Una noche de 1977, Argentina

Pensar el horror

Me gustaría pensar despacio un tema que tengo atragantado hace muchos años. Digo que quiero pensarlo «despacio» porque, de un tiempo a esta parte, nuestros adversarios políticos parecen haber recuperado cierto desparpajo a la hora de hablar de un tema tan escabroso como el que plantearemos a continuación, y la mera reacción ante la ofensa puede hacer claudicar a la inteligencia tentándonos con una reacción impulsiva. Lo que quiero decir es que pese a lo doloroso de los hechos de los que aquí se habla, debemos aferrarnos a la inteligencia.

Por otro lado, lo que todo esto significa es que la sociedad argentina no ha resuelto la cuestión. Que aun anidan en su interior grupos recalcitrantes que ponen en peligro el consenso de la justicia y los derechos humanos. Argentina no sólo sigue siendo una sociedad herida, sino que, además, sigue siendo una sociedad enfrentada, dividida. La violencia está durmiendo una siesta. Mirar hacia otro lado no resolverá nuestros problemas.

Una escena

Cuando en 1976 las Fuerzas Armadas se hicieron con el poder a través de un golpe civico-militar, yo tenía nueve años. Pese a mi corta edad, eso no me previno a que viviera de primera mano algunos eventos paradigmáticos de aquellos años que creo merecen ser recordados. Me ceñiré a una de esas memorias porque es, quizá, lo suficientemente ilustrativa como para iniciar una reflexión acerca de la cuestión ética y política detrás de los acontecimientos de aquellos años.

Corría 1977. Mi madre estaba embarazada de seis meses de quien iba a llevar el nombre de Juan Cruz. Estábamos en Bella Vista, un pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires donde mi familia tenía una casa de fin de semana.

Mi padre estaba ausente por razones que ahora desconozco. Eran las ocho o nueve de la noche de un día de invierno. Como solía hacer mamá, nos fue bañando a uno por vez antes de llevarnos a la cama. Sin embargo, debido a un esfuerzo o a un tropiezo tuvo una pérdida, que a poco se convirtió en hemorragia. Rápidamente, nos subió a los seis hermanos en la camioneta, metió algunas mantas en el maletero, y salimos disparados hacia el hospital más cercano de la zona, el Hospital Militar de Campo de Mayo.

Ante la prohibición por parte de las autoridades de que los niños entráramos en el edificio, y siendo yo el hermano mayor, antes de ingresar mi madre me recordó que debía cuidar a mis hermanos. Desde la ventanilla del automóvil espié el edificio que en mi memoria guardé como un sitio oscuro y lúgubre. Pero no pasó mucho tiempo, porque mi madre regresó más asustada que antes, encendió el vehículo, y sin decir palabra regresamos a la carretera en dirección a Buenos Aires. Le habían negado asistencia. A decir verdad, la habían tratado de muy mala manera.

Después de una semana en incubadora, Juan Cruz murió en un hospital de la capital. Lo supe a través de una amiga de la familia que se quedó con nosotros para cuidarnos durante aquellas semanas. Después de escuchar el relato meticuloso y velado de esta persona, me retiré a la cocina, y un llanto incontenible me salió desde lo más hondo del alma. Fue una suerte de aullido, como si se hubiera abierto un abismo en mi interior, como si el mero contacto accidental con el horror me hubiera impregnado toda la existencia con el miedo.

Pese a que mi hermano mayor había muerto algunos años antes de leucemia, ese fue el primer llanto que me suscitó la muerte, la fragilidad de la vida humana, el desconcierto de nuestra existencia en esta tierra. Pero como decía, había algo más: eso es lo que sé ahora, después de treinta años, habiendo visto el modo en el cual esa escena en el hospital militar de Campo de Mayo se desplegó en mi vida como una ilustración de un país y de una historia que me forzaría al autoexilio.

Detrás de las paredes

Hace años, en una nota de Página 12, apareció una fotografía del Hospital militar de Campo de Mayo. Apenas la vi, recordé la noche de 1977 en la que acudimos con mi madre y mis hermanos en busca de asistencia. Ese era el sitio donde se trasladaban mujeres embarazadas secuestradas, algunas de ellas desde el centro de detención «Vesubio» para que parieran a sus hijos. Otras mujeres eran conducidas personalmente por un vecino de Bella Vista, Atilio Bianco, jefe de la maternidad clandestina, en su Ford Falcon. Los chicos y las chicas que nacieron de esas madres fueron, en su inmensa mayoría, apropiados ilegalmente, y se ha probado que al menos diesciseis de esas madres fueron asesinadas después de haber dado a luz en aquel centro de detención. Muchas otras madres fueron desaparecidas.

Investigando la causa, descubrí que el padre de un compañero de colegio con quien yo tenía especial afinidad formaba parte del grupo de ginecólogos denunciados por su participación en las actividades clandestina que se llevaban a cabo en el centro. También supe que aquel hombre a quien yo habia tratado en muchos ocasiones había sido juzgado en calidad de cómplice en la causa de apropiación ilícita de de Atilio Bianco, quien ante la investigación iniciada por las organizaciones de derechos humanos, había optado por llevarse a los dos chicos apropiados fuera del país para eludir la justicia.

Pedagogías del odio

No sé cuándo fue exactamente que tomé conciencia del horror que se había vivido en la Argentina. En mi primera adolescencia fui adoctrinado en la creencia de que el «ejercito comunista», el «ejercito rojo» – como se decía entonces, se estaba apoderando del mundo, y que los “subversivos” eran el brazo oculto y demoníaco de Moscú que intentaba apoderarse de nuestras vidas. Un día, sin embargo, vi la fotografía de una fosa común exhumada en Argentina.

Las vueltas de la vida quisieron que, recién llegada la democracia, sin saber de la ocupación del padre de mi amigo, lo invitara a este a que me acompañara a una conferencia que ofrecía Estela de Carlotto en un pequeño teatro de la calle Uruguay. Recuerdo que, a medida que escuchaba a Estela de Carlotto, un malestar físico iba conquistando mi cuerpo. Tuve que salir del local apurado. Vomité en la puerta. No volví a entrar. Mi compañero dijo alguna barbaridad acerca de las “locas putas éstas”, o algo por el estilo, y nos marchamos.

Sin embargo, la verdad se había cruzado en mi camino de manera irrefutable. Muchos de mis amigos eran miembros de familias conservadoras que estaban horrorizadas con la posibilidad de que las Fuerzas Armadas fueran juzgadas por sus delitos y se aferraban con uñas y dientes al discurso que habían aprendido en su adolescencia.

Entre mis conocidos, al menos tres de ellos eran hijos de abogados representantes de los Comandantes en Jefe durante los juicios en su contra y convencidos procesistas. Otros eran hijos, sobrinos o primos de ex ministros de la Dictadura, jueces y fiscales cómplices, catedráticos católicos convencidos de la amenaza comunista y simpatizantes altisonantes de todo lo actuado sin defecto.

Para estos chicos y estas chicas sin formación intelectual ni curiosidad manifiesta y evidentemente conformes con sus privilegios, los comandantes eran héroes de la patria que habían evitado que los comunistas se apoderaran del país. Sostenían las más desopilantes teorías sobre los desaparecidos. Como los negacionistas del holocausto nazi, algunos de ellos aseguraban que los desaparecidos eran un invento mediático destinado a engañar a la gente, o que la mayoría de los desaparecidos vivían en el exterior disfrutando de unas largas vacaciones.

En este contexto, intenté explicarme, intenté contarles lo que había descubierto, pero no había manera de hacer entender a “mi gente” que la vida no podía seguir siendo la misma después de haber visto lo que había ocurrido durante nuestra niñez, al saber del horror con el cual habíamos convivido y el nivel de complicidad de nuestros padres, familiares y maestros.

El retorno de la democracia

En 1984 marca un punto de inflexión. La negativa a tratar abiertamente la cuestión que me preocupaba me obligó a alejarme. Viví aquí y allá, con una mezcla de inconciencia y angustia indecible. Poco a poco fui alejándome de la gente que conocía, dejé de frecuentar a mis amigos convencionales, y busqué refugio en la literatura y el nomadismo.

Sabía que no pertenecía al mundo de esa gente que era capaz de festejar la aniquilación y mofarse del dolor de la víctima. Pero tampoco, debido a mi origen y formación, a mi experiencia familiar, mi pasado adoctrinamiento, y el sentimiento de culpa que tenía por haber sido parte de ese mundo de indiferencia y odio, sabía dónde encontrar otra comunidad que estuviera dispuesta a contenerme.

La democracia argentina era todavía endeble. El país no estaba aun preparado para conocer la dimensión de la tragedia y los pormenores del cretinismo ciudadano que había reinado en esas épocas oscuras.

En 1988, decidido a encontrar una solución, me marché. Viajé a lo largo y ancho de Latinoamérica en busca de respuestas, pero el mundo que me tocaba en suerte comenzaba a transitar una época de frívola violencia e indiferencia. Los ladrillos del muro de Berlín recién derruido estaban siendo utilizados para sepultar la verdad detrás de la lucha ideológica. El triunfalismo neoliberal, asociado a una cosmovisión que anunciaba simultáneamente el fin de la historia y el choque de la civilizaciones para imponer el terror imperial y la manipulación mediática de las masas, nos empujaba de manera casi ineludible a refugiarnos en un individualismo posmoderno que descalificaba cualquier reflexión política.

Los límites de la espiritualidad oriental en la era neoliberal

Después de un tiempo en Europa, me fui a la India. Me hice monje. Fui el primer monje budista ordenado por el Dalai Lama. Me encerré en una ermita durante años, dispuesto a encontrar en la consciencia las respuestas que no había tenido a lo largo de mis años de errancia. Tuve la fortuna de poder enfrentarme a la rabia y a la decepción, a la locura que acechaba en mi corazón. Pero al final del camino, en la profundidad del alma, no encontré ninguna respuesta, sino mi propio rostro vacío.

En 1999, después de mi huida de América Latina hacia Oriente, el destino me llevó a Colombia. Llegué como instructor de meditación y profesor de filosofía budista. Pero allí volví a encontrarme con mi gente, o mejor: «con gente como mi gente» que, asustada y ciega frente a la violencia, exigía que se la defendiese de cualquier modo, a cualquier precio, dispuesta a cerrar los ojos y los oídos a la injusticia con tal de poder acceder a la promesa de sus vidas imaginadas por otros.

En el 2001, por esas casualidades del destino, en las mismas fechas en las que el atentado a las Torres Gemelas se hacían dueña de todas las pupilas del mundo, y la violencia y la sed de venganza volvía apoderarse de nosotros dando paso a una nueva «Guerra contra el Terror», dejé mis hábitos de monje y viaje a Buenos Aires. Fui testigo durante las semanas que permanecí en Argentina de la furia y desconcierto de un pueblo saqueado y empobrecido por los herederos de esa misma dictadura militar que había diezmado una generación.

2010. La sociedad argentina en su encrucijada

Han pasado diez años desde entonces. Muchas cosas han cambiado, pero la sociedad argentina sigue estando profundamente dividida. Hay quienes creen que la solución a nuestros problemas es volver a la mano dura, al exterminio de sus enemigos políticos y practican una mueca arrogante ante la justicia, reivindicando sus privilegios sin vergüenza, y exigiendo la continuidad de la impunidad a la que les han acostumbrado sus padres.

Estos son los que reclaman el derecho al olvido, los que exigen a la víctima un perdón jurídico para sus verdugos sin arrepentimiento, los que fingen que los crímenes de lesa humanidad, la apropiación de niños, la aniquilación sistemática de jóvenes, la tortura, la desaparición de personas, la abominable imposición del terror, el saqueo concertado, la destrucción de lo que pertenecía a todos por derecho ciudadano, puede justificarse en virtud de la naturaleza del enemigo al que se enfrentaban las fuerzas del Estado.

Esta gente no quiere saber nada de historia. Pretende someter la justicia a una reducción salomónica de las culpas. Se aferra con furia a la mentira porque sabe, de algún modo indecible, que en la verdad del horror, anida una amenaza a su propia identidad y privilegios; una amenaza que el testimonio de la víctima también supone para aquellos que optaron por aprovechar el momento haciéndose los distraídos.