Madrid-Buenos Aires: las derechas en pie de guerra

Vivimos una época difícil. La pandemia ha causado un verdadero estrago en la vida psíquica de los ciudadanos, y ha llevado a la convivencia al límite de la tolerancia (ese antídoto efímero – como dice W. Brown – que los liberales inventaron para eludir el compromiso con el genuino reconocimiento del otro). 

En este contexto, más allá de las respuestas histéricas de una parte (importante) de la población que hoy se afirma en toda clase de negacionismos militantes – pese a la extenuante exigencia cognitiva que supone un negacionismo de este tipo ante el tamaño de la evidencia que tenemos por delante – el grueso de la población responde a los graves trastornos emocionales que padece alineándose a la política belicosa en la que cosechan votos los desalmados, quienes no le hacen asco a las irracionalidades y a las mentiras, quienes ejercen sin prevenciones la arbitrariedad y el patoteo. 

Las elecciones madrileñas que en los próximos días decidirán la suerte de la capital española, y la gravísima crisis institucional que vive la Argentina ante el desacato de las autoridades municipales a las medidas federales impuestas con fuerza de ley por el gobierno nacional, y justificadas por el ascenso exponencial de los contagios y las muertes, son un ejemplo de lo que se cuece de un lado y del otro del Atlántico. 

Sin embargo, no hay que exagerar. El fenómeno es global. La caída en desgracia de Donald John Trump, y la creciente impopularidad de Jair Messias Bolsonaro, no son los signos de un cambio de época. Muy por el contrario, el odio y el resentimiento son los marcadores principales de la política en nuestros días. No hay rincón en el planeta donde, aparentemente, eso que llamábamos alegremente «crispación» hace unos años, no se haya convertido en un verdadero «hervidero» de prejuicios y aversiones intestinales que animan los más bajos impulsos. En este contexto, todas las relaciones personales quedan marcadas por la irracionalidad, la violencia y un autoritarismo creciente que cotiza en bolsa. 


Frente a todo esto, no parece servir de mucho rasgarse las vestiduras, ni jugar a la indignación moral. La ley del valor ha acabado de dar su giro copernicano. No hay lugar ni siquiera para el famoso «poder blando» al que con tanto empeño se dedicaron los dueños del hambre y de la muerte para ocultar sus vergüenzas. Eso significa que los signos del zodiaco apuntan directamente a Marte, el dios de la guerra. 

En este sentido, el victimismo y el sentimiento de ofensa, especialmente cuando lo articulan las izquierdas progresistas, feministas y ecologistas, esas izquierdas fetichizadas que la derecha utiliza como muñeco de trapo donde disparar sus dardos envenenados, no solo parecen actitudes que delatan impotencia, sino que parecen contener en su tejido, el desatinado moralismo que los condena a su perdición. 

El hecho es que hay una parte de la sociedad civil (una gran parte de la sociedad civil) que pide sangre, consume circo romano y anhela ver en sus canales de televisión y en los dispositivos a través de los que consumen la programación continuada de tertulias, debates e informes engañosos y subidos de tono, los cadáveres ultrajados de sus contrincantes. 

En este marco, la tarea fatigosa, obsesiva, recurrente (y uno quisiera sumar «necesaria») de denunciar las fechorías de las derechas locales con la complicidad de las izquierdas neoliberales (no es un oximorón), no hace más que multiplicar en la cacofonía que producen los insultos lanzados de un lado y otro de los estudios televisivos o los hemiciclos donde se teatraliza la guerra por otros medios, la desafección de la población (ya no ciudadanía) con la política. El resultado es un regreso al aturdimiento, al desamparo, al miedo, a la anarquía donde la única estabilidad la impone el capital y el cuerpo policial al servicio de la propiedad privada de quienes verdaderamente «cuentan en el mundo». 

En ese momento de desamparo moral, de guerra de todos contra todos, es cuando, el pobre (y aún más el empobrecido de reciente data), despojado de las condiciones para ejercer sus derechos, mendiga al poderoso magnanimidad y se esclaviza. Los discursos recurrentes que en estos días escuchamos, aquí y allá, sobre la necesidad de garantizar esas condiciones de posibilidad de la democracia, a través de un golpe autoritario (material o retórico) que retorne a su senda el ethos pervertido de la patria, ejemplifica el momento hobbesiano. 

El interrogante ante esta encrucijada, ante la impotencia que inspira una democracia sitiada por el capital, afanoso por impulsar estrategias de confusión y desorden para evitar que las miradas se vuelvan sobre sí, es: ¿qué hacer?

Si la democracia, efectivamente, ya no nos brinda los recursos que exige el momento de crisis. Si sus procedimientos están viciados por el simulacro de igualdad que oculta la asimetría creciente. Y si la arbitrariedad sedimentada en sus instituciones por la lealtad de clase en su origen, y la injusticia y la humillación moral se inyecta metódicamente en el cuerpo social para producir un estado de parálisis en el músculo que debe ejercitar la resistencia, ¿qué nos queda? ¿la violencia?

Buenos Aires y Madrid se miran en el espejo y se reconocen como amantes de un mismo dios belicoso y arrogante. Sus votantes, enfurecidos, llaman a la rebelión para defender a sangre y fuego sus privilegios. 

Hoy, Isabel Díaz Ayuso y Horacio Rodríguez Larreta son los abanderados de esta política del desprecio moral que ejercitan las derechas desinhibidas. 

Sin embargo, lo peor está por verse. Porque bajo la sombra de estos personajes caricaturescos de las derechas iberoamericanas que concitan el aplauso animado de sus votantes más enfebrecidos, agradecidos por preservar sus derechos de libertad y propiedad ante la horda de hambrientos que se asoman en el horizonte, esperan su turno personajes aún más siniestros.