La exterioridad
«Afuera» está el virus. Eso dicen. Las calles están vacías. Los signos del peligro, además del silencio que nos envuelve, y la distancia que hemos establecido entre nosotros son las mascarillas (compradas o improvisadas). Como los lazos amarillos, negros, morados o de otro signo en la era pre-pandémica, las mascarillas definen a los crédulos frente a los incrédulos y a los agnósticos:
«¿Es real la pandemia o se trata de otra cosa: una estrategia de dominio, por ejemplo?»
La discusión, a esta altura, ya no tiene sentido. Con el paso de los minutos y las horas, las estadísticas globales han acabado derrumbando el imaginario conspiranoide. Hemos de enfrentar la verdad: nuestra vulnerabilidad y finitud.
Más allá de las redes sociales: la exterioridad de los cuerpos. Más allá de nuestros hogares: esa otra exterioridad que es el mundo, en la que todavía transitan servidores públicos (sanitarios, policías, militares), trabajadores que brindan servicios esenciales (transportistas, repartidores, comerciantes), poniendo en riesgo su salud y su vida para garantizar la salud y la vida al resto de la población.
Pero hay otras exterioridades.
1. Los refugiados, o los subsaharianos sin papeles, que deambulan como cuerpos espectrales por nuestras calles, o se «acumulan» en los abandonados campos de asistencia en Grecia, o en esa no man’s land en la que se ha convertido la frontera turca.
2. Los «chinos» y otros pueblos asiáticos, quienes siguen siendo nuestra exterioridad política y cultural (pese a toda la alharaca multicultural y las odas retóricas a la tolerancia de las últimas décadas).
3. Y las poblaciones de las sociedades menos desarrolladas tecnológicamente y subsumidas a las lógicas de desposesión y explotación del capital (África, América Latina, las sociedades asiáticas más atrasadas) que se enfrentan a la pandemia con la desnudez de su condición paupérrima.
Finalmente, la exterioridad biológica, la no-humanidad. La naturaleza en su faceta «cruel», puras garras y colmillos: el virus. Aunque el virus esté hecho con el material de nuestros propios cuerpos y acabe habitando en nosotros como en su propia casa.
El mundo que nos sobreviva
El presidente español, Pedro Sánchez, se dirigió hoy a la ciudadanía para pedirle que se prepare: los datos que recibiremos en los próximos días serán psicológica y emocionalmente devastadores. La tristeza y la angustia acompañará nuestra reclusión colectiva. Pero, ¿qué quiere decir prepararse en estas circunstancias?
No se trata únicamente de los números: 30.000 infectados, 2.000 muertos, y las cifras van en ascenso, sino de la microfísica de la catástrofe.
Las autoridades sanitarias nos dicen que, como ocurrió con el hundimiento del Titanic, no alcanzan los botes para salvar a todos. No hay suficientes recursos. En Italia, leemos consternados, se desconecta de los respiradores a los ancianos para salvar a los más jóvenes. Y en las UCIs españolas solo se atienden a aquellos cuya salvación es viable. Mientras tanto, se improvisan hospitales de campaña y se refuerza con residentes y estudiantes de medicina las adelgazadas tropas sanitarias. Pero todo esto no es gratis: 3500 de esos sanitarios están a día de hoy infectados con el virus.
Mientras tanto, otra fotografía da cuenta del peligro que acecha a la humanidad en su conjunto. En las portadas de los diarios argentinos, el presidente Alberto Fernández recorre en helicóptero el espacio aéreo de la capital del país con el propósito de comprobar el cumplimiento estricto de la cuarentena decretada hace unos días.
En Europa, llega en medio de la tristeza omnipresente, la primavera. Desde la ventana de mi apartamento, veo el Mediterráneo, e imagino las playas desiertas. El cielo está muy azul, el aire limpio. Pero el brillo del sol de este día de domingo no disuelve la tristeza del luto que envuelve a todo el país.
En América Latina, en cambio, llega el otoño, y con ello, el frío y la humedad. Si el proceso se repitiera como en Europa, el pico de la epidemia encontrará a millones de latinoamericanos que viven en chabolas precarias, en los barrios pobres y abarrotados, en el peor escenario. Es urgente frenar el contagio.
Pero la crisis sanitaria solo es el comienzo de una larga crisis: recesión, desempleo, pobreza, y amenazas de populismos xenófobos y nacionalismos enfermos.
Más allá de la oportunidad y el peligro
Los ortodoxos neoliberales se han quedado sin argumentos. El BCE ha sido contundente: barra libre para inyectar dinero con el fin de afrontar la crisis, y luz verde a los Estados miembros (pese a la reticencia alemana) para flexibilizar sus políticas fiscales con el objetivo de emprender sus planes de reconstrucción futura.
Por su parte, el FMI ha sido taxativo respecto a sus programas de re-endeudamiento y ajuste estructural, como el que propicio en la Argentina presidida por Mauricio Macri y sus «Newman’s boys». Hay que deshacer el desaguisado, asumir la responsabilidad del organismo, promover una quita entre los tenedores de deuda y reordenar los cronogramas de pago por razones que podríamos llamar «humanitarias», pero que implican, en cualquier caso, un cambio de ciclo ideológico.
Sin embargo, ni el entusiasmo por la oportunidad que escondería supuestamente la crisis, ni el pesimismo que delatan los relatos más catastrofistas, hacen justicia con la situación que enfrentamos. Avanzamos hacia territorio desconocido, inexplorado. La crisis de legitimidad que afecta a todos los órdenes institucionales de nuestras sociedades capitalistas se ha visto confirmada por la incapacidad de las élites globales de afrontar de manera mancomunada la tragedia.
La reconstrucción social, económica y política del mundo exigirá un talento que no está a la mano de nuestros líderes actuales, ni es parte de su know-how basado en prácticas destructivas, la glorificación de la competencia, y el crecimiento a cualquier precio. Un hecho que ponen en evidencia las lealtades políticas e institucionales en este país, y el ventajismo inherente de aquellos que no le hacen asco a las muertes que se multiplican, ni a la tragedia personal de millones ante el miedo y la angustia que atenaza sus corazones.
Re-educación emocional
En este punto lo objetivo-institucional confluye con lo subjetivo-imaginario. Necesitamos reeducarnos psicológica y emocionalmente para afrontar el futuro inmediato y el futuro posible que se abre ante nosotros más allá de la oportunidad y el peligro.
Reeducarnos psicológica y emocionalmente conlleva, en primer lugar, volver a aprender a discernir, individual y colectivamente, entre lo urgente, lo importante y lo superfluo en todas las dimensiones de nuestras relaciones sociales: las de la producción, la circulación y el consumo, como diría Marx.
En segundo lugar, volver a pensar esa palabra que con tanta ligereza evocamos para exigir derechos, pero que en raras ocasiones tiene tiempo para el otro: «libertad»
Los individuos somos libres en la medida que seamos capaces de enfrentar nuestros miedos. Algo semejante ocurre con las sociedades, que deben ser valientes sin ser temerarias. Nuestra reacción ante la crisis ha pecado de ambos extremos: la falta de coraje y la temeridad acrítica y frívola. El futuro exige que transitemos caminos oscuros, con precaución, es cierto, pero con valentía para encontrar la luz que todos añoramos iluminará a las generaciones futuras.
Finalmente, reeducarnos en un nuevo sentido de la responsabilidad, que esté basado, no solo en el ideal de igualdad y fraternidad, sino en un genuino compromiso por una nueva construcción institucional que haga de esos ideales abstractos, experiencias concretas de todas y de todos.
Los límites de este mundo
Líderes religiosos como el Dalai Lama o el Papa Francisco han insistido durante muchos años en este punto: el único mundo viable o sostenible es uno construido sobre el amor incondicional y la responsabilidad universal, entendidas estas como formas perfeccionadas de los «derechos humanos» abstractos. El amor, el anhelo genuino de contribuir a la felicidad concreta (material, psicológica y espiritual) de todas y de todos, y la responsabilidad universal frente al sufrimiento y la finitud que somos, que incluye también el cuidado de la casa común.
Frente a esta pasión responsable se alzan las respuestas que articulan quienes defienden perspectivas estrechas, xenófobas y excluyentes, exacerbadas por los usos y abusos de una globalización oligárquica, neoliberal y guerrera, que ha profundizado la desigualdad y ha convertido a la violencia en el pan nuestro de cada día.
La clave, entonces, más allá de las oportunidades y los peligros que se dibujan dentro del mundo conocido que habitamos, está en las «exterioridades» que nos negamos a reconocer, en los límites de alteridad que definen nuestras identidades fetichizadas. Atrincherados frente a los peligros que nos acechan, exigimos una inmunidad biológica y una impunidad moral que no son cosas de este mundo.