Pospandemia

Tiempos interesantes

La crisis que afecta a la humanidad parece abarcarlo todo. Sin embargo, cabe preguntarse, de qué modo interpretar el presente. ¿Estamos ante el final de un ciclo histórico, el final del actual régimen de relaciones sociales capitalistas tal como lo conocemos, o más bien, como señalan otros, en la antesala de un colapso civilizacional, o incluso la extinción de nuestra especie? ¿Será la tecnología quien nos salve, o las circunstancias nos forzarán a un nuevo modo de vida, a establecer una nueva forma institucional para organizar nuestras relaciones sociales y nuestra relación con el resto de la naturaleza no humana, un nuevo contrato socioeconómico, político y ecológico que haga sostenible nuestra existencia en la Tierra? Si hablamos de cambio de paradigma, de un final de ciclo, lo que siga no necesariamente será mejor de lo que hemos tenido hasta el momento. Sin embargo, ¿podemos continuar por esta misma vía? El horror se asoma como alternativa, pero el miedo a errar no justifica nuestras precauciones conservadoras. 

Rocket Man

Hay quienes sueñan con una solución más drástica: la vida humana en otros lugares del cosmos, la colonización de las estrellas, una élite de millonarios y científicos capaces de preservar el legado de nuestra historia colectiva más allá de nuestro planeta. Aunque un proyecto de estas características es actualmente solo accesible a la imaginación a través de la ciencia ficción, la esperanza de una vida humana más allá de nuestro cuerpo terrestre parece ocupar hoy un lugar análogo al que en su día mantuvo esperanzada a la humanidad con una vida celestial. 

Hace unas semanas, cuando Jeff Bezos, fundador de la empresa Amazon, regresó de su viaje de 11 minutos en su nave «Blue Origin» en la que ascendió 60 millas por encima de la Tierra, enfundado en su traje espacial, rematado con un sombrero de cowboy, agradeció ante las cámaras a los empleados de su empresa y a los clientes porque, según nos dijo, son ellos los que en última instancia han pagado por su aventura estelar, a la estela de las iniciativas de Richard Branson y Ellon Musk, los otros superricos embarcados en la carrera espacial.  

El agradecimiento de Bezos ilustra nuestra situación actual. Un superrico declara abiertamente que es el esfuerzo de los trabajadores en su empresa lo que le ha permitido realizar la hazaña. Los trabajadores le responden con denuncias reiteradas de la explotación y desposesión a la que son sometidos, y al tipo de prácticas antisindicales a las que se los somete colectivamente para impedir la defensa legítima de sus intereses de clase. Como ha ocurrido siempre, los ricos defienden sus privilegios, a costa de los derechos de sus trabajadores, al tiempo que invierten el plus-valor que extraen a través de la explotación y la desposesión concertada, en sus emprendimientos caprichosos. El sueño de una solución tecnocrática ante las amenazas que nos acorralan, parece no ser sustentable, si entendemos como parte integral de la sustentabilidad, la defensa concertada de los derechos a la vida y a la promoción de la vida de todos los involucrados. Si, como el propio Bezos confiesa, son los trabajadores y clientes de Amazon los que han costeado su viaje de 11 minutos al espacio, ¿no deberían tener voz y voto en el modo en el cual se invierte la riqueza colectivamente acumulada? 

Laboratorio «Pfizer»

Después del «clímax» de la pandemia, cuando millones de personas morían a lo largo y ancho del planeta, sin recurso a la esperanza de una vacunación que pusiera freno a la expansión del virus, estamos de regreso con nuestros problemas sistémicos, y con signos notorios de que estos problemas, lejos de haberse aligerado con el paso del tiempo, se han profundizado, en parte debido a la misma crisis sanitaria, en parte por las mismas condiciones que la crisis sanitaria impuso a la ciudadanía global, y en parte por el tipo de respuesta que los Estados y las corporaciones aparentemente están promoviendo para la llamada «recuperación» de la economía mundial – recuperación que supone, ni más ni menos, que una apuesta conservadora a mantener los límites del debate en el marco previo a la pandemia, cuando ya era evidente para muchos que el sistema estaba dando muestras de agotamiento, y las formas institucionales de la gobernanza global mostraban ya signos innegables de encontrarse a las puertas de una crisis de legitimidad, que hoy, en todos los rincones del planeta, se vive con angustiosa incertidumbre. 

Obviamente, la pandemia no ha llegado a su fin. Especialmente, en los países más pobres, y como consecuencia directa de la especulación económica y geopolítica de los Estados centrales y la competencia despiadada de las corporaciones involucradas, abusivas en sus prerrogativas y exigencias a los Estados en plena crisis humanitaria, el virus campa a sus anchas, amenazándonos con nuevas cepas que podrían volver inútiles nuestras actuales tecnologías farmacéuticas, aparentemente sobrevaloradas, teniendo en cuenta la creciente evidencia de la limitada inmunidad que proveen a mediano plazo. Israel, recientemente, ha anunciado el cuarto ciclo de vacunación en el país en un solo año, ante la acelerada disminución de la inmunidad de su población, vacunada enteramente con el producto de la empresa Pfizer. 

Kabul-Saigón

En este marco, la fragilidad del equilibrio geopolítico internacional se ha hecho patente con la huida apresurada, caótica, de las fuerzas militares de ocupación en Afganistán. Las imágenes del aeropuerto de Kabul durante las semanas de la desbandada, junto a los testimonios de algunas de las víctimas, privilegiadas ante las cámaras por su estrecha relación con el contingente de ocupación, dejaron patente, para empezar, la debilidad de la Unión Europea para imponer condiciones razonables para la retirada de su personal en el terreno. Por el otro, la impotencia de las fuerzas de ocupación estadounidense para defender el último reducto bajo su control, el aeropuerto de Kabul, después de veinte años en el territorio. 

Durante todas estas semanas, no hemos dejado de escuchar explicaciones insustanciales de los responsables políticos europeos, acompañados por recortes informativos sesgados de la prensa occidental, ahora preocupada exclusivamente por el futuro de los derechos humanos en el país, hoy bajo el poder de los talibanes, miopes ante el tamaño del fiasco que ha supuesto la cruzada iniciada por George W. Bush, y reafirmada por Barack Obama y Donald Trump, «para devolver la libertad al pueblo afgano».

En el ínterin, consumimos ávidos la escenificación del salvataje de un puñado de ciudadanos afganos que sirvió a los contingentes extranjeros durante las dos décadas de ocupación del país. La escenificación sirvió, como en otras ocasiones, para devolver a Europa el orgullo de ser el último baluarte de los derechos humanos en el mundo, además de permitirle lavar sus culpas frente a la sangrienta e inútil ocupación del país que, bajo el paraguas de la OTAN, impuso un gobierno de color local, a través de un proceso electoral que hizo sonrojar, incluso, a sus más animados defensores, por el absurdo que suponía pretender implantar un régimen liberal en un país desbastado por las ansias vengativas del gobierno de George W. Bush, apoyado masivamente por su ciudadanía, traumatizada por los ataques del 11S. 

El objetivo, obviamente, como en Iraq, no era otro que establecer un gobierno que validara jurídicamente la estrategia corporativa en la región. En este contexto, el despliegue militar dio sus frutos. La especulación financiera (ese aparato de destrucción masiva que se alimenta del endeudamiento masivo de Estados y poblaciones), y la guerra (cuya meta es la desposesión sistemática de aquellos recursos que se consideran indispensables para el «normal» funcionamiento de las economías centrales) son los principales negocios del capitalismo estadounidense y europeo actual. 

«Endeudar y matar»

El endeudamiento y la guerra no son solo instrumentos de apropiación de los recursos de las poblaciones periféricas. A través de las campañas militares, por ejemplo, las élites estadounidenses se encargan de vaciar las arcas del propio Estado norteamericano, además de promover, con amenazas endémicas y conflictos continuados, un mercado armamentístico en el que consumen la riqueza colectiva creada por sus respectivas ciudadanías, sus aliados, sus socios neocoloniales, e incluso sus propios enemigos declarados. En el caso de Estados Unidos, su modelo neoliberalizado de «defensa» y expansión imperial, en el cual el rol del Estado es cada vez más acotado, a favor de fuerzas mercenarias y apoyo logístico subcontratado, garantiza en la política local, un aceitado lobby de la industria militar para promover y perpetuar los conflictos en los términos que le sean más beneficiosos al capital.

De este modo, volvemos al presente (después del impasse que trajo consigo la pandemia, con sus oportunidades perdidas y sus peligros, ahora manifiestos), a una sociedad más recalcitrante, más dividida, más vigilada, más desprotegida y más explotada. 

El nuevo «orientalismo»

Mientras Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Europea comienzan a dar muestra de sus temores ante el avance aparentemente imparable de la agenda de expansión China (y rusa) que, además de ganar terreno en la esfera económica, se posiciona como una alternativa entre los países periféricos frente al decadente «imperio americano» y la «hipócrita Europa» – siempre aliada a los poderes neocoloniales locales para imponer sus prerrogativas en las regiones de su incumbencia. 

Frente a esta inusitada simpatía, la estrategia consiste en resucitar los viejos motivos «orientalistas» de pasado, con el fin de contener la posibilidad de que se multipliquen los intentos de establecer una «tercera posición» en regiones como América Latina o África, que mejore las condiciones de negociación de los países históricamente explotados por las grandes potencias occidentales. 


La antipolítica y los condenados de la Tierra

En este contexto, los condenados de la Tierra se enfrentan a olas de hambre y violencia extremas. El neoliberalismo, entendido como la forma institucionalizada de explotación y desposesión al servicio del capital en nuestra época, ha impuesto niveles inauditos de población sobrante, precarización sistemática y exclusión y expulsión de grandes masas de la población mundial. Lo ha hecho a través del ataque concertado al ideal del Estado social, con políticas fiscales regresivas, privatizaciones, endeudamiento masivo y violencias generalizadas que garantizan los niveles de incertidumbre e inseguridad que convierten en inviables los consensos populares y destruyen el potencial de respuesta democrática de las poblaciones. 

Las nuevas tecnologías de la comunicación, la desinformación y la vigilancia han acabado de rematar la faena, dinamitando las bases de la acción política comunitaria, manufacturando subjetividades alienadas, sometidas a ritmos vertiginosos de aceleración que afectan el tejido social, imponiendo una lógica de supervivencia competitiva, que incluye a la violencia como mecanismo privilegiado en la búsqueda de la «resolución de los conflictos y las contradicciones intrasociales», como consecuencia de la ausencia de un proyecto común que permita superar el único mandato vigente en tiempos de colapso: el «sálvese quien pueda». 

En este escenario, las sociedades se polarizan, se multiplican los comportamientos racistas, misóginos u homofóbicos. La «anti-política» convierte el odio a las instituciones, la persecución del extranjero, la estigmatización del pobre y el diferente, en sus principales fuentes de caudal electoral. En esta tarea, con motivaciones diversas, se unen anarquistas, libertarios, la extrema derecha cuasi-fascista o abiertamente fascista, negacionistas de variados pelajes, todos ellos materializando candidaturas de oposición basadas exclusivamente en el rechazo visceral del establishment político, dejando con ello indemne al poder real en la sombra, que se mueve en las esferas celestiales de la gobernanza global, a años luz de los acontecimientos que afectan la política sublunar donde las masas desfogan sus frustraciones, sus rabias y gestos de impotencia. 

El capitalismo contra la vida

Como corolario de nuestra crisis socio-económica y política, se exacerba la crisis medioambiental. Durante un par de meses, los habitantes de las grandes urbes del planeta vieron transitar por sus avenidas y calles, a otros animales no humanos, hasta entonces invisibles debido al omnipresente y amenazante imperio humano. Las carreteras, las plazas y los parques fueron invadidos por toda clase de especímenes. Los cielos y los mares, durante el impasse que produjo la primera ola de la pandemia, se silenciaron del ajetreo aeroportuario. Las aves volvieron a surcar el firmamento libremente, mientras los seres humanos contemplaban azorados las calles vacías y soñaban en aquellos primeros días con un mundo nuevo, en el cual pudiéramos reencontrarnos con la naturaleza en un plano de mayor igualdad y cuidado, conscientes por fin de la posibilidad siempre latente de forjar una nueva vida que nos salve de la catástrofe inminente que se avecina. 

Hace unas semanas, sin embargo, más de un año después de aquellos días de dolor y de euforia que supusieron la primera cuarentena, los expertos a los que las Naciones Unidas encargaron el informe sobre la situación medioambiental del planeta, han ofrecido sus resultados. La situación es aún peor de la que creíamos. Nos enfrentamos a un cataclismo sin precedentes, causado enteramente por nuestra falta de previsión democrática, en el marco de un sistema capitalista incapaz de tener en cuenta aquello que es condición de posibilidad de su propia lógica de acumulación: la naturaleza, y las clases sociales y grupos subalternos de los cuales se extrae el valor que el capitalismo valoriza, apropiándose de la vida y todo aquello que hace posible la vida en el planeta.