y convertirse en una forma de despotismo soft. Por esa razón, nuestra responsabilidad es aprender a leer la retórica política, aproximarnos a ella filosófica, incluso espiritualmente. Una educación democrática de calidad, una educación auténticamente liberal o libertaria exige ese componente. Necesitamos aprender política como necesitamos aprender a leer y escribir o hacer deportes, yoga o meditación. Una vida sin educación política es una vida de esclavitud.
Una aproximación de este tipo es lo que nos permitirá liberarnos de la dominación que el mercado ejerce sobre nuestra subjetividad, al mismo tiempo que nos ayuda a participar de esa tarea loable y necesaria que implica liberar a la propia política de la dominación que ejercen sobre ella los medios de comunicación masivos.
En esta dirección quisiera rescatar el fragmento final del discurso pronunciado por Cristina Fernández el día 9 de diciembre en la histórica Plaza de Mayo, en el cual la exmandataria señala el camino de construcción en el cual debemos comprometernos durante los próximos años aquellos que nos paramos en la vereda opositora. Dice Cristina Fernández:
“Decirles mis queridos compatriotas, que cada uno de ustedes, cada uno de los 42 millones de argentinos, tiene un dirigente adentro. Que cuando cada uno de ustedes, cada uno de esos 42 millones de argentinos, sienta que aquellos en los que confió y depositó su voto lo traicionaron, tome su bandera, y sepa que él es el dirigente de su destino, y el constructor de su vida, que esto es lo más grande que le he dado al pueblo argentino, el empoderamiento popular, el empoderamiento ciudadano, el empoderamiento de las libertades, el empoderamiento de los derechos.
Gracias por tanta felicidad, gracias por tanta alegría, gracias por tanto amor. Los quiero. Los llevo siempre en mi corazón. Y sepan que siempre estaré junto a ustedes. Gracias a todos”.