El otro día conocí una pareja de argentinos en Barcelona, en una cafetería en Enric Granados. Cuando escucharon mi acento argentino iniciaron una conversación. Yo estaba sentado con mi mujer en una mesa próxima a la de ellos.
Me contaron que su hija había decidido estudiar en Barcelona, y ellos estaban en la ciudad, entre otras cosas, para preparar su estadía.
Me hablaron largo rato acerca de las ventajas de Barcelona, una ciudad maravillosa. Pronto estuvieron comparándola con Buenos Aires y Argentina en general. Contrastando la seguridad y la inseguridad de una sociedad y otra, de la gente civilizada y los bárbaros de nuestro país. Argentina, me dijeron, se ha vuelto insufrible. Imaginé cuales podían ser sus simpatías políticas, pero no quise adelantarme. Los escuché.
Según el hombre, la desgracia argentina había sido el kirchnerismo. Pero Macri (decía) había salvado al país de convertirse en Venezuela o en Cuba. (Según él) ahora teníamos la oportunidad de acabar para siempre con el peronismo. Pero para eso había que tener valor y meter presa a Cristina y acabar con La Cámpora. Para lograrlo (señalaba) había que educar al pueblo ignorante y aplicar mano dura.
«¡Basta de vivos! ¡Basta de corruptos! El país necesita transparencia» (vociferaba).
Según él, ahora podemos ser parte del mundo. Macri es la esperanza (dijo el hombre). Por supuesto (reconoció) hay muchos obstáculos. Lo importante es dejarlo hacer. Aceptar los sacrificios que conlleva convertirnos en un país serio (e hizo un gesto abarcando con un gesto el continente europeo.
«¡Hay que terminar con las mafias!» (sentenció contundente)
Habló de Baradel, de los sindicatos, de los ñoquis kirchneristas, de los abogados laboralistas, de López, de Vido y Jaime, las causas de Hotesur, del asesinato de Nisman y el acuerdo con Irán. Dijo varias veces la palabra «populismo», e incluso se las arregló para hablar de la elegancia de Juliana Awada y de Lilita Carrió.
Después, me informó, de manera condescendiente, que Macri admiraba Barcelona y que la tenía como modelo mientras era Jefe de Gobierno en CABA. Enumeró los logros del presidente en aquella época, sin hacer referencia al subte o al abultado endeudamiento que dejó tras de sí.
Porteño de toda la vida (confesó), estaba harto de la delincuencia y los inmigrantes.
«Mano dura», volvió a decir, y dio un golpe sobre la mesa en sincronía. Acompañó su reclamo con el relato morboso de varios asesinatos siniestros ocurridos en las últimas semanas.
«No son chicos, son monstruos, tienen que ir todos en cana. La culpa de todo esto la tiene Zaffaroni», dijo el hombre refiriéndose al debate sobre la baja en la imputabilidad que en estos días enciende a los argentinos.
Escuché su diatriba pacientemente. Cuando el hombre acabó de despacharse, me tocó decir algo.
Intenté explicarle que la Barcelona que él tanto admiraba se caracteriza por haber votado contra los gobiernos del ajuste que hoy gobiernan España (y Europa) en general. La coalición gobernante es lo mejor de un proyecto ciudadano que responde con reconocimiento, redistribución y cosmopolitismo a la crisis global desatada por la financiarización de la economía y los efectos de la guerra, los refugiados y la xenofobia rampante que aqueja a todas las sociedades nord-atlánticas.
Entonces noté que la mención a los derechos humanos, la referencia a la actitud distintiva de la ciudad frente a los refugiados y a los inmigrantes, y la condena a las políticas de ajuste y la protección social de las autoridades locales frente a los abusos corporativos, le incomodaban.
¿Se dan cuenta entonces que lo que admiran aquí es justamente lo que están intentando destruir en Argentina? (pregunté)
El hombre se acomodó en la silla y, con gestos evidentes de enfado, me contestó que «yo no entendía nada».
«Argentina es diferente. Usted no entiende porque no vive en el país. Desde aquí es fácil. Pero no hay punto de comparación. Los inmigrantes están destruyendo el país. El narcotráfico y la delincuencia son una plaga. ¿Usted sabe que los hospitales públicos de Buenos Aires se llenan de inmigrantes que van a hacer turismo médico? ¡Que se vuelvan a su país! Además, no nos quieren. ¿Qué tengo que ver yo con un boliviano o un paraguayo?»
«De los derechos humanos no me hable. Son un curro de oportunistas y resentidos», sentenció. Su mujer asentía a todo lo que decía su marido con gesto compungido.
Sin embargo, en algún momento nuestras miradas se cruzaron. Ella frunció el labio en un gesto que transmitía incomodidad e incluso vergüenza. Quizá le avergonzaba el tono patotero y xenófobo que había adquirido el discurso de su marido. Cuando el hombre acabó con su relato, jadeaba.
Le sonreí sin mediar palabra. Le pregunté si me permitía invitarles alguna otra cosa: un café o una cerveza. Me dijo que «no» de manera rotunda. Le hizo un gesto al camarero para que le trajera la cuenta, y me dio la espalda.
Llegó el camarero. El hombre pagó la cuenta, y se fue apurado sin saludarme. Su mujer lo siguió detrás. A los pocos pasos se volvió y me dedicó una mirada apenada.