Introducción
En este artículo abordaré brevemente algunas cuestiones relativas a las experiencias de sufrimiento y la violencia en las sociedades contemporáneas. Para ello dividiré la nota en cuatro apartados.
(1) Comenzaré refiriéndome a los “estados de negación”, tal como estos fueron analizados por el sociólogo sudafricano Stanley Cohen. (2) A continuación haré una breve mención sobre el consumo obsesivo y mórbido de violencia en nuestras sociedades contemporáneas. (3) Luego, intentaré presentar sucintamente el bosquejo de un análisis tridimensional de estos fenómenos, inspirado en la lectura de dos autores distantes geográfica y temporalmente (el filósofo contemporáneo, de nacionalidad eslovena, Slavoj Zizek; y el filósofo budista de origen indio, Chandrakirti, quien vivió en el siglo VII de nuestra era). Finalmente, (4) me referiré brevemente a nuestras respuestas habituales frente al sufrimiento y la violencia, sus límites y problemas.
Estados de negación
En una obra importante titulada States of Denial. Knowing about Atrocities and Suffering (2001), el sociólogo Stanley Cohen analizó nuestras respuestas habituales frente a las experiencias personales y colectivas de sufrimiento y violencia.
A partir de estudios clínicos sobre la depresión, imágenes de sufrimiento publicitadas por los medios, las explicaciones de los testigos pasivos y la conocida experiencia conocida como «fatiga de compasión», Cohen intenta dar cuenta de las estrategias personales y colectivas para evadir o evitar las realidades incómodas.
De acuerdo con Cohen, nuestras respuestas habituales son el resultado de complejos mecanismos de defensa que van desde las simples mentiras, pasando por el autoengaño, los errores perceptivos (como la falta de atención o la atención distorsionada) y otros errores cognitivos, como los fallos en nuestras inferencias, etc., que cumplen la función de filtrar o descartar de nuestras experiencias ciertos aspectos desagradables de dolor y violencia.
El consumo mórbido de violencia
Sin embargo, los medios de comunicación masiva y las redes sociales nos bombardean constantemente con imágenes y narrativas de sufrimiento y violencia. Estamos obsesionados con estas imágenes y narrativas, y las consumimos de manera mórbida.
Crímenes, atentados terroristas, desastres naturales, violencia de género, accidentes, enfermedades, etc., todos estos episodios tienen un lugar destacado en nuestro menú de entretenimientos cotidianos, y, hasta cierto punto, podemos afirmar que nuestra cultura es insaciable respecto a estos productos.
Tres dimensiones del sufrimiento y la violencia
Dicho esto, cabe preguntarse: ¿De qué manera reconciliar esta obsesión mórbida con la afirmación de que tenemos tendencias habituales a negar el sufrimiento y la violencia?
Un examen más minucioso de estos conceptos que nos permita expandir su significación puede ayudarnos a resolver la aparente paradoja.
En general, estamos obsesionados exclusivamente con los aspectos más superficiales de nuestra experiencia, con las expresiones de sufrimiento y violencia explícitas u ostensibles.
Debido a ello, las dimensiones más sutiles permanecen ocultas, impidiendo que prestemos atención allí donde podemos encontrar las claves interpretativas para entender nuestra situación.
De acuerdo con Zizek, lo que subyace a la dimensión explícita es la dimensión simbólica. Chandrakirti habla del sufrimiento del cambio, ambos apuntan a un aspecto análogo de la experiencia.
Vivimos en sociedades que promueven de manera militante falsas expectativas de felicidad y plenitud, cuyos logros se asocian a nuestra capacidad de consumo y competitividad. Sin embargo, sabemos fehacientemente que estas expectativas injustificadas y las estrategias que adoptamos para lograr nuestros propósitos contribuyen masivamente a experiencias de frustración y angustia individual y colectiva. Por otro lado, debería ser un lugar común la afirmación que la distancia que separa a una sociedad competitiva de una sociedad conflictiva es muy estrecha, especialmente cuando concebimos el tejido social en términos de ganadores y perdedores absolutos.
Más sutil aún es la dimensión sistémica a la que se refiere Zizek, cuyo correlato análogo en el lenguaje budista de Chandrakirti es el sufrimiento omnipresente. En este caso el acento está puesto en la lógica inherente de la totalidad de los mundos de vida que habitamos, cuyos componentes se caracterizan por su finitud, que en términos humanos se traduce en una condición de radical dependencia y vulnerabilidad.
Siguiendo un análisis heideggeriano sobre la historicidad constitutiva del ser, sugerimos que esos mundos vitales que habitamos se constituyen en cada época de maneras diversas. Nosotros sugerimos, siguiendo a la filósofa feminista Wendy Brown, que a nuestra época corresponde un sistema-mundo-de-vida gobernado por la razón neoliberal, la cual subsume todos los aspectos de nuestra existencia a su lógica inherente.
De este modo, nuestras experiencias individuales son reducidas a productos o utilidades en el mercado de capital, incluida nuestra propia identidad individual y colectiva. Ello supone entendernos a nosotros mismos como entidades descartables, que pueden ser excluidas sin miramientos de los círculos tradicionales de protección y de cura comunal.
Esta reducción radical de nuestra dignidad humana a mera mercancía supone además una profunda mutación en los trasfondos que son el punto de partida en cada época para la construcción narrativa de nuestras identidades.
Arrojados desnudos a una experiencia de absoluta vulnerabilidad e impotencia, desprotegidos y despojados de las antiguas certezas que ofrecían los entramados sociales jerárquicos en los que se tejía nuestra identidad, la tentación de adoptar como alternativa alguna de las muchas formas de fundamentalismo que se ofrecen en el mercado de las identidades aparece para muchos como una tabla de salvación, con las dramáticas consecuencias que todos conocemos.
Los muros
Como ha señalado Wendy Brown, nuestra estrategia habitual frente a la extensa experiencia de sufrimiento y la violencia de nuestra época, consiste en construir muros que prometen, no solo protegernos, sino que también nos ofrecen la recuperación de un florecimiento y una plenitud largamente anhelada, al tiempo que constituyen la base para recuperar una supuesta identidad perdida.
Estos pueden ser muros materiales, como ocurre con aquellos levantados para mantener fuera de nuestras fronteras a los «bárbaros»; o como sucede en los barrios cerrados de los ricos y las clases medias acomodadas en las periferias de las metrópolis del tercer mundo, donde se elevan con la pretensión de expulsar o impedir la entrada al resto de la población a esa imaginaria comunidad que promete libertad y seguridad, purificada de los aspectos amenazantes que reinan a su alrededor.
Pero también muros psicológicos, construidos para defender nuestra subjetividad de amenazas más sutiles, aquellas que nos afectan psíquica o emocionalmente, sirviéndonos, como simbólicos «mecanismos de negación”, con el fin de blindar nuestras frágiles identidades personales y colectivas.
Un cambio de perspectiva
Brown insiste que estas estrategias son, no solo inútiles – debido a que no cumplen su cometido, sino contraproductivas, porque ponen de manifiesto nuestra debilidad y nuestra impotencia frente a las amenazas que nos rodean, empeorando de este modo nuestra situación.
Si nuestro objetivo consiste en superar, o al menos minimizar, la escalada de violencia que caracteriza a nuestras sociedades contemporáneas; si nuestro propósito consiste en reducir el enorme sufrimiento, la experiencia de frustración y angustia que parece embargarnos a todos en esta época de profundo desasosiego; el punto de partida es reconocer que nuestra estrategia actual está fracasando estrepitosamente. A partir de allí, nuestra tarea consiste en comprender acabadamente la naturaleza última de la violencia y el sufrimiento que nos envuelven, sin quedar cautivos, ni ser empujado a responder superficialmente a sus manifestaciones ostensibles, con el fin de comprometernos en la tarea de realizar los cambios radicales que exigen nuestra situación presente.
No podemos seguir siendo lo que somos, ni podemos seguir repitiendo de manera perversa que nuestro principal objetivo consiste en no dejarnos torcer el brazo por el terror, repitiendo obstinadamente que no permitiremos que cambien «nuestro estilo de vida». Por la sencilla razón que nuestro estilo de vida es una parte constitutiva de la ecuación que resulta en violencia y sufrimiento manifiesto.
Ante la profunda desigualdad e injusticia social que caracteriza nuestra época; las amenazas y atentados a la paz que se suceden todos los días; y el peligro creciente de una catástrofe medioambiental; estamos obligados a asumir nuestra responsabilidad y cambiar.
Post-scriptum. Sobre el atentado en Manchester
Llevo dos días pensando en las respuestas de nuestros gobernantes a los atentados en Manchester. Quizá, lo que más me impresionó del discurso de Theresa May fue su determinación: “Los terroristas no nos cambiarán, no renunciaremos a nuestro estilo de vida”. El gesto fue imitado por los ciudadanos comunes que repitieron las frases cada vez que tuvieron oportunidad de hablar frente a un micrófono.
La afirmación, evidentemente, tiene un sentido específico en el presente contexto, pero a esta altura creo que todos podemos recordar que se trata de una frase de ocasión (como la propia May confesó en la primera conferencia de prensa que ofreció después del atentado). Ya la escuchamos en Washington, en París y en Madrid. Hollande utilizó prácticamente la misma frase, lo mismo hizo Bush y Obama, y también Rajoy, Cameron y otros muchos: «No nos cambiarán».
Sin embargo, sabemos que son frases huecas, palabras vacías, hasta cierto punto mentirosas. Los atentados terroristas ya nos han cambiado, aunque nos neguemos a ello. La pregunta, en todo caso, es: ¿en qué dirección nos han cambiado? Y mi respuesta, por el momento, es pesimista. No nos ha hecho mejores, sino todo lo contrario. Aquí y allá hay gestos de lucidez que nos permiten mantener la esperanza, pero en general nos movemos entre el negacionismo y la respuesta ciega a la afrenta explícita de la violencia que irrumpe en nuestras vidas.
El problema de fondo, como decía más arriba, es no entender que nuestras sociedades no son meras «víctimas» del terrorismo, sino cómplices de la muerte y la destrucción de ambos lados de nuestras fronteras. Sin nuestra complicidad colectiva, estos atentados no tendrían lugar. No son un azote caído del cielo, sino el efecto acumulado de nuestras decisiones políticas.
Por supuesto, los niños asesinados y las decenas de heridos no son responsables de lo ocurrido. Son inocentes (y eso hace el atentado aún más despreciable, como otros asesinatos «inteligentes» que hemos cometido «en la periferia», donde cientos de otros niños han muerto debido a esta guerra sin cuartel que llevamos adelante «contra los nuevos bárbaros». Tampoco esos niños eran responsables. Fueron también víctimas inocentes.
Sin embargo, creo que podemos estar de acuerdo que la inocencia de los niños no ofrece inmunidad a nuestras sociedades que sí son responsables de lo ocurrido.
Por ese motivo, tenemos que analizar desapasionadamente la frase de Theresa May y de otros líderes políticos y ciudadanos comunes que afirman rotundamente: “No nos cambiarán». ¿Es razonable una afirmación de este tipo? ¿No es una expresión de necedad? ¿Acaso no es una prueba rotunda de un negacionismo extendido que se expande entre los ciudadanos de las sociedades centrales que parecen querer sacarse de encima cualquier responsabilidad acerca de lo que hacen sus representantes? ¿No es esta una prueba del deterioro evidente de las democracias reales en Europa?
En breve, el sufrimiento y la violencia son mucho más hondos de lo que pensamos; y como otros grupos humanos, también nosotros podemos estar cautivos por mitos que nos ayudan a negar, a través de la mentira, el autoengaño, la desatención o la atención distorsionada, las falsas inferencias o las interpretaciones sesgadas, porque nos ocurre lo que nos ocurre.