Hace un par de días terminé con la lectura del último libro del economista y premio Nobel Paul Krugman. Lleva como título ¡Acabemos ya con esta crisis! y hay que leerlo con la vista puesta en los últimos datos que nos llegan de España, por ejemplo, y la sumisa política que ejecuta su gobierno ante el autoritarismo de los “mercados” y sus representantes institucionales.
Krugman apunta de manera rotunda contra los ortodoxos, a quienes el establishment mima, bien por su obsecuencia y recaudo oportunista, o por su obstinada fe en un modelo caduco. El «neoliberalismo» ha dado muestras de estar fundado en una cosmovisión reduccionista de la actividad económica. Su terminología cientificista ya no deja perpleja a la gente de a pie. Todo lo contrario. Debido a la obstinada negación de la realidad de los antiguos gurúes, la gente hace bien en sospechar que detrás del fanatismo y la petulancia de estos personajes almidonados que ya no cuadran con la experiencia de la época, se esconde una ignorancia grosera o un perverso oportunismo. Estos expertos, que fallaron todos los pronósticos, o a sabiendas recitaron sus falsas promesas acompañando todos los procesos de empobrecimiento popular, siguen parloteando con arrogancia su hipotético expertise de un lado y otro del océano, mientras sus castillos de naipes se derrumban dejando en el tendal a las grandes mayorías en Europa, o pretendiendo aquí torcer la voluntad popular con el fin de aplicar sus recetas recesivas para beneficiar el enriquecimiento de los menos, en desmedro de las mayorías.
El libro de Krugman pretende historiar, diagnosticar y ofrecer una alternativa a los problemas mundiales de la economía planetaria, atendiendo especialmente a la situación estadounidense y europea. Pero nosotros deberíamos leerlo con los ojos puestos en el debate interno que de manera sesgada acontece en Argentina.
Y digo que ese debate se lleva a cabo de manera sesgada porque no caben ya muchas dudas respecto a la incomodidad de la derecha ante la magnitud empírica de la refutación que le atañe. Por lo tanto, insisto en leer a Krugman con la vista puesta en la encrucijada local, intentando, como debe hacer cualquier persona de inteligencia mediana, extraer de lo particular lo que nos concierne por universal. Aquellos que se resisten a establecer analogías no deberían leer a Dostoievski ni escuchar a Beethoven, ni practicar el yoga, el kung-fu o la meditación. Porque es bien sabido que cada una de esas manifestaciones culturales echa raíces en su propia tierra. El empeño por nulificar parentesco entre las diversas situaciones, en todo caso, apunta a otra cosa. Pone en evidencia cierta incomodidad. Son un acuse que no debería perderse de vista.
Pero esta discusión sobre la economía tiene que estar ceñida a la cuestión política de fondo. Porque la alternativa a la propuesta “germana” en Europa, o al modo timorato con el cual los demócratas enfrentaron la recuperación en los Estados Unidos, debe ser interpretada, en primer lugar, en términos políticos.
Porque lo que no se dice. Lo que se empeña en ocultar, es que la situación relativamente contenida que vive la Argentina es producto, fundamentalmente, de voluntad política. Por lo tanto, volvemos a la ya ajada, aunque no por ello menos relevante discusión acerca de la necesidad de privilegiar lo político por sobre lo económico, que fue, al fin y al cabo, el gran redescubrimiento keynesiano que, sin embargo, los ortodoxos insisten en ocultar leyendo a Keynes en registro pura y exclusivamente cientificista.
Habría que tomarse el trabajo de establecer empíricamente hasta qué punto las políticas económicas, en términos de su eficacia material, y el “placebo” que imprime la voluntad política de resistencia y transformación, colaboran en el sostenimiento de un modelo sociopolítico y cultural.
Ahora bien, todas estas cuestiones tienen que ayudarnos a pensar el otro punto en la balanza del poder que son los medios masivos de comunicación, que responden de manera hegemónica al poder económico y disputan al poder político su voluntad de acción soberana. Es allí donde se pone de manifiesto de manera grotesca a aquellos que se mantienen atentos al intríngulis del momento, el empeño concertado por torcer dicha voluntad por medio del ataque vil y la mentira. Hemos tenido muchas pruebas de ello esta última semana. Indiferentes a la violencia que generan, al malestar que producen en la población, los medios que responden al poder corporativo, con voz unánime, proceden a desvirtuar todo aquello que pueda beneficiar la valoración popular del gobierno, aún cuando ese programa de quiebre vaya en detrimento de los intereses nacionales.
Mientras tanto, siguen apareciendo en el horizonte investigaciones históricas que corroboran hasta qué punto la estrategia resulta conocida y lo que podemos esperar en un futuro en vista a los intereses que se ha puesto en entredicho la actual política de transformación.
En los últimos meses, algunos movimientos dentro de las propias filas kirchneristas muestran que el sostenimiento de dicha voluntad siempre está amenazada, no sólo por la acción de los “enemigos” declarados y los antagonistas naturales, sino también, por aquellos que circunstancialmente pertenecen a la tropa, pero que lo hacen debido al oportunismo exacerbado que se practica en esta época desideologizada que transitamos.
Pero no se malinterprete esta última frase. Lo que pretendo, en última instancia, es que tomemos consciencia de la fragilidad de nuestras circunstancias, de la gran oportunidad que tenemos entre manos, y el tamaño de la amenza que enfrentamos. Quienes practican el travestismo, lo hacen, en primer lugar, porque desconocen el desafío que nos impone la historia, la posibilidad de cumplir con el anhelo aún vigente de hacer posible un sueño: crear las condiciones para una vida decente para todos. ¿Qué otra cosa necesitamos para practicar una ética? Al fin y al cabo, la educación comienza ayudando al educando a descubrir e inventar un futuro. Asistiéndolo en la comprensión de lo que es necesario para alcanzar sus anhelos. Nuestra política se ocupa del sueño popular (he aquí nuestra democracia) y la efectivización de ese sueño por medio de la gestión y la resistencia ante quienes pretenden torcer la voluntad popular.
Mientras tanto, habrá que seguir calibrando los discursos, analizando con esmero el modo en el cual se construyen los relatos, estableciendo con especial énfasis los bienes a los que apuntan, en última instancia, cada uno de los actores enredados en la pugna por el sentido.
La insistencia por desligar, en estos tiempos de cerrada oscuridad planetaria, los discursos locales de la derecha nativa, de otros discursos «internacionales» que hasta ayer formaban parte del acervo ideológico de estos mismos actores, empecinados en ensalzar las bondades de una lógica construida sobre un pretendido realismo, imperturbable ante el sufrimiento extenso de los muchos, pone en evidencia la necesidad de insistir en la labor hermenéutica, con el fin de articular, con espíritu emancipatorio, los trasfondos que sostienen la cosmovisión de nuestros antagonistas.
Hay que leer y escuchar a nuestros oponentes, y a partir de allí, sacar a la luz lo que verdaderamente quieren. Para ello es indispensable de-contruir el maquillaje publicitario con el cual se presentan. Bajo las luces de neón, esas caras lavadas tienen otra apariencia.