El momento de la universalidad
En estos días de esperanza contenida, confusión, desengaño e ira, necesitamos, además de articular nuestra capacidad discursiva dirigida a volver a ganar en la próxima contienda electoral, reflexionar en profundidad el tiempo que se cierra frente a nosotros, para encarar el abismo que se abre a nuestros pies.
Las elecciones de las PASO, efectivamente, marcan un antes y un después. El gobierno derrotado se muestra iracundo, desorientado, ansioso y proclive a seguir cometiendo errores que empeoran nuestra situación. En algunos casos, la falta de templanza, sumada a la distorsión ideológica y la ausencia de «densidad moral» de sus referentes amenaza con convertir en catástrofe lo que debería ser, sin más, un traspaso de poder en el ciclo de alternancias que supone el ejercicio de las democracias modernas.
Esta confusión no es fruto casual de las personalidades en pugna en la contienda electoral, ni es el resultado de la praxis política profesional. Tampoco es el fruto de una supuesta perversión o decadencia cultural de los argentinos, como se repite con demasiada asiduidad. Más bien es la expresión de una confrontación histórica, nunca saldada, entre diferentes «modelos de país». Los diversos hitos de esa historia deben leerse, primariamente (aunque no exclusivamente) en términos de «universalidades» en disputa. Por supuesto, los personajes no son irrelevantes. Los «próceres» que entroniza cada facción en su lucha por la hegemonía cultural encarnan dichas universalidades y las virtudes que supuestamente se promueven.
Pero, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de un «modelo de país»? Las coyunturas económico-financieras que atraviesa la Argentina cíclicamente invitan a pensar la cuestión de manera reduccionista. El nudo de la cuestión, nos dicen, gira en torno a la teoría económica que defienden los candidatos. De este modo, pertrechados con la argumentación consagrada globalmente para el caso, los economistas locales repiten sus razones para probar las bondades de sus propias recetas y las desdichas que causan (de maneras visibles o mediatas) las de sus contrincantes. Keynesianos, neokeynesianos, liberales clásicos, anarcoliberales, ordoliberales, marxistas y neoliberales de variados pelajes ocupan las pantallas televisivas explicando en lenguaje barrial para nuestras latitudes sus diagnósticos de época y las escasas recetas que en este presente incierto les es permitido delinear.
Sin embargo, la cuestión del «modelo de país» queda oscurecida debido, entre otras cosas, a las fórmulas reduccionistas que imponen las ecuaciones económicas. Lo cierto es que, en el fondo, lo que se encuentra en disputa son «filosofías políticas y sociales» contradictorias, al borde de la inconmensurabilidad en algunos casos.
Por consiguiente, lo que quiero defender es que lo que está en juego no son una serie de medidas económicas, ni siquiera concepciones económicas disímiles, sino que lo que disputamos es qué figura del Estado argentino imaginamos debería inspirar nuestras acciones políticas en el futuro que se abre ante nosotros. Y eso no significa, exclusivamente, pensar al Estado en el marco de su intervencionismo en el imaginario mercado que los liberales y neoliberales conciben como sagrado y exigen intocable. Implica también pensar el modo en el cual el Estado se entiende en relación a la sociedad civil de manera más amplia e incluyente. Entre otras cosas, cómo entender al Estado en relación a la ciudadanía y lo que implica ser ciudadano en términos de derechos y obligaciones en uno u otro Estado imaginado.
En este sentido, el macrismo ha demostrado que la relación que imaginan entre el Estado y la población sobre la cual este ejerce su poder se da de bruces con nociones sustantivas de derechos de «ciudadanía». El macrismo concibe al Estado como instrumento al servicio de los mercados, y dentro de los mismos, como un instrumento al servicio de las corporaciones económicas. El macrismo llegó al poder con el propósito explícito de posicionar a sus electores («el mercado») en una posición estratégica para librar otras batallas, en otros escenarios, para los cuales los «accidentes» locales son insignificantes. La pasión macrista por «volver al mundo», por ejemplo, y la fascinación macrista por la figura del alto ejecutivo de multinacional (CEO) como paradigma de la nueva política dice mucho de la filosofía política y social que inspiró a este gobierno fallido.
Se non è vero, è ben trovato
Por ese motivo, tildar de necedad e insensibilidad a Macri y a su entorno resulta problemático, porque al hacerlo esquivamos el antagonismo ideológico. Los movimientos nacionales y populares en cualquiera de sus formas no son repudiados por la real o supuesta corrupción de sus líderes, sino que, por el contrario, la corrupción real o supuesta de esos líderes es bienvenida porque sirve para argumentar contra las posiciones ideológicas defendidas por los líderes de esos movimientos. Por ese motivo, suelo decir que, si un gobierno popular fuera inmaculado moralmente y tuviera éxito en sus políticas alternativas, habría que inventarle de todas maneras corrupciones y escándalos para desacreditarlo ideológicamente. Buena parte de la política internacional se justifica de este modo. Si los enemigos del capital no son corruptos, habrá que volverlos tales para beneficio del capital.
En este sentido, el macrismo es una forma de «populismo», en contraposición de las «formas populares de hacer política» y, por consiguiente, promueve una forma de hacer política que es profundamente «anti-popular»: es decir, está al servicio de intereses que perpetúan y extienden la explotación de los de abajo, utilizando estrategias discursivas e implementando políticas cuyo fin es manipular la voluntad popular para ponerla al servicio de los sectores oligárquicos.
Esto se ha puesto de manifiesto de manera reiterada en las expresiones de sus funcionarios, y en las expresiones del propio presidente en más de una ocasión a lo largo de toda su carrera como funcionario público, primero en la ciudad de Buenos Aires, como intendente, y luego como presidente de la República. Macri desprecia al pueblo argentino, como desprecian al pueblo argentino todos los representantes políticos al servicio de proyectos que dan la espalda a los intereses y necesidades de las grandes mayorías populares, que están preparados a hambrear y reprimir a esas mayorías en nombre de un ideal político que se basa, justamente, en imaginar nuestro país sin esas mayorías, o con esas mayorías «reconvertidas» para servir a los intereses de las minorías privilegiadas.
Contra la justicia social
Hemos de ser claros en este asunto. Más allá de las alternancias circunstanciales y los «golpes» de efecto que han interrumpido cíclicamente la continuidad de los proyectos nacionales y populares con el fin de imponer la visión de una minoría y garantizar sus intereses de clase, la sociedad argentina se caracteriza por el persistente empeño en materializar un tipo de organización política basada en una noción muy peculiar de la «justicia social». Y con ello no me refiero exclusivamente al peronismo, aun cuando es evidente que es en el vocabulario «justicialista» que expreso en este contexto esa dimensión utópica de una «comunidad organizada» en la que se inspira la política popular en el ámbito local. Entre otras cosas, porque eso que llamamos peronismo o justicialismo es un movimiento diverso, que encuentra en su seno expresiones variadas, muchas veces en tensión antagónica, pero que en ocasiones es capaz de acomodar en su seno las más diversas expresiones dentro del espectro ideológico, especialmente cuando a lo que se enfrenta es a una concepción «neocolonial», si se me permite el vocablo, que en el presente adopta políticamente una forma cultural cosmopolita al servicio del capitalismo financiero y un acceso privilegiado a los mecanismos del Estado que facilita la apropiación y la monopolización de los recursos naturales y del trabajo humano.
Por consiguiente, cuando decimos que lo que está en disputa detrás de la ecuación de cada economista es una filosofía política y social, lo que estamos diciendo, en última instancia, es que los economistas responden implícitamente a una cierta concepción de la «naturaleza humana» o, al menos (y mayoritariamente en nuestras circunstancias locales), a una concepción de la naturaleza del «pueblo argentino». Cuando escuchamos a esos economistas y dirigentes políticos comparar a la sociedad argentina y a su gente con los llamados «países serios», estamos ante una descalificación en toda regla de las mayorías populares, y una distinción implícita de esa Argentina profunda con quienes emiten esos juicios despectivos respecto a los imaginarios y prácticas sociales del pueblo argentino, y se identifican con las minorías ilustradas.
No se necesita demasiada perspicacia para identificar ese trasfondo en el macrismo. La derecha vernácula, tanto en sus formas neoconservadores como neoliberales, tiende a responsabilizar al pueblo y a sus líderes de todos nuestros fracasos, y se inclina por concebirlos como lo bajo, lo oscuro, lo corrupto, lo pecaminoso, la causa fundamental de nuestra frustración colectiva. En contraposición, identifica a las élites ilustradas como las portadoras de una verdad salvífica, conectada al mundo, sofisticada y civilizada. Es decir: sigue afirmando la concepción sarmientina de la antinomia «civilización y barbarie», lo cual le sirve de base, dicho sea de paso, para intentar imponer una nueva regla educativa que está enteramente al servicio del capital (en contraposición a una educación al servicio de la libertad) y un nuevo registro represivo (con el fin de contener los malestares que esta reconversión de «la gente» a mero instrumento produce). En síntesis: estas minorías están empeñadas y obsesionadas por superar las tradiciones políticas populares como el peronismo, a las que tildan de «populistas», al que acusan de supersticioso, y asocian a la fealdad moral y al oportunismo, y por medio del cual explican el fracaso histórico de la sociedad en la que vivimos: la famosa decadencia de los últimos 70 años de los que nos hablan personajes como José Luís Espert o Fernando Iglesias.
Psicología y política
En este contexto, el enfado de Macri no es (o no es solo) una muestra de la debilidad moral del presidente frente a la adversidad de la derrota. Se trata más bien de la expresión de su fanatismo y su obsesión política. Macri es heredero de una tradición que tiene como principal objetivo contener las aspiraciones de las grandes mayorías populares, que desprecia sus reivindicaciones y considera a la patria como objeto de su exclusivo señorío.
Como señalaba hace ya muchos años la filósofa política Ellen Meiksins Wood, los sistemas políticos de pensamientos institucionalizan específicas concepciones del ser humano que favorecen, premian, o privilegian ciertos tipos ejemplares de seres humanos. El macrismo pretendió convertir a figuras como Juan José Aranguren, Luís Caputo o Carolina Stanley, entre otros, en paradigmas de la nueva política argentina. El CEO, el especulador financiero, y la directora de ONG, imitando la estética de la gobernanza neoliberal, se unieron durante cuatro años con el fin de materializar el sueño cosmopolita de las élites argentinas para el siglo XXI. El resultado: un fracaso rotundo que, una vez más, los sectores populares tendrán la responsabilidad de subsanar.