Quizá, lo más difícil de aceptar es que no hay manera de garantizar nuestros logros societales de libertad, igualdad y justicia. La política democrática (la filosofía platónica es una larga reflexión acerca de ello) no garantiza en modo alguno la justicia. Ni siquiera los derechos humanos son una garantía, especialmente cuando los reducimos a regímenes institucionales y los dejamos en manos de expertos legales o diplomáticos. El caracter utópico de los derechos humanos es otra cosa. Es la voz de los oprimidos y excluidos, la voz de las víctimas que se resisten a ser interpretadas por los expertos.
Por supuesto, eso no significa en modo alguno renunciar a un mundo más justo, más igualitario y fraterno, pero creo que resulta dudoso que podamos asegurar ese mundo a través de divesas estrategias de fundamentación o diferentes procedimientos de legitimación (ni la constitución, ni las mayorías populares pueden asegurar lo que ocurrirá, y tenemos que hacernos cargo de esa realidad).
De hecho, empíricamente hablando, todos nuestros esfuerzos porque esto ocurra (que la justicia y el bien reinen por siempre en la Tierra), acaban con repetidas frustraciones colectivas (los derechos humanos suscitan indudablemente este tipo de frustraciones cuando constatamos el uso que se ha hecho y se hace de ellos – los derechos humanos no garantizan nada, aunque estemos comprometidos plenamente a defenderlos). Hasta cierto punto, el mismo deseo de asegurarnos esa justicia, ese igualitarismo y esa solidaridad universal por siempre jamás, parecen estar en la base del deterioro de la práctica democrática (en Europa es evidente, y en el caso de América Latina, también es notorio).
Algunos autores ponen el énfasis en algún análogo del derecho natural para asegurar ciertos bienes constitutivos del orden político, otros se inclinan por alguna versión fundada en la antropología biológica o cultural para poner límites a ciertas prácticas y fomentar otras, hay quienes prefieren articular alguna fórmula pragmática o procedimentalista para lograr el mismo objetivo.
El problema con todas estas estrategias (valiosas sin duda para asegurar cierta continuidad de nuestras propias convicciones en el tiempo) es que están basadas en una versión muy peculiar de la historia, una versión que dice que estamos avanzando moral, política o jurídicamente (o que estamos retrocediendo, si tenemos una perspectiva conservadora), y que la manera de asegurar esos avances morales, políticos y jurídicos es encontrar algún elemento (la constitución, la política democrática, la política de derechos, los procedimientos de comunicación) que nos aseguren que podemos continuar avanzando, progresando, evolucionando, moralmente, políticamente, jurídicamente.
Por supuesto, es posible defender que hemos progresado mucho, material y éticamente. Muchos creen que las sociedades centrales están en todos los sentidos imaginables por encima de otras sociedades del pasado y de otras sociedades contemporáneas periféricas, no solo en lo que concierne al poder que ofrece el conocimiento científico y la tecnología, sino también en lo que concierne a nuestra perspectiva y actitud moral.
Pero también hay quienes afirman lo contrario. Y sus críticas resultan convincentes. El avance científico-tecnológico es para estos críticos una catástrofe planetaria, y nuestras formas de vida capitalistas una aberración. Lo cierto es que, desde el punto de vista político, los avances y los retrocesos resultan paradójicos. No es claro que podamos dar un veredicto en blanco y negro. Si pensamos la historia como un continuo lineal, la idea de progreso resulta paradójica. Lo que ganamos por derecha, parecemos perderlo por izquierda y viceversa.
Nadie puede asegurarnos que la próxima generación no decidirá cargarse la actual constitución, o preferirá un tipo de política xenófoba, en contraposición a una política democrática abierta a la inmigración, si se inclinará por una política redistributiva, o abiertamente neoliberal, si será sensible a los desafíos medioambientales o vivirá de espaldas a ellos.
Las sociedades cambian continuamente, nuevos seres humanos entran en el espacio público, los recién nacidos y los inmigrantes y refugiados que traen consigo formas novedosas de ver la realidad. La gente cambia, cambia sus modas y sus modales, cambia sus ideas acerca del mundo, y los imaginarios en los que están inmersos también cambian constantemente. Aunque nos cueste aceptarlo, nuestros hijos no pensarán como nosotros necesariamente, ni se harán cargo de nuestros proyectos, ni compartirán necesariamente nuestros valores. Cada generación establecerá sus propios horizontes éticos y políticos.
Los derechos no están asegurados, y, por lo tanto, los llamados “derechos adquiridos” no garantizan su reconocimiento en el futuro. Lo vemos continuamente. Nuestras constituciones, nuestras concepciones de la naturaleza humana, la comprensión que tenemos acerca de nuestras propias capacidades, necesidades y vulnerabilidades existenciales, nuestras maneras de concebir el orden social, su límite y su rol, nuestra lealtad constitucional o nuestra fidelidad a la política democrática, nada de esto garantiza los derechos. Ni la ley, ni los jueces, ni los tribunales constitucionales, y tampoco las mayorías democráticas, que pueden ser “compasivas” o brutalmente impiadosas.
Creo que el problema de la política no gira en torno a cómo justificamos o legitimamos el orden político y jurídico en el que vivimos, sino que el problema es la manera en que vivimos la política en la vida cotidiana. Y para vivir la política cotidiana plenamente, estamos obligados a ser conscientes del carácter efímero de nuestros órdenes políticos y jurídicos, y los límites de nuestras convicciones éticas, y sobre todo la fragilidad de nuestros derechos.
El gobierno de Macri (que llegó a través de una mayoría electoral al ejecutivo) demuestra que la fuerza y la arbitrariedad exige una constante monitorización de sus políticas por parte de la ciudadanía. Para ello necesitamos una sociedad alerta y combativa. Más aún cuando sabemos que el poder corporativo monopoliza los medios de comunicación, las instituciones judiciales se encuentran cooptadas por el poder político, y el evidente fracaso de la división de poderes en Argentina. La relatividad de la constitución nacional y el deterioro en la confianza que suscitan sus interpretaciones por parte de los tribunales superiores, demuestran que nuestros derechos no están garantizados y que solo nos queda la precaución e intensidad de nuestro cuidado y compromiso democrático para enfrentarnos a quienes intentan someternos.
En este sentido, podemos incluso coincidir con nuestros antagonistas, que hoy se llenan la boca afirmando que «no existe algo así como los ‘derechos (perpetuamente) aquiridos'». Mayor razón para no esperar que la historia, la ley, la constitución o los tribunales, finalmente nos den la razón. Sin garantías (sin ningún Dios o instancia superior que legitime nuestros derechos o nos proteja) solo nos quedan las calles, convertida la multitud en el pueblo, la voluntad de cada uno en la voluntad de todos, siempre conscientes que nunca estaremos ciento por ciento seguros, si estamos en lo cierto, o acaso estemos siendo engañados.