En esta entrada voy a hablar de dos cuestiones. Por un lado, me gustaría reflexionar brevemente sobre las organizaciones de Madres y Abuelas a la luz del escándalo desatado por el caso Schoklender.
En segundo término, me gustaría abordar esta misma cuestión desde la perspectiva de su tratamiento mediático y respecto a lo que se pretende conseguir con la deslegitimación de estas organizaciones.
Esto, evidentemente, está conectado muy estrechamente con una postura del establishment respecto del pasado, que se pone especialmente de manifiesto cuando consideramos causas como la de la supuesta apropiación por parte de la señora Ernestina Herrera de Noble, de los hipotéticos hijos de desaparecidos, Marcela y Felipe Noble Herrera.
Con respecto al supuesto lavado de dinero y otras supuestas prácticas fraudulentas por parte de Sergio Schoklender, no hay mucho que se pueda decir. En este momento, la causa está en la justicia. Quedan muchas cosas por esclarecer. En principio, la propia responsabilidad del imputado, y en segundo término la responsabilidad de los dirigentes de la organización que hayan permitido los supuestos ilícitos. Finalmente, la responsabilidad del gobierno nacional y municipal en estas causas. Como el asunto se encuentra en la justicia, no hay mucho más que pueda agregarse, excepto la convicción de que es necesario que las irregularidades y delitos sean clarificados y los responsables condenados por ello. Punto.
Ahora bien, la pregunta interesante gira en torno a otra cuestión. Lo que se trasunta a partir de las incontables editoriales de prensa, radio y televisión, es una voluntad deslegitimadora de las propias organizaciones de Derechos Humanos aliadas circunstancialmente con el gobierno nacional, y muy especialmente a una de sus caras visibles, la señora Hebe de Bonafini, un bocadillo especialmente apetecible de la oposición más reaccionaria.
No voy a detenerme en esta cuestión, ni en las razones formales que mueven a una parte de la ciudadanía a poner en entredicho a la señora Bonafini. Lo que pretendo, en todo caso, es responder a la pregunta de la legitimidad a través de un argumento que debería tomarse en consideración en vista a dos razones.
La primera es que ha sido una reiterada afirmación de la oposición mediática achacar al Kirchnerismo el haberse acercado a las organizaciones de Derechos Humanos con el propósito de obtener una legitimidad que el descrédito cultural y la sequía de las urnas no le prodigaban.
Esta crítica reiterada, que ha encontrado su mejor pluma en Beatriz Sarlo, quien retrató a Néstor Kirchner como un audaz calculador, dotado de una especial sensibilidad maquiavélica a la hora de construir poder, ha llevado además a que importantes referentes periodísticos de los Derechos humanos (Lanata, Tenembaum, entre otros) que en los noventa sostenían las banderas de las Madres y las Abuelas con pasión guerrera, se distanciaran de estas organizaciones al acusarlas de haber sido cooptadas por el kirchnerismo.
Creo que no está demás preguntarse si, además de las cuestiones estrictamente legales que definen el caso Schoklender, no existe detrás de la fascinación mediática intencionalidad política. Yo diría: ¿Quién puede dudarlo?
Más difícil es interpretar esta intencionalidad. Creo que la clave se encuentra en la propia lógica de la legitimación. Si es cierto que una buena parte de la legitimidad del Kirchnerismo se construye a partir de su adhesión plena a las causas de los Derechos Humanos, y su compromiso eminente con las organizaciones más emblemáticas que han sostenido durante décadas esas banderas en la Argentina, no cabe duda que para deslegitimar al Kirchnerismo (tarea en la cual se encuentran abocados de manera irresponsable día tras día la mayor parte de los opositores) es imprescindible, (A) o bien disminuir la identificación entre el Kirchnerismo y los Derechos Humanos (esa ha sido la estratégica mediática habitual en los últimos años), o bien, (B) horadar la misma fuente de legitimación, como es ahora mismo el caso.
Con respecto a (A), la explicación de Sarlo es la más consistente, aunque falaz. De acuerdo con Sarlo, quien comparte la política de Derechos Humanos elegida por Argentina, en contraposición a la elegida por nuestros parientes históricos y geográficos (Uruguay, Chile, Brasil, etc.) la perfidia kirchnerista ha sido desconocer la historia, autoerigiéndose a sí mismo como el comienzo de la propia historia de reivindicación de los Derechos Humanos en Argentina, para legitimarse a sí mismo como gobierno. De acuerdo con Sarlo, la política de Derechos humanos se inició con el proceso a las juntas militares, y con idas y venidas, nos dice Sarlo, esa ha sido nuestra política desde entonces.
Aunque uno simpatiza con el aspecto afín de su argumento, decir que las políticas finales de Alfonsín y Menem ( las leyes de Punto final y Obediencia debida, y los indultos) son meras “idas y venidas” y no giros copernicanos respecto al paradigma elegido por la ciudadanía para enfrentarse al terror de estado es cuando menos una interpretación forzada de la historia.
No cabe duda que, aun teniendo como precedentes los juicios a las Juntas, en función de las decisiones que el propio Alfonsinismo tomó posteriormente, frente al despilfarro moral del Menemismo y la indiferencia concertada del delarruismo, podemos considerar al Kirchnerismo como un “evento” fundacional que tiene como epicentro un extenso compromiso con los Derechos humanos de un modo inédito en la Argentina en lo que concierne al lugar que los mismos habían tenido para el Estado.
Ahora bien, para entender la importancia de los Derechos humanos en esta etapa de gobierno, es necesario retroceder.
Creo que efectivamente Kirchner construyó lo más esencial de su legitimidad soberana por medio de ese compromiso con el ideario de los Derechos humanos defendidos por organizaciones como Madres y Abuelas. Pero al contrario de lo que sostiene Sarlo, no creo que esto se debiera a la vocación calculadora, maquiavélica del político, sino más bien con su compromiso con los bienes que lo definen identitariamente.
La recuperación de una identidad apropiada no es sólo una urgencia individual, sino también un imperativo social. Existe una estrecha analogía entre la historia de vida de los niños apropiados que recuperan, ya adultos, un nombre, un entorno y una memoria de la cual se les había despojado, y un fenómeno análogo que aconteció colectivamente a la sociedad argentina entre 1976 y 2003. Kirchner, al promover la recuperación de las identidades sustraídas, ayudaba a la sociedad a reconocer su propia identidad militante, su propio compromiso con la construcción de una paz social sostenida sobre los pilares de la justicia social, la soberanía política y la independencia económica.
Sin embargo, una reconstrucción de este tipo debía encontrar su fundamento, su legitimidad. Recordemos lo que implica el 2001. La más profunda crisis institucional que ha vivido el país en toda su historia. Un verdadero estado de excepción. La propia norma constitucional había perdido toda autoridad. No había manera de legitimar un nuevo gobierno a través de la “mera” normatividad, era necesario tomar una decisión fundacional que le diera legitimidad al nuevo gobierno más allá de lo que dijeran o no dijeran las urnas. En este sentido, Néstor Kirchner funda la Argentina contemporánea. Pero para hacerlo debe encontrar un suelo, un pedazo de tierra firme. Lo sabemos: ni los partidos políticos, ni los sindicatos, ni los empresarios, ni los medios de comunicación, ni los militares, ni la Iglesia católica, pueden ofrecer la legitimidad necesaria para sacar al país de la catástrofe institucional que está viviendo. Todos estos estamentos están profundamente desprestigiados.
Sin embargo, hay dos organizaciones, especialmente, que representan la posibilidad de una nueva institucionalidad, de un nuevo basamento sobre el cual construir una nueva Argentina. Estas organizaciones son Madres y Abuelas. Hay muchas razones simbólicas que merecerían ser tratadas en detalle, pero no menor es el modo en el cual, con un coraje desacostumbrado, las Madres y las Abuelas se enfrentaron al desafío de recuperar a sus desaparecidos (hijos y nietos). El modo fue una paciencia enorme acompañada por una fe persistente en que sólo la justicia podía ser el camino de la reparación.
En este sentido, Madres y Abuelas fueron un hilo conductor que permitió la recuperación de la legitimidad de todo el entramado institucional. Madres y Abuelas permitieron reconstruir la justificación del poder soberano, una justificación que no se encuentra en las propias leyes, que en todo caso son el resultado del acto fundacional, sino en los bienes últimos que orientan la norma.
En este sentido, deberíamos andarnos con cuidado. Atacar a Madres y Abuelas, en la Argentina contemporánea, es como atacar a la bandera o el escudo. Se han convertido, por mérito propio, en símbolos de nuestra identidad. Son la ilustración de un Nunca más que se apoya en la memoria, pero también en la paciencia desarmada de las convicciones, en la fidelidad respecto a la justicia (pese a la injusticia de los hombres concretos que muchas veces la gobiernan), y el amor a la vida de todos.