Los límites del moralismo. Sobre la guerra en Ucrania y la crisis de deuda en Argentina

Sobre los principios universales

En este artículo quiero referirme al fenómeno del «moralismo». Especialmente, lo que me interesa es el moralismo en la política y en la vida académica e intelectual. Para articular mi argumento utilizaré como ilustración las dos circunstancias que he tratado en mis artículos anteriores: la guerra de Ucrania, y la crisis de deuda que vive hoy Argentina. 

Comencemos definiendo el moralismo. La definición se la debo a Alasdair MacIntyre, quien, en su más reciente obra, Ethics in the Conflicts of Modernity, señala que el moralismo gira alrededor de una comprensión de la obligación que requiere la adopción de una perspectiva impersonal y universal que interpela a todos por igual y, por tanto, resulta hipotéticamente ineludible. Dice MacIntyre: 

«Las exigencias impuestas por sus principios son imperativas y coherentes, tanto como principios como en su aplicación a los casos particulares. Violarlos es incurrir en la culpa de los agentes con mentalidad correcta» [1].

El moralismo, por lo tanto, se funda en la certeza, en primer lugar, de que existen principios universales, pero a esto se le suma una caracterización de dichos principios que resulta enormemente problemática: estos principios son impersonales, y de ello se desprende que nadie puede escapar de los mismos. La obligación que imponen sobre los agentes es absoluta. Cuando son incumplidos, estos merecen una reprobación sin cortapisas por parte de aquellos que tienen una mentalidad alineada (decente) en relación con dichos principios impersonales.

El derecho internacional y los derechos humanos

La guerra en Ucrania y el modo en el cual eso que llamamos «Occidente» está reaccionando es una muestra evidente de este tipo de moralismo exacerbado. Es evidente que las tropas rusas están perpetrando un enorme e injustificable sufrimiento a la población ucraniana. Es evidente que la decisión de Putin de invadir el país vecino viola el derecho internacional y que la invasión, como no podía ser de otro modo, conlleva la violación ineludible de los derechos humanos. Todo eso está claro. 

El problema, sin embargo, es que el comportamiento de Putin, y el modo de actuación de las tropas rusas en el terreno, en nada se distingue de acciones semejantes realizadas por la OTAN y los Estados Unidos en otros escenarios bélicos en la historia reciente. Estas actuaciones también cabe caracterizarlas como violaciones sistemáticas del derecho internacional y los derechos humanos.  

En este marco, la denuncia indignada de la prensa occidental resulta doblemente incómoda, porque sus argumentos contra Rusia ponen a los propios Estados Unidos y a la Unión europea en entredicho. 

A esta altura, todos sabemos que los Estados Unidos y la OTAN violan sistemáticamente el derecho internacional y los derechos humanos cuando sus intereses geopolíticos o económicos lo requieren y las circunstancias lo permiten. De manera análoga ocurre con los principios del «libre comercio», el tercer pilar institucional del orden vigente. A través de las agencias internacionales, o como resultado de las intervenciones militares, los Estados más débiles son obligados a abrir sus mercados, modificar sus órdenes jurídicos para acomodar los intereses extranjeros, ajustar las economías para garantizar la ganancia extraordinaria corporativa lograda a través del endeudamiento y la competencia desleal. 

Sin embargo, ni la apertura de «nuestros mercados», «ni la inviolabilidad del derecho de propiedad», «ni la obligación de saldar nuestras deudas o cumplir con los compromisos contractuales» son imperativos cuando dichas obligaciones no están alineadas con «nuestros intereses». Algo semejante podríamos decir acerca de la libertad de expresión y el resto de los principios universales e impersonales que afirmamos defender. Solo resultan legítimos reclamos de justicia cuando no entran en colisión con «nuestros intereses».

Cabe preguntarse entonces qué rol juegan nuestros juicios morales si consideramos la evidente arbitrariedad y parcialidad en la que se basan. La indignación moral, tal como se ejercita en el espacio público occidental es el arma privilegiada que utilizamos para desconocer el dispositivo profundo que explica nuestras presentes circunstancias. 
O, dicho en otras palabras, sin la indignación moral de por medio, los Estados Unidos y Europa deben reconocer, sin más, que Rusia está actuando siguiendo las reglas de juego que ellos mismos han impuesto al mundo desde la caída del Imperio soviético, al establecer el entonces llamado «nuevo orden de la globalización», en el cual podían distinguirse, por un lado, a los Estados decentes – aquellos que aceptaban las reglas escritas y no escritas del nuevo orden mundial; y por el otro, a los Estados canallas, aquellos que se daban licencia para actuar desoyendo las «reglas no escritas» del nuevo orden. 

¿Cuáles son esas reglas no escritas? La más importante de todas en este contexto es que los derechos universales e impersonales que hipotéticamente obligan a todos por igual pueden, en ciertas circunstancias (definidas generalmente en términos de intereses o seguridad geopolítica) ser violadas por «nosotros», sin que ello suponga que podamos ser equiparados a los llamados «Estados canallas».   

De modo que, mientras el resto de la humanidad debe ser condenada en los más rigurosos términos y sujeta a las más estrictas sanciones, o incluso puede ser legítimamente intervenida y arrasada si el caso así lo exigiera, los Estados Unidos, la Unión Europea y sus socios más próximos en los cinco continentes, pueden argüir excepciones frente a la obligación absoluta que impone el derecho internacional, los principios universales de los derechos humanos, y los supuestos «derechos naturales» de libre comercio. 

La invasión rusa de Ucrania no hace más que replicar la lógica de la excepcionalidad aducida por los Estados occidentales a la hora de actuar en sus propios «patios traseros». Que Rusia se ha cargado el derecho internacional y los derechos humanos no cabe la menor duda. Lo que resulta sorprendente es el moralismo con el cual los violadores sistemáticos del derecho internacional y los derechos humanos responden ante estos hechos. 

Esto se explica, sin embargo, cuando caemos en la cuenta de que el moralismo es un dispositivo efectivo a la hora de ahorrarnos la difícil e inconveniente tarea de tener que enfrentarnos al problema de fondo. Aquí no se trata de decidir quiénes son los buenos y quiénes son los malos en esta película. Por el contrario, lo que aquí tenemos que decidir es cómo explicar de facto nuestras relaciones internacionales.

Lo cierto es que, ni el derecho internacional impuesto por el imperio estadounidense y la Unión Europea a partir de 1991 de manera arrogante y violenta, ni los derechos humanos, cuyo mito hegemonizó nuestra cultura posmoderna, han logrado poner coto a las penurias causadas por las muchas guerras que hemos emprendido para garantizar nuestra seguridad y bienestar, o las «guerras humanitarias» que hemos emprendido para corregir nuestros pecados. La crisis del derecho internacional y de los derechos humanos no debe explicarse como la falta de voluntad política de ajustarnos a dichos derechos, sino a la pretensión moralista de que existen verdaderamente principios universales e impersonales sobre los cuales podamos basar nuestras relaciones con los otros, independientemente de las situaciones concretas y personales de poder que articulan dichas relaciones. 

Más allá del liberalismo y la «socialdemocracia» peronista

Algo semejante ocurre en la Argentina de hoy. El «modelo liberal» que encarnan, aunque parezca extraño decirlo de este modo, tanto la derecha neoliberal, como la socialdemocracia argentina – tanto el peronismo, como el antiperonismo), se manifiesta en la crisis interna que vive hoy el frente electoral que llevó a la presidencia a Alberto Fernández. La respuesta que ofrecen los actores en esta crisis tiene características claramente moralistas. Ambos ajustan sus reclamos y acusaciones a la contraparte en la disputa haciendo alusión a criterios universales e impersonales contrapuestos que hacen imposible un entendimiento. Por ejemplo, ambos aceptan los principios liberales, republicanos de gobierno en términos universalistas e impersonales, y disputan en la arena pública sobre la base de dichos criterios como se ajustan los comportamientos de unos y otros a dichos principios. 

A esta falta de entendimiento, y a las implicaciones electorales que la misma supone, responde el poder mediático oficialista (alineado al actual gobierno) con un exigencia semejante a la que en su momento el diario La Nación y el diario Clarín le impuso a la fuerza gobernante presidida por Mauricio Macri: «Pónganse de acuerdo». Dando a entender que lo que divide las aguas son, exclusivamente, cuestiones de índole «personal», en el sentido peyorativo del término, cuando el acuerdo debe versar, justamente, sobre las cuestiones universales e impersonales que el moralismo impone como lo real de suyo. 

El problema, sin embargo, es que no estamos hablando de un aspecto puramente circunstancial. La contradicción no es meramente retórica, sino que es una contradicción in res, en la cosa misma. El modelo liberal-socialdemócrata ha llegado a su fin. No puede ya renovarse en los términos imaginarios que las crisis anteriores aún permitían articular por medio de correcciones ad hoc. Estamos ante una crisis terminal del modelo de gobernabilidad en todas las dimensiones de nuestra vida social, política, ecológica.

Ahora bien, por fuera de estos modelos encontrados lo que está en cuestión es la alternativa entre dos posiciones que, aunque desdibujadas en el debate político visible, son los que determinan el trasfondo real de la disputa actual.  

Por un lado, observamos una tendencia creciente de la ciudadanía hacia imaginarios autoritarios, basados, (1) o bien en la defensa a ultranza de la lógica inherente que impone el capital, es decir, garantizando de este modo los privilegios ya adquiridos de los sectores acomodados de la sociedad, (2) o bien a través del ataque beligerante por parte de una ciudadanía que expresa el hartazgo y la frustración de las múltiples crisis vividas en los últimos años adoptando una deriva antipolítica (contra la representación política al uso) y apuesta, en cambio, por un aparente oxímoron: «un anarquismo de mano dura». La confluencia de estas dos tendencias en el universo que representa Juntos por el Cambio, logra el tan anhelado efecto del populismo de derecha: unir a los ricos y a los pobres en una cruzada que convertirá a los ricos en más ricos, y a los pobres en más pobres, pero con la satisfacción compensatoria de poder machacar a quienes se encuentran más cerca de ellos en la actual estratificación de clase, y que por ello representan el espejo que los espanta: el espejo de la exclusión. 

Esto explica, en buena medida, la insistencia, por parte de quienes se resisten a esta deriva neoliberal y neofascista, de que es indispensable para una transformación genuina y sostenible, modificar el «hardware» sobre el cual se articula el «software» de la vida cultura y política. Ese hardware está compuesto, como nos enseñaron tanto Hayek o von Mises, en la transparencia de sus escritos militantes, como Marx en su obra política, por una estructura jurídico-institucional basada en el orden moral hiperindividualista e instrumentalista que es el trasfondo de la modernidad. Esto está acompañado por un rechazo belicoso de toda noción sustantiva de comunidad. O lo que es lo mismo, por la defensa de una concepción atomista del orden social que impide introducir, ni tan siquiera de manera correctiva, un horizonte en el cual pueda considerarse el «bien común». Y esto, por la sencilla razón de que lo que se pretende es eludir cualquier escollo al flujo del capital a través de sus ciclos de producción, circulación y realización.  

Frente a esta alternativa compleja y esquizofrénica que aúna a los defensores a ultranza del capitalismo y los sectores más radicalizados que encarnan el autoritarismo y la mano dura, hay otros sectores de la población que alimentan la esperanza de una genuina democracia, es decir, una democracia del pueblo que no sea continuamente jaqueada por la «democracia de los mercados» (en la que la decisiones no son manufacturadas por los electores, sino por la voluntad mancomunada de los grandes accionistas y especuladores) [3]. Este sector de la población imagina, de un modo u otro, que es posible recuperar  eso que llamamos «los bienes comunes».

La llamada disputa por «la mesa de los argentinos», es decir, por el pan, la tierra y el trabajo de los argentinos, es el modo en el cual se expresa en nuestro país esa esperanza por recuperar lo que se considera de todos. 

En este contexto, el Frente de todos, como Juntos por el Cambio, se enfrentan a la misma tensión irresoluble que los vio nacer. Si la resolución 125/08 (Proyecto de Ley de Retenciones y Creación del Fondo de Redistribución Social, presentado en el 2008) simbolizó el punto álgido de esta disputa durante el gobierno de Cristina Fernández, la respuesta mediocre del gobierno de Alberto Fernández a la crisis social que vive a la Argentina en la actualidad, y su rendición incondicional ante al FMI y las corporaciones que operan en el país, muestran en dónde está el nudo del problema que enfrentamos. 

En este marco, lo importante es dejar el moralismo de lado y ver con claridad el escenario en el que nos movemos. Si lo hacemos, descubriremos que, bajo la farsa de la pugna en torno al posibilismo, la voluntad política, o la gobernabilidad, nos enfrentamos a circunstancias que pueden tener un desenlace trágico. 

En el presente marco no hay espacio ya para una solución de compromiso. Necesitamos un nuevo marco para que un «genuino compromiso democrático» pueda establecerse. Ahora estamos ante una guerra fratricida, multidimensional, cuyo desenlace, de acuerdo con la lógica inherente de la actual dispensación, solo conducirá a la vida y la plus-vida de los triunfadores y la sub-vida o muerte de los derrotados. Es todo o nada. La alternativa a este escenario ominoso, del cual ya tuvimos un anticipo durante el anterior gobierno de Mauricio Macri, es construir un nuevo marco y vivir bajo la lógica de un nuevo designio. 

Hay quienes aducirán, tal vez con tono socarrón, que es hora de  realismo político, y por ello defienden a capa y espada al gobierno nacional, pese a su ineficiencia y manierismos. Otros señalan, con razón, que las condiciones objetivas no permiten imaginar una alternativa semejante. El problema con este «derrotismo de la imaginación» es que ni la biología oficial, ni la economía ortodoxa están de nuestro lado. Vivimos en un orden darwinista y neoliberal que se ríe de nuestras aspiraciones igualitarias y nuestros anhelos por encaminarnos hacia el bien común [3]. 

Ahora bien, más allá de la discusión en torno a la viabilidad o no de un proyecto genuinamente alternativo, basado en una «radicalización de la democracia» y la «reivindicación de los comunes», solo hay la nada. Una inmensa nada. La muerte y la nada.

A esa nada hay que contraponer algo más que la mera esperanza. No podemos sentarnos a esperar que el tiempo nos dé la razón. Hay que tener fe. La fe, a diferencia de la esperanza, es la acción: esa que mueve montañas. 

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[1] Alasdair MacIntyre. Ethics in the Conflicts of Modernity. An Essay on Desire, Practical Reasoning and Narrative. Cambridge: Cambridge University Press, 2016.

[2] Wolfgang Streeck. Buying Time. The Delayed Crisis of Democratic Capitalism. London: Verso, 2017.

[3] Andreas Weber. Enlivenment. Toward a Poetics for the Anthropocene. Cambridge, Mass: The MIT Press, 2019.