Mientras el Fondo Monetario Internacional (FMI) y otros organismos multilaterales elogian las decisiones de la actual conducción política del país; mientras Míster Obama y sus enviados especiales se deshacen en gestos que buscan legitimar dichas decisiones; mientras la prensa corporativa internacional festeja al unísono las «potenciales» oportunidades de negocios que promueve el nuevo gobierno al reducir salarios, liberalizar la economía, flexibilizar el empleo y asegurar un aparato represivo que eluda las desagradables sorpresas que supone una sociedad descontenta; mientras los capitanes del mundo empresarial y los ejecutivos de las corporaciones multinacionales no dejan de satisfacer la demanda oficialista de dar señales de esperanzas a una población atormentada por el desplome de sus ingresos y la disolución de su horizonte existencial; una parte nada desdeñable (y creciente) de la ciudadanía cree que Argentina se ha convertido en un país «horrible».
El discurso de la «pesada herencia» está dejando de producir el efecto deseado. Para muchos, ha pasado de ser la pretendida descripción del «estado de la cuestión» (un supuesto diagnóstico) para convertirse en una retórica fácil con el fin de sacarse de encima responsabilidades.
Por supuesto, la estrategia enerva, tensa los conflictos, y enroca a los entrevistados y oradores en los foros públicos en la cueva de sus propias subjetividades, cegándolos ante el desatino que suponen la mayoría de sus medidas desde la perspectiva popular. La gente está triste, y aunque se siente impotente, tiene bronca. La tristeza y la bronca pueden ser malas consejeras, especialmente cuando quedan acorraladas por una coyuntura feroz, depredadora. El conflicto social está a las puertas. No es inteligente seguir alimentando la desgracia, a menos que uno esté dispuesto a ir hasta las últimas consecuencias. Las recientes muertes por mano propia, y la indiferencia ante la multiplicación de ollas populares, demuestran que este gobierno no le tiene miedo al descontento y la rabia, habiendo apostado a un aparato represivo blindado por los bajos instintos de un cuerpo mediático que ha dejado de lado toda deontología periodística.
El viento ya no es de cola. No nos impulsa la coyuntura internacional. En un navío conducido con fiereza por piratas de estirpe corporativa, animada por una banda de liberales resentidos y vengativos ante cualquier gesto que consideren «populista», o haga referencia vaporosa a la noción de «justicia social», la calma chicha en la que estamos estancados sólo puede dar lugar a una estrategia eugenésica (hay que deshacerse del peso muerto, la parte de la población que no sirve).
Los pobres se irán pudriendo en su propio caldo de pobreza, justificados por una supuesta estructura social que se asume como rasgo natural en nuestras latitudes. Ninguna decisión política del gobierno debe ser interpretada como causalmente conectada con los resultados maquillados en las estimaciones actuales. Macri insiste: «yo no hice nada», pese a que todo el espectro mediático-institucional lo aplaude por sus medidas «revolucionarias». ¿Hizo o no hizo algo este gobierno? En el colmo del cinismo, el gobierno se ufana de su «sinceridad», pero se niega a hacerse cargo del 20% consumido del mandato que le fue delegado.
Como en otras épocas, la naturalización de la pobreza y su curva ascendente, (después de una década de recuperación sostenida – innegable, excepto para ideólogos maliciosos – y los esfuerzos para evitar el retroceso de su recuperación a través de medidas de redistribución de mediano impacto) tiene el objetivo de allanar la liberalización de la economía, la concentración del capital, el desguace del estado. Objetivos que sólo pueden ser realizados por medio de un brutal aparato mediático-represivo (el cual está tomando creciente impulso) y que recuerda las peores épocas de nuestra historia nacional.
Repito, para quienes no forman parte de la ecuación que propone el salvajismo del capitalismo de los actuales hacedores de la política nacional, el país se ha vuelto «horrible». Quienes no forman parte de esa ecuación son muchos: como mínimo, según las estimaciones, 1 de cada 3 argentinos (aunque muchos creen que el número está maquillado), y 1 de cada 2 niños de nuestro país.
Mientras tanto, vuelve la frivolidad, el faranduleo en todos los escenarios de la vida nacional. El «noventismo» está a tope. El presidente baila la cumbia, se saca fotos en un colectivo trucho, y hace gala de su estilo «cool» repitiendo las barbaridades de una sociedad desquiciada, como si se tratara de una sabiduría milenaria. Como señaló Beatriz Sarlo en un reportaje reciente, los comentarios de Macri suelen mostrar a un hombre con escasa densidad ética.
Lo cierto es que sus «retiros espirituales» colectivos, parecen estar dedicados enteramente a interpretar la medición de imagen y diseñar estrategias que atenacen la subjetividad de la población, y no a reflexionar sobre las consecuencias reales de las políticas implementadas. El macrismo es la manifestación desquiciada del emotivismo que explica su atractivo. Una sociedad posmoderna, mediatizada hasta en sus junturas, sólo puede responder a la emoción que produce la velocidad que impone el mercado de la comunicación. El macrismo es producto de ese tiempo, y lo demuestra cuando manifiesta su obsesión por el «minuto a minuto», el rating de la emoción social. El presidente y sus ministros y sus funcionarios periodísticos diseminados por el entramado informativo-recreacional no le hablan a la historia, porque creen o (quizá) saben, que no habrá historia, que todo dura lo que dura el presente de una emoción. De este modo, la población (ya no la ciudadanía que decide su futuro) se ve atrapada en la paradoja que expone un relato que la interpreta para sujetarla y convertirla a una fe que le es, cuando menos, adversa, sino francamente antagonista.
Mientras tanto, como un condimento recomendado en los manuales milenarios de la mal llamada «política maquiavélica», que el gobierno y su horda funcionarial y periodística practica con desvergüenza, la venganza se ha convertido en el motor infame de la cultura local. El linchamiento mediático está a la orden del día. La credibilidad de la justicia se deteriora sin que esto haga mella en su efectividad perniciosa, incluso cuando sólo se manifiesta como vociferación mediática sin sustento legal. La arbitrariedad y parcialidad funcionarial tan evidente que cuesta trabajo siquiera hablar de ello, como si la desnudez del rey fuera al fin de cuentas la seña de identidad de la lealtad que exige el cambio.
Por estos y otros motivos, Argentina se ha convertido en pocos meses en un país horrible, donde su gente festeja con el asentimiento moralista de la prensa y la horda, la justicia por mano propia, y es testigo impávido del hundimiento de las condiciones de supervivencia y dignidad de sus congéneres y compatriotas.
Pero quienes hoy sostienen embelesados el relato M, serán mañana los protagonistas de otros relatos en los que aparecerán «malos, feos y sucios» en sus entrañas. Sin embargo, lo preocupante es que se ha perdido todo embarazo. Como el presidente golpista Michel Temer afirmó en estas horas: «A mí no me importa la popularidad».
Como los malvados con los cuales nos hemos familiarizado a través de las historias de superhéroes, si hay algo que emparenta a muchos de estos hombres de hoy es su desprecio por la opinión moral de sus contemporáneos y el cinismo evidente que practican sistemáticamente ante el sufrimiento de sus congéneres. En los países horribles que imaginan, la población «sobrante» debe ser cercada y sometida, sus representantes políticos linchados en la arena pública y encarcelados, en nombre de una verdad que hace de la pobreza y la injusticia social parte ineludible de nuestra naturaleza socio-biológica.
Desde la perspectiva ideológica del PRO, como otras políticas de su estirpe, la caridad es un lujo que puede ser ejercitado discrecionalmente. El bienestar y la dignidad no son derechos inalienables del ser humano. Son metas utópicas, en un proyecto distópico, que maquillan con la oratoria de la crueldad que sostiene el afán de avaricia de quienes la implementan, en su propio nombre, o en nombre de otros.