En estos días, el gobierno de la República Argentina se debate frente a una encrucijada que merece una consideración sosegada pese a la urgencia del momento.
Como es bien sabido, el gobierno del Ingeniero Mauricio Macri endeudó al país de manera irresponsable para el pueblo argentino, y aceptó condiciones de pago imposibles de honrar por parte del Estado frente al Fondo Monetario Internacional.
Por otro lado, es de público conocimiento que el préstamo concedido al país y el uso que se hizo de dicho préstamo contravino los estatutos del propio Fondo Monetario Internacional, y se realizó sin el expreso consentimiento del Congreso Nacional, convirtiendo a toda la operación en ilegal internacionalmente, y anticonstitucional a nivel local.
Los propios funcionarios del FMI, y del gobierno de los Estados Unidos que presionaron por razones geopolíticas por la aprobación de dicho préstamo, hicieron declaraciones que confirman el carácter espurio del endeudamiento, y el propio Mauricio Macri ha declarado públicamente a medios internacionales que el objetivo central de la operación fue blindar su candidatura a la reelección ante el peligro que suponía, para los inversionistas extranjeros, el retorno del kirchnerismo. Todo esto es de público conocimiento, y por ello no abundaré en detalles informativos que pueden encontrarse con facilidad en los medios oficiales y en las redes sociales.
Lo que quisiera hacer es reflexionar sobre las racionalidades en pugna que justifican las posiciones de los actores políticos frente a esta cuestión. Y quiero hacerlo prestando atención a un debate análogo que aún anima la esfera pública en estos días y que ha marcado la agenda mediática en los últimos dos años de pandemia.
Me refiero al debate en torno a la prioridad última de la economía frente a la vida, o la necesidad alternativa de priorizar una ética humanista frente a las prerrogativas del mercado. En este caso concreto, lo que me interesa subrayar es el modo en el cual se argumenta a favor de un cumplimiento irrestricto de las obligaciones frente al mercado financiero y los organismos multilaterales como el FMI, incluso si ese cumplimiento, aun habiendo sido a todas luces irregular en origen, pone en entredicho, nada más y nada menos, que la vida misma del pueblo argentino en las próximas décadas.
Sabemos perfectamente que la lógica inherente del capitalismo, tal como quedó demostrado en la crisis de 2007-2008, solo atiende a las necesidades del mercado. Eso explica el aparentemente irracional salvataje de las instituciones financieras que produjeron la crisis por parte de los «Estados democráticos», en detrimento de la vida de los millones de ciudadanos que eran su responsabilidad directa, a quienes abandonaron a su suerte.
Los argumentos en aquel entonces fueron básicamente los siguientes: la razón por la cual debemos salvar a los bancos y otras entidades financieras del descalabro, y no a las familias, es que el sistema vigente debe preservarse a cualquier costo. De modo que cientos de miles de millones fueron destinados al salvataje de las grandes fortunas, en detrimento de la salud, la educación, y el bienestar de las poblaciones, cuidándose muy bien el poder político y judicial de no molestar a los responsables fácticos de la debacle, que no sufrieron ni siquiera un susto que los despeinara.
Diez años más tarde, cuando el mundo se enfrentó a la pandemia del COVID-19, volvimos a encontrarnos con una encrucijada análoga. En aquel momento, lo que estaba en juego era, por un lado, la vida y la salud de la población, y en contraposición, la economía. La respuesta del poder político y económico ha sido clara. La promesa de Davos de un «reinició de la humanidad» ante la catástrofe (como solemnemente declararon) no se refería a la implementación de nuevos criterios a favor de la vida, sino una vuelta de tuerca al proceso de acumulación a través de una violenta ofensiva cuyo objetivo último no consistió en otra cosa que acelerar el proceso de extracción de plusvalor y acumulación de capital ficticio en detrimento de la población mundial. El comportamiento de los laboratorios es un ejemplo del carácter desalmado del capital global.
Ahora bien, sería un error por nuestra parte indignarnos ante semejante comportamiento. El león es carnívoro y solo percibe a su presa como alimento cuando está hambriento. En buena medida, lo que Marx nos enseñó es que un régimen de relaciones sociales capitalista responde de manera ineludible a una lógica que es indiferente a la moral de sus agentes. No se trata de buenos y malos capitalistas. Se trata de capitalistas sin más, y sus víctimas.
El capitalismo es un orden de relaciones sociales basado exclusivamente en la ganancia y la acumulación. El sistema no opera con criterios que responden a las exigencias de la vida, sino que opera con la lógica de la apropiación por desposesión y explotación. En este contexto, un «buen» capitalista sería como un león vegetariano. Por más amabilidad o cortesía que demuestre en su trato personal, en su rol como capitalista, no tiene otra alternativa que actuar despiadadamente o desaparecer, devorado por otros capitalistas que en la lucha fratricida de clase en las que está sumido, no dudarán un instante en someterlo.
Por ese motivo, resulta grotesca, no solo la pretensión de un «capitalismo con rostro humano», como en algún momento se publicitó como alternativa al capitalismo salvaje que impuso el neoliberalismo a partir de 1970, sino la idea, mucho más peregrina, de que el capitalismo puede domarse. La realidad de las economías centrales son una prueba de la incoherencia de una pretensión semejante. La pobreza endémica de la principal economía mundial, la estadounidense, y el deterioro creciente de las condiciones de vida en las sociedades europeas debido a la imposibilidad que supone pretender sostener una política democrática virtuosa en el marco de una competencia despiadada, da por tierra con cualquier pretensión en este sentido.
Necesitamos, de una vez por todas, entender que la economía política que encarna el capitalismo tiene por objetivo exclusivo la ganancia y la acumulación. La producción, por ejemplo, no está al servicio del bienestar de la ciudadanía, tampoco está vinculada al sostenimiento de un sistema de vida democrático al servicio de los derechos humanos entendidos integralmente.
Si bien es cierto que, desde una perspectiva histórica, puede argumentarse que existe una coincidencia entre el capitalismo y cierto aumento del bienestar relativo para la humanidad, la vinculación entre capitalismo y bienestar no es vinculante, sino meramente circunstancial. El capitalismo no es sinónimo de avance tecnológico. Tampoco es sinónimo de avance científico. El capitalismo no está relacionado necesariamente con la democracia y los derechos humanos. Mucho menos con la libertad, definitivamente se da de bruces con la igualdad, y es indiferente a la fraternidad. Al mismo tiempo, es posible e imperativo imaginar otros regímenes de relaciones sociales más inteligentes y armoniosos, cuyo fin primario e irrenunciable no sea otro que el cumplimiento del mandato político y moral de producir, reproducir y realizar la vida misma en el marco del respeto a su diversidad.
El capitalismo ha logrado ampliar nuestra capacidad de consumo, pero no ha permitido que los pueblos decidan democráticamente en qué invertir sus esfuerzos colectivos. Muy por el contrario, la imposición de una guerra permanente, la naturalización de una desigualdad lacerante, y la indiferencia ante la destrucción ecológica, son una prueba irrefutable de que el capital tiene la última palabra.
El sistema capitalista tiene un solo criterio de justificación, la ganancia y la acumulación del capital. Cualquier otro objetivo es circunstancial y no vinculante. Si las vacunas producen ganancias, éstas serán producidas. Si no lo son, las sociedades capitalistas no tienen manera de hacer que las mismas se produzcan, porque el capital elige sus objetivos exclusivamente a través del criterioso sopesar de la ganancia y la acumulación en el marco de la competencia en el mercado. De igual modo, la paz, el cuidado y la sostenibilidad ecológica, no dependen de la voluntad del poder, sino de la posibilidad de que una apuesta a dichos fines resulte beneficiosa en términos cuantitativos para el capital en su proceso de valorización.
El gobierno de Alberto Fernández sostuvo, frente a la crisis de deuda que se avecinaba, que había encontrado la llave para sacarnos de la trampa que nos impuso Macri hipotecando nuestro futuro, cediendo nuestra soberanía a los fondos especulativos. Nos quiso convencer de que el capitalismo se había vuelto mágicamente humano. Como Mauricio Macri, quien pretendió convencernos de que su trato personal con Christine Lagarde era una muestra de la confianza y buena voluntad vegetariana del Fondo con la Argentina, Alberto Fernández tuvo también su celestina. Como Macri, el actual presidente y su ministro, Martín Guzmán, nos presentaron a Kristalina Gueorguieva como el nuevo rostro del Fondo «bueno», cuyo principal objetivo, sin embargo, nunca ha sido otro que proteger la hegemonía financiera de los Estados Unidos en el mundo a cualquier costo.
Argentina debe leer sus futuros alternativos en ese contexto. Mucho se ha hablado del modo en el cual el capital global ejercita su poder de dominio a través de la deuda.
La Argentina sobre la cual Mauricio Macri y sus acólitos ejercieron su voluntad de dominio era una presa apetecida por el poder corporativo global y las élites locales, cuya hambre de acumulación y poder había sido restringido hasta cierto punto por los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández. La relativa salud financiera del país, por otro lado, lo convertía en un blanco privilegiado del poder financiero internacional.
Macri no llegó al poder mágicamente. Más allá de los fracasos y claroscuros de los llamados «gobiernos progresistas» que lo precedieron, se puso en marcha una aceitada y violenta operación internacional que, a través de los tribunales locales y los medios de comunicación cuyo horizonte transnacional se ha vuelto evidente, cooptaron el imaginario de una buena parte de la ciudadanía, que fue convencida de que sus intereses de clase coincidían con los intereses de las clases oligárquicas locales, y los intereses corporativos a los que estos últimos están históricamente vinculados.
Como señaló en su día la vicepresidenta Gabriela Michetti, el modelo que Macri tenía en mente para la Argentina era análogo al rol de la India en el mercado global. Es decir, un modelo agroexportador y de servicios, capaz de suministrar a las economías centrales trabajadores con relativa cualificación a salarios bajos, en el marco de una pobreza extrema generalizada. La situación de la Argentina posmacrista ilustra hasta qué punto el proyecto macrista, tal como lo definió Michetti, fue todo un éxito en el cumplimiento de sus objetivos.
Por todos estos motivos, Argentina debe suspender provisionalmente el pago de la deuda con el fin de avanzar decididamente en el proceso de investigación acerca de su legalidad en ambas instancias, nacional e internacional, afianzando de ese modo su soberanía. Especialmente, teniendo en cuenta la actitud recalcitrante que está mostrando el Fondo Monetario Internacional, como era de esperar, y la complicidad abierta de la oposición en la Argentina que parece operar en tándem con los funcionarios del organismo en contra de los intereses del pueblo argentino.
De este modo, se enfrenta en el escenario público dos tipos de racionalidades irreconciliables, dos voluntades inconmensurables.
Por un lado, la racionalidad instrumental y la voluntad de dominio del Fondo Monetario Internacional, representante institucional de las élites globales en su proyecto irracional de acumulación a través de la explotación y la desposesión ilimitada de la naturaleza y los seres humanos.
Por el otro lado, la racionalidad y la voluntad de un pueblo que se juega, en última instancia, su propia supervivencia y dignidad, la posibilidad de su reproducción y el desarrollo de su vida en libertad.