Los patoteros

Hay personas que creen que los seres humanos son fundamentalmente buenos. Es decir, que sus perversidades, sus maldades, sus hábitos negativos son el resultado de una educación errónea, pero que, al fin de cuentas, todos podemos convertirnos en personas éticamente responsables, políticamente comprometidas con el bienestar general. 

Otras personas, en cambio, creen que los seres humanos son fundamentalmente miserables, egoístas y peligrosos, y que la educación tiene como objetivo reprimir y subyugar las mentes y los cuerpos de la masa de los individuos, con el fin de favorecer y consolidar el gobierno (en el hogar o en la polis) de los pocos elegidos que, por variadas y siempre arbitrarias razones, tienen el privilegio de mandar.

Estas dos visiones antropológicas son, en general, los fundamentos de diversas teorías políticas, y la adscripción que hagamos a una u otra de estas concepciones del ser humano marcará, en buena medida, nuestra manera de entender la ética y la política. 

En la Argentina de hoy, las élites gobernantes desprecian a la ciudadanía. Para Macri y sus acólitos, el problema de la Argentina, como diría el chiste, son los propios argentinos. Como no es posible deshacerse de ellos, el plan de transformación que nos proponen está dirigido a controlarlos, manipularlos, someterlos y reprimirlos, si intentan rebelarse.

Detrás de la visión mesiánica que el presidente nos comunica entre líneas en cada una de sus intervenciones y pone de manifiesto en cada uno de sus gesto,  descubrimos una voluntad arrogante y elitista. En el pasado, esta voluntad se manifestaba entre los adherentes de su ideario en una retorcida indignación ante la pretensión genuinamente democrática de las fuerzas populares. Ahora que han accedio al poder de mando, esta voluntad se manifiesta aterrada ante la posibilidad de que retornen «los de abajo».

Este temor visceral de las fuerzas antiperonistas y antikircheristas, que en esencia responden a un profundo odio de clase, amenaza con convertirse en una fuerza destructiva e irracional que es capaz de dinamitar el propio orden democrático, si esto fuera necesario para impedir el retorno de eso que ellos llaman «el populismo».

Las próximas elecciones estarán, por lo tanto, marcadas por el «patoterismo». Este es el tono que le ha dado el presidente a la campaña en sus últimas intervenciones, en las que ha pretendido «golpear la mesa» y expresar, de una manera entre bufonesca y chabacana, que desprestigia la misma investidura que transitoriamente le fue concedida, su «calentura» (un término ambiguo que une de modo incómodo a la ira con el deseo).

Pero, también, estarán marcadas por otro elemento que identifica a quienes encarnan está visión mesiánica y apocalíptica: «Nosotros o nadie». Esa parece ser la consigna, y la estrategia conjunta del gobierno y el FMI parece confirmar esa decisión macabra.

El macrismo y sus aliados funcionales a lo largo de estos años, están desesperados, y el peligro que eso conlleva es la creciente deriva prepotente y destructiva que muestra el gobierno en su empecinamiento. El macrismo parece preparado para asestar un golpe neroniano a la ciudadanía argentina en caso que las cartas que reciba en la repartida no sean de su agrado: que arda Roma, antes de permitir el regreso de gobiernos «populistas».

No obstante, como señalaba Eric Fassin recientemente, hablar de populismo en términos ideológicos parece una burrada. Más bien deberíamos hablar de «estrategias populistas». Y en este sentido, el macrismo, el radicalismo y los pseudo-peronistas que le hacen el juego, son tan populistas o incluso más populistas que sus detractados contrincantes.

Basta con leer algunas líneas en los manuales o testimoniales de Durán Barba para entender de lo que hablo. Incluso sus confesiones «intelectuales» nos informan con meridiana claridad quiénes son sus héroes teóricos, sus mentores como gurú del marketing electoral en lo que concierne a las estrategias. 

Eso significa que no tiene ya sentido seguir insistiendo en la autoimagen que tiene el macrismo de opción republicana y liberal (un oximorón, dicho sea de paso) y mucho menos que tomemos en serio sus alardeos del pasado, cuando alzaba la bandera de la seguridad jurídica o la transparencia. ¿Se acuerdan?

Decenas de prisiones preventivas a opositores, una red de espionaje al servicio de la extorsión, la mano dura que conduce lisa y llanamente a la indefensión, la arbitrariedad y el abuso de la fuerza y la represión injustificada y concertada de la protesta social, además de un aparato de propaganda del que solo pueden encontrarse antecedentes en las épocas dictatoriales de nuestra historia, todo esto pone de manifiesto el caracter cuasi-fascista del actual gobierno del Ingeniero Macri. 

Ante todo esto, debemos preguntarnos seriamente a quiénes votarán los argentinos. ¿Volverán a votar a los ricos y sus representantes, so pretexto de que sus riquezas personales nos garantizan honestidad («Macri no necesita robar, ya tiene dinero»)?

Lo cierto es que los ricos tienen riquezas porque tienen en una muy alta estima el dinero y el poder. Son ricos porque les importa hasta el último centavo de su riqueza. Son, por lo general, tacaños, explotadores, y expropiadores seriales. Allí donde van, se creen portadores de un derecho inherente de apropiación. El dinero y el poder es lo que erotiza sus sueños. Si no fuera así, sus esfuerzos estarían dedicados a otros menesteres: la ciencia, el arte, la genuina política del bien común, la religión, el amor. Pero sus días se consumen pensando y repensando cómo hacer más dinero, como obtener más cuotas de poder, cómo acabar con sus competidores, cómo manipular, reprimir o incluso aniquilar física o civilmente a sus contrincantes en la lucha por el poder. Su pasión no es otra que defender sus privilegios de clase.

La prensa argentina oficialista ha hecho mucho durante estos últimos años para demostrar lo contrario: que la riqueza no es pecado y que los ricos tienen una cierta ventaja moral por sobre las clases medias venidas a menos y los pobres.

Sin embargo, allí está el mismísimo presidente para desasnarnos.   La confesión que realizó en su momento de «calentura» (fingida o sentida) acerca de su padre, pone de manifiesto de dónde sale, al final (siempre), la riqueza de esta gente, cuál es el origen de esa «acumulación originaria». En la raíz de esa riqueza siempre hay sangre y pecado, crimen y corrupción, y la obsesión de estos hombres y mujeres inquebrantables en su voluntad de poder es esconder el carácter injusto de sus privilegios actuales. 

Macri y su familia son ricos porque su padre fue, sencillamente, un delincuente. Como otros ricos, la ley humana puede estar de su parte, pero la justicia a la que intuimos se refiere el «derecho natural», les contradice. 

En este caso específico, el de Macri y sus acólitos, podemos decir que ocurre lo opuesto a lo que anuncia en términos morales el existencialismo sartreano: «su esencia no es su existencia». Macri no es un «hombre nuevo». Macri es, sencillamente, su pasado. Es, enteramente, «el hijo de su padre», su heredero, pese a la pantomima de honestismo que teatraliza, y su fingida o sentida «calentura» duranbarbiana, con la cual pretende ocultar su verdad.