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Este artículo no pretende dar respuestas a las encrucijadas que diariamente mantienen en vilo a las sociedades catalana y española. Como inmigrante y residente en Catalunya y España no puedo evitar, ni quiero eludir la responsabilidad de interpretar lo que nos está ocurriendo.
La aceleración histórica que ha sufrido el país de un mes a esta parte es tan vertiginosa que únicamente el análisis mesurado puede ayudarnos a digerir el exceso de información que nos vomitan los medios de comunicación y la infinidad de opiniones que surcan las pantallas de nuestros dispositivos digitales conminándonos a tomar posición, indignándonos o desalentando directamente una sana relación con el mundo social y político en el cual estamos envueltos.
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Es importante recordar, sin embargo, que el mundo que experimentamos a través de los dispositivos digitales no es «la realidad,» sino su «representación.» O, si queremos ponerlo en términos lacanianos, «la realidad» no corresponde a lo Real, que es siempre la tachadura de la realidad. Con esto quiero decir, “la realidad” es un constructo discursivo, fruto de explícitas racionalizaciones, pero también microfísicas y pulsiones de poder y des-poder que no corresponde enteramente a lo Real, que siempre desborda los acotados moldes donde “la realidad” pretende enclaustrarla.
Por lo tanto, la realidad es siempre el mundo representado. La política, la dimensión de la “representación” por antonomasia, y la más arcaica “voluntad de poder” es, en buena medida, la antinomia de lo Real. Lo Real de suyo es inconmensurable, inaprehensible. La política (primariamente) intenta convertir lo Real en manejable a través de la institución de sus adentros y sus afueras.
En estos días estamos asistiendo a la política en su estado puro. La política en su dimensión constituyente y no meramente administrativa. Pero también estamos asistiendo a la política administrativa en su dimensión represiva, ante la amenaza que supone a su existencia soberana eso que llaman “desafío independentista,” que no es otra cosa que una revolución, con una mezcla de anacrónicos rasgos decimonónicos y novedades discursivas posmodernas.
Lo Real es irrepresentable e inapropiable. Sin embargo, la “batalla de la realidad” en la que estamos inmersos, consiste justamente en una pugna de apropiación y representación.
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En un post anterior hice mención de este tema de una manera solapada: contrastaba la lógica de la política con la lógica del amor.
La política en su expresión esencial, como nos enseñó Schmitt, se articula alrededor del binomio amigo-enemigo. El Estado en su más reducida función, es el actor (sujeto sui generis) que define su adentro y su afuera, incluyendo y excluyendo “siempre arbitrariamente” aunque pueda decorar su arbitrariedad con consensos solapados o reduccionismos étnico-lingüístico o históricos, quiénes somos nosotros, y quiénes no somos.
El amor, en cambio, en su expresión esencial, como nos enseñó Jesús de Nazareth, es la suprema cancelación de lo que nos distingue y nos separa.
Pero lo Real de suyo no es política ni es amor. Si lo Real de suyo pudiera reducirse a la lógica de la política o a la lógica del amor, lo Real sería una representación más entre las representaciones en pugna.
No tenemos acceso representativo a lo Real, ni el amor, ni la política, hacejusticia, a lo Real. Sin embargo, convengamos que los humanos no podemos vivir más allá de la lógica de la representación, ni deberíamos pretenderlo, como hacen los falsos místicos que miran el mundo con la boca abierta.
Pero lo que no deberíamos olvidar, no obstante, es que la representación (“la realidad”) no es lo Real de suyo.
Repito: es una injustificada arrogancia pretender escapar a la pugna de representaciones (“el conflicto de las interpretaciones,” diría Ricoeur) huyendo hacia el templo metafísico de nuestro living-room. El ser humano es, en griego, zoon logon echon, un animal poseedor de logos. Ni las bestias ni los dioses se atreverían a tanto. Ellos también son ADN biológico o logos espermatikos, cifra y orden.
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Dicho esto, aquí estamos, asomándonos peligrosamente al horroroso vacío que la confrontación de los órdenes constitucionales, de las representaciones en pugna, pone en evidencia al cancelarse mutuamente hasta el triunfo sobre su contrario. Se abre a nuestros pies el mundo. No hay donde agarrarse, hemos llegado «a la hora señalada.»
Los más perspicaces saben que estamos ante el comienzo de un catástrofe (la guerra) cuyas consecuencias son difíciles de mensurar a priori…
Una guerra del siglo XXI, posmoderna, higiénica, calculada. Una guerra retransmitida 24hs que desgarra el tejido de los días, mutilando la psiquis de las poblaciones y destruyendo las redes de confianza tendidas entre nosotros.
Pero no quisiera que se me malentendiera, el problema no es el independentismo. El independentismo es solo un síntoma de un mal mucho más profundo y preocupante. El independentismo es el signo de la enfermedad mortal que sufre la dimensión de la representación política en nuestro tiempo. Y prueba de ello es que la crisis terminal de la política representativa que en estos días se saldará con un doble fracaso y un exiguo y parcial triunfo que no alcanzará para paliar la nostalgia de certezas que alguna vez creímos poseer.
El doble fracaso es que ninguna de las entidades en pugna por legitimar su representación saldrán fortalecidas de esta confrontación. El Reino de España está herido de muerte. Su Rey se ha convertido en un cadáver político, cuya corona no podrá sobrevivir el tsunami que se avecina. Su Reino ya no es de este mundo. Es más bien el residuo de un imaginario anticuado que ha perdido incluso su relevancia como símbolo de unidad.
Pero no lo tendrá mejor una hipotética República catalana. Nace partida en medio, forzada en su constitución a abrir una brecha intestina que pudrirá la euforia de su constitución.
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Y, sin embargo… todo continuará más o menos como siempre, porque el cemento social, eso que nos une a los unos con los otros, ha dejado de ser el orden político de la sociedad, su representación institucional. Hoy lo que nos une con su despiadada frialdad matemática y su geometría no euclidiana que resiste toda representación, es el orden del capital en su fase de virtualidad extrema. La independencia de Catalunya es, en términos de re-distribución real del poder, un acontecimiento insignificante, mal que les pese a quienes aspiran a una epopeya «poscolonial.»
Así y todo, lo que es seguro, y los buenos modales ya no podrán ocultar, es el resentimiento mutuo que crece como el moho en las esquinas oscuras de las casas abandonadas durante largo tiempo a la mirada de sus propietarios. Un resentimiento que irá creciendo con el correr de los días hasta que acabemos cocinando el gato de nuestro vecino o envenenando a su perro.
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La adopción de una posición apolítica en estas circunstancias no es comprensible ni respetable. El procés, por un lado, y la respuesta que el llamado procés está produciendo dentro de Catalunya y en el resto de España, exige nuestra más concentrada y seria atención.
Ahora bien, la peligrosidad del momento que vivimos se traduce en los temores que padecemos cuando volcamos nuestras opiniones en el espacio público. No es un momento cualquiera de la vida política. Atravesamos uno de esas instancias en las que, a veces sin notarlo, coqueteamos de manera morbosa con diferentes formas de violencia y autodestrucción. Estamos dispuestos a todo.
Los independentistas quieren dar el salto definitivo hacia otro escenario representativo sin contar con el consenso imprescindible para que su afrenta no se traduzca en una arrogante arbitrariedad. Los unionistas se deleitan secretamente con el ejercicio coercitivo del Estado. En la intimidad de sus consciencia parecen morbosamente predispuestos a la represión más brutal.
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Lo constatamos el día en el cual se celebró el referéndum. El accionar represivo de la Guardia Civil y la Policía Nacional mostró de manera rotunda que el Estado está dispuesto a hacer uso de la fuerza para preservar su existencia. La apariencia de contención que muestra en estos días es ilusoria. España es una poderosa maquinaria de Guerra. Sus tropas están distribuidas por los cinco continentes, acompañan los contingentes del Imperio en su guerra contra los “enemigos de Occidente,” y sus cuadros de inteligencia participan de las labores más oscuras de esta cruzada en las mazmorras de nuestras democracias liberales.
Sin embargo, también descubrimos ese día (el día del referéndum) que la fuerza del Estado no es poder o autoridad política, sino eso: mera fuerza. El fenómeno es endémico en Occidente. La representación política tiene los pies de barro. Se sostiene exclusivamente debido a la fuerza abrumadora y la omnipresencia de sus instrumentos de sometimiento.
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El domingo, 8 de octubre, sin embargo, por primera vez en la historia de Catalunya, una manifestación de centenares de miles de «unionistas» inundaron las calles de Barcelona, demostrando que la revolución no será incolora, inodora e insápida como el agua. No hay revolución light o independencia soft disponible, y las cachiporras del 1 de octubre serán una caricia frente a la brutalidad con la cual amenaza responder el Estado la arrogancia independentista. Los unionistas se sienten amenazados. Muchos de ellos, ciudadanos catalanes, exigen al gobierno la implementación de los artículos 155 y 116 de la Constitución. Eso significa que el conflicto intestino es inevitable.
Todo esto es bien sabido por parte de los líderes políticos, sin embargo, hay una parte del pueblo catalán que parece estar despertándose a la situación recién ahora. No podrá evitarse la quiebra social una vez se haya consumado el quiebre constitucional y se pretenda la vigencia de una nueva legalidad que no goza de la aceptación de la totalidad de la ciudadanía, por las deficiencias formales en su promulgación y por la intensa presión internacional que supondrá el sitio que le espera a Catalunya.
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Dicho esto, vuelvo al propósito de este artículo, que es más estrecho de lo habitual, porque no intenta dar respuestas a lo que acontece, sino desplegar interrogantes. Porque en él me propongo esbozar una guía para formar mi propio entendimiento sobre la cuestión, y la articulación de una construcción heurística que me permita juzgar los acontecimientos que impone la efectividad de la historia, al mismo tiempo que invento herramientas analíticas que me liberen del determinismo, con el fin de elaborar alternativas todavía inexistentes ante una situación enroscada en sus propias lógicas suicidas y reiteraciones patológicas.
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Por supuesto, mi presuposición es que esta escena ya la vimos. Es una repetición. Y, como toda repetición, ella misma es una expresión de la cautividad de los sujetos en la historia. Sin embargo, este momento también contiene la clave para reformular de manera creativa esta experiencia de cualidades casi oníricas, extravagante. Por ese motivo, propongo a mis lectores catalanes y españoles que nos aboquemos a articular, aunque sea esquemáticamente, dos líneas argumentales.
La primera línea argumental consistiría en contrastar analíticamente dos fotografías que vertebran la actual disputa identitaria. Esos elementos están organizados en dos escenarios muy simples.
(A) El primer escenario es aquel en el cual se estableció la Constitución de 1978. Uno de los extremos de esa construcción escenográfica es la refundación del Reino de España como una monarquía parlamentaria compuesta por un conjunto heterogéneo y conflictivo de territorios, pueblos y naciones entre los que se encuentra Catalunya.
(B) El segundo escenario es el de una hipotética República catalana, bajo cuyo paraguas se acomodarían dos tipos de ciudadanos. Unos ciudadanos cuya identificación con el ordenamiento representativo está fundado en su identidad como pueblo y nación, y otra parte que cuestiona esa unidad histórico-sociológica y se opone a la representación política impuesta por los secesionista sobre esas bases.
Habiendo establecido las dos fotografías estáticas que marcan los límites de un tránsito temporal (1978-2018), dos fotografías “excavadas” en el tiempo, como muestras fosilizadas con las cuales el geólogo intenta reconstruir una historia hecha siempre y exclusivamente de “tránsitos,” pasamos al análisis de los advenimientos.
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Es muy importante ser consciente que nada se “sustrae” de la historia, sino que simplemente se oculta, se disfraza o muta. Muchos en estos días piensan que la Constitución de 1978 se puede borrar de un plumazo como si nunca hubiera existido, y en un ejercicio voluntarista pretenden negarle toda entidad efectiva, como si se tratara exclusivamente de un papel mojado que puede echarse al cubo de la basura sin que ello suponga consecuencia alguna.
Sin embargo, cuando miramos hacia el pasado, constatamos que es inconcebible la Constitución de 1931 sin su antecedente de 1812, y es incomprensible la de 1978, sin el antecedente de la primera. Basta con echar un vistazo a las grandes revoluciones modernas (la estadounidense, la francesa, la rusa o la cubana) para entender hasta qué punto el pasado anida en el presente, más aún cuando pretende negarlo absolutamente, sin residuo, y en qué medida el voluntarismo acaba siendo esclavo de su propia ilusión de poder.
Las revoluciones no acaban para siempre con el pasado, sino que lo reescriben, lo absorben, lo digieren y lo excretan. Incluso en su más abierta confrontación con la tradición, no pasan de ser iteraciones brutales de lo que fue. Sus excrecencias no desaparecen del mundo, sino que lo cubren, convirtiéndose en el abono de donde surgiran a los gusanos y bacterias que amenazarán la salud de nuestros cuerpos institucionales del futuro.
Estamos presenciando o, mejor aun, somos partícipes, de un acontecimiento de enorme relevancia para la historia de España y Europa, con repercusiones inconcebibles más allá de sus fronteras actuales. Pondré un único ejemplo: ¿Cómo se rearticularía la relación entre Catalunya, España y América Latina con una ruptura de por medio? Ni una palabra se ha dicho al respecto, pese a la enorme relevancia que tiene esa relación para el futuro de todas las entidades en disputa. Eso muestra el caracter eurocéntrico y la dimensión provinciana del conflicto. Tal vez el enfrentamiento España-Catalunya es la insospechada expresión de un nuevo orden de representación política mundial que apuesta por la balcanización planetaria como respuesta a una globalización cuya lógica ha desbordado la voluntad política de dominio.
O tal vez no sea todo esto más que otra burbuja, como tantas otras, otro shock que aprovecharán las élites financieras y económicas para sacar réditos del sufrimiento de las mayorías. Es decir, otra burbuja que al explotar solo dejará un reguero de heridos y una nueva distribución de fuerzas.
Sea como sea, estamos ante una de esas escenas en la que los individuos y los pueblos intentan satisfacer, en la fugacidad de un instante, el anhelo de ser conductores de sus destinos.
Tal vez, esta tarde, el Parlament de Catalunya declare su independencia. Pero, pase lo que pase, minutos después de haberlo hecho, en medio de los festejos de unos, y los gritos de guerra de los otros, la historia volverá a seguir su curso, y volveremos a ser huérfanos de nosotros mismos, marionetas del destino, expresiones arrogantes de nuestra pasión por una libertad que siempre nos elude.