Los indignados de barrio norte y las cacerolas de Pando

Hace unos días empezaron otra vez las marchas “contra la dictadura K” en los barrios más coquetos de Buenos Aires, intentando reeditar las jornadas campestres del 2008. No es casual que las cacerolas de estos días coincidan con los insólitos reclamos del sector agropecuario por la reevaluación fiscal de sus tierras en la provincia de Buenos Aires. De todos modos, la gota que colmó el vaso, según nos dicen, es la preocupación que produce en los acomodados manifestantes la incertidumbre de la política cambiaria oficial, junto con las consecuencias que la especulación trae aparejada en ciertos rubros de la economía.

En las redes sociales hay llamamientos continuados a sumar presencia y cacerola en los próximos días. Sin embargo, harían bien quiénes se vean impelidos a participar en los actos, a prestar oídos a las voces que se empachan con rabia en estas convocatorias. No sea el caso, como en otras ocasiones, que nuestra impensada firma en un acontecimiento acabe propiciando por nuestra parte una desdichada coyuntura. Sin más, recuerdo al lector que una de las apologetas más decididas del genocidio, la señora Cecilia Pando, sostuvo hace algunas horas que ella fue la autora material de la convocatoria. Ello explicaría el tenor de algunos dichos que vertieron sin pudor los asistentes de la congregación cívica ante las cámaras.

Con el propósito de ilustrar lo que tengo entre manos, permítanme hablar de una de esas reuniones en la cual, la semana pasada, unos trabajadores de prensa del programa 678 fueron agredidos verbal y físicamente. Ocurrió en la esquina de la avenida Callao y la avenida Santa Fe. Las cámaras de la TV pública grabaron dichas agresiones de manera pormenorizada después de haber dado micrófono y pantalla a los participantes para que ofrecieran sus testimonios.

El espectáculo patotero fue bochornoso, y quienes participaron en el mismo deberían llamarse a la vergüenza. Sin embargo, me abstendré de adjetivar lo visto y lo oído en los documentos audiovisuales que tenemos a la mano. Dejo al lector de esta página que juzgue por sí mismo el modo en el cual los más decentes entre los indecentes actúan cuando, desquiciados, se permiten castigar a quienes consideran culpables de su indignación.

Pero no es de este asunto en concreto al que quiero referirme. Lo que llama la atención de quien escribe estas líneas es el discurso al que adhieren muchos de los participantes, la enajenación que se vislumbra en algunas de sus aseveraciones y las incontables referencias a la dictadura militar que la verborragia de los susodichos utiliza para descalificar al actual gobierno. Entre los que se atrevieron a dejar sus pareceres, abundaron referencias respecto al hipotético carácter dictatorial de los actuales gobernantes, a quienes se califica, sin filtro, como nazis, fascistas y «peores que los milicos».

En democracia, las diferencias políticas se dirimen en las urnas. Allí se establece, imperfectamente, la voluntad popular. Si la modalidad democrática nos resulta indeseable, o creemos que el pueblo argentino, en su gran mayoría, no merece elegir a sus gobernantes (por su ignorancia o su connivencia con los “populistas” de turno, como pretenden algunos), o creemos de manera llana que sólo nosotros y los nuestros (por razones ambiguas pero explicitadas en nuestro trato con el resto) merecemos dicho privilegio, nuestras asunciones se dan de narices con los imaginarios sociales que son el trasfondo de nuestra realidad histórica presente.

Argentina es hoy día un país democráticamente organizado. La pugna política y la extendida práctica de protesta ponen de manifiesto que las libertades políticas están aseguradas en su mayor parte. Ningún participante habría ejercido su derecho a dar vos a su indignación abiertamente, ni hubiera permitido que se lo identificara si hubiera temido una persecución como la que sufrían aquellos que se oponían al régimen durante aquellas épocas oscuras de la patria. Por lo tanto, podemos afirmar cómodamente que los argumentos testimoniales de los indignados caceroleros de barrio norte ponen de manifiesto una aguda distorsión cognitiva.

Todos aquellos que nos dedicamos de un modo u otro a cuestiones relativas a la cognición sabemos del efecto distorsionante que produce en la aprehensión de lo real el desbordamiento de las emociones. El odio y sus diversas variantes, tiene un efecto perverso a la hora de captar la realidad de lo dado. El objeto odiado se transmuta de manera brutal, se convierte en una perversa caricatura de sí misma. El objeto odiado es un objeto simple, llano, al cual se le han exorcizado todos los claroscuros, toda ambigüedad. De seguro que la señora Presidenta no es tan perversa como se la pinta, ni los jóvenes K son lo que se empeñan en hacernos creer quienes se afanan por descubrir en ellos la corrupción encarnada. Como bien dice el dicho: en todos lados se cuecen habas. La disputa por el sentido no puede reducirse a una disputa moral, porque nadie en su sano juicio puede pretender que en su bando habitan los santos en lucha con el demonio al que representan nuestros enemigos políticos.

La política debe eludir este tipo de enfrentamiento. Y debe hacerlo porque la experiencia nos ha mostrado que las demonizaciones quebrantan cualquier entendimiento y nos conduce de trompas hacia el horror y la violencia. Lo que se discuten son modelos, proyectos de país. Lo que se pone en la mesa del debate son concepciones diversas que entrañan, no sólo cierta concepción acerca de lo que somos, sino que además, adelantan una interpretación del mundo en el que vivimos. Interpretaciones, valga recordarlo, que son complejas y que nos comprometen a diversas relaciones con la historia global a la que estamos dando forma en esta época de cambio.

Uno de los rasgos de la argumentación opositora es la inarticulación de los reclamos. Como decía uno de los participantes, “no estamos en contra de algo puntual, estamos en contra de todo. Se tienen que ir.” La indignación de los caceroleros de hoy se emparenta en su formalidad a la de los caceroleros del “que se vayan todos” que en el 2001 irrumpieron en las calles inaugurando una nueva época. Sin embargo, existe un desfasaje entre la facticidad de aquellos días y lo que en el país verdaderamente se vive en estos días que transitamos. La catástrofe es hoy solo un imaginario, un escenario desplegado ante nosotros proféticamente, una suerte de sino ineludible que los testimoniales ofrecen como si se tratara de una realidad palpable para todos.

Sin embargo, muchos de lo que hoy se anudan al discurso catastrofista, comparten en sus reuniones familiares un bienestar impensable en otras épocas de mayores premuras. Eso no significa que Argentina se encuentre flotando en una nube de incienso, alejada de las perturbadoras circunstancias planetarias. Lo que se pretende, en todo caso, es la necesidad de adoptar ante la realidad una actitud más comprensiva, que sepa dilucidar las necesidades colectivas a cada paso, intentando ofrecer recetas que no perviertan de manera definitiva los logros socio-políticos, indudables pese a sus limitaciones, también evidentes, que se han alcanzado en los últimos diez años de estabilidad institucional.

Eso significa, en breve, aprender a leer los asuntos colectivos desde la categoría de la propia colectividad, y nuestros intereses individuales y sus limitaciones desde una perspectiva generosa que no se alinee a estrategias que al fin de cuentas llaman a pervertir de manera definitiva el curso de una convivencia sustentable en libertad.