Un sindicalista español acusa al presidente de la CEOE de ser un sicario

Hace unos días, un sindicalista español llamó al presidente de la CEOE, “sicario”. Y aclaró que lo llamaba de ese modo porque “sicario significa asesino a sueldo”. Todos entendimos perfectamente lo que pretendía el sindicalista con esas palabras, y si nos tomamos el trabajo de reflexionar, pudimos llegar a imaginarnos por qué razón, después de una extenuante negociación en la cual la patronal se llevó todo, desacreditando con arrogancia las pretensiones de los trabajadores y las bases más desprotegidas de la sociedad, el sindicalista acabó ofreciendo esa descripción acerca del CEO en cuestión.

Pero, ¿qué es un asesino a sueldo? Alguien que comercia con la vida de la gente, que vende su habilidad para deshacerse de aquellos que representan un estorbo para sus clientes, quienes pagan justamente por su sangre fría, por su falta de escrúpulos en estas cuestiones.

Recuerdo, vagamente, que hace unos años, la revista del diario El País publicó un reportaje sobre la virgen de los sicarios en una ciudad de Colombia (probablemente Cali, pero no estoy seguro). Lo más llamativo del artículo era el testimonio de uno de estos hombres de oficio que aseguraba que antes de cumplir con uno de sus trabajos se postraba ante la virgen patrona y le rezaba para que lo asistiera en su faena.

No cabe la menor duda que incluso en un sicario, que realiza labor tan despreciable, pueden encontrarse gestos inequívocos de humanidad. Seguro, como ilustraba Benedetti en uno de sus cuentos, el asesino y el torturador encuentran en su tiempo libre ocasión para ser piadoso y cantarle nanas a sus hijos.

Con esto no pretendo que todos los CEOs son como sicarios, pero es bien sabido por las poblaciones que han sufrido los efectos de la eficacia mezquina, de la cirugía desalmada de algunos de sus más exitosos exponentes, que más de uno entre ellos merece el apelativo que utilizó el sindicalista.

La lista de crímenes que puede achacarse a algunos de estos hombre y mujeres es larga y se extiende a innumerables artículos e incisos del código penal. Su peligrosidad no se reduce a las cuestiones humanas particulares, sino que en ocasiones su actividad instrumental es la que se encuentra detrás de las grandes amenazas que azotan nuestro planeta y por ello, la supervivencia de la vida misma de todos nosotros. Pensemos en las amenazas medioambientales, en la empresa armamentística, y en los innumerables acosos que sufren las economías locales y la burocracia estatal en todos los rincones del planeta cuando se ven asaltadas por las imposiciones formulisticas de los grandes poderes comerciales. En todas estas instancias, hay hombres de negocios que dan vida a las formas corruptas. Puede que alguno de ellos, engañado acerca de la naturaleza de su actividad, convencido de que al juego del mercado no le van los remilgos morales, acaben siendo inocentes víctimas de su ignorancia. Pero sea como sea, lo que es cierto es que detrás de todos los males de nuestro tiempo hay algún personaje formado en una escuela de negocios. Por ello, el desembarco en la arena pública de algunos de estos personajes no augura, como algunos quieren creer, una renovación de la política, sino todo lo contrario. Lo que puede esperarse, en cambio, es una mayor profundización de la decadencia política, que ahora vendrá acompañada no sólo con la hipocresía, sino con el descarado cinismo que ofrece la pretensión de una eficacia que se encuentra a salvo de toda crítica moral porque pretende reposar en una esfera de neutralidad valorativa.

Lo que quiero decir es que, en última instancia, debemos encontrar un vocabulario moral que nos permita pensar la actividad gerencial (especialmente la de aquellos hombres y mujeres que representan a corporaciones que manejan entre bambalinas las políticas públicas e internacionales) a partir de aquello que por medio de nuestros ojos desnudos somos capaces de constatar y padecemos en nuestra vida de manera directa.

La ideología reinante nos hace dudar acerca de lo evidente. Nos creemos simplones cuando acusamos a la banca y a la gran empresa de la catastrofe financiera, económica, social, energética y medioambiental que padecemos. Pero nuestro sentido común es correcto, nuestra intuición no es descabellada. No se trata simplemente de problemas estructurales, como nos quieren hacer creer los economistas que hasta ayer pretendían ser profetas y ahora como falsos gurúes se apresuran a convertirse en expertos de la catastrofe.

El lenguaje del “mercado” nos ha acostumbrado, debido a la censura explícita que los medios de masas ejecutan, a no utilizar (públicamente) un vocabulario de condena moral cuando nos referimos a la actividad de estos hombres y mujeres. Se trata de una suerte de tabú expresivo que tiene como función proteger la actividad económica-financiera tal como se practica en nuestras sociedades, de ser objeto directo de nuestra reflexión moral, como si perteneciera a un mundo neutro, como el de los quarks y los átomos, cuya regular eventualidad no puede ser sometida a las razones humanas.

Cuando el Dalai Lama, en un viaje reciente a Nueva York, expresó, ante decenas de miles de seguidores, que una sociedad como la estadounidense, que permite las desigualdades hasta el punto de la indignidad de una parte importante de su población, es una sociedad inmoral, muy pocos de sus seguidores parecieron darse por aludidos. Aquí la palabra inmoral tiene el mismo sentido y la misma fuerza que en las ocasiones en las que la utilizamos para hablar de un robo o un asesinato. Puede que incluso esos ejemplos sean nimiedades cuando somos confrontamos con el tamaño del daño ejecutado y la fría indiferencia y calculada coartada que sus ejecutores articulan.

La pregunta es: ¿Qué ha pasado para que una expresión de este tipo no llegue a su destino? ¿Qué filtros se han impuesto al lenguaje para que la noción de inmoralidad cuando se aplica a nuestro comportamiento económico resulte tan opaco? Puede que la noción de inmoralidad, cuando se predica sobre una actividad que se las ha ingeniado para hacerse pasar por ser un objeto que no pertenece a la esfera valorativa, sea lo que permite a sus expertos mantenerse protegidos por un halo de impunidad.

Pero las inmoralidades que se realizan en el ámbito económico, como he dicho, son del mismo tipo de las que se realizan en la política y en la vida social en general. No sólo son un atentado contra la vida de las personas en general, contra sus derechos particulares, sino que pueden (cuando no estamos obnubilados en nuestra epistemología por las falsas premisas morales de la ideología reinante) ser consideradas afrentas directas a los derechos humanos e incluso crímenes de lesa humanidad, cuando llevan al hambre, a la guerra y a la destrucción de los bienes culturales que las civilizaciones llevaron siglos, incluso milenios en edificar.

De la misma manera que los puños de un boxeador son considerados un arma letal fuera del cuadrilatero y juzgadas en consecuencias sus acciones, el poder económico debe ser considerado por nosotros como una peligrosa arma que amenaza la vida de la comunidad cuando es ejercitado irresponsablemente.

Como vemos continuamente, la legislación vigente en estos asuntos tiende a mantener los crímenes de los responsables de estas acciones impunes. El primer paso para que una legislación permisiva como ésta se modifique es extender la condena moral en todos los foros que tengamos a nuestra disposición, como hacemos con los políticos corruptos, los periodistas mentirosos y los sacerdotes pederastas. Es en este sentido que damos la bienvenida a la expresión del sindicalista español.