Es probable que en un par de semanas nos estemos embarcando en una aeronave de Aerolíneas argentinas para emprender otro regreso, esta vez a Barcelona. El viaje a Misiones fue un último intento por implantar nuestras raíces desarraigadas en esta tierra de la cual fuímos una vez arrancados. Nuestra historia no es excepcional. Compartimos nuestra suerte de dolorosa itinerancia con cientos de millones. Pero en este rubro hay de todo. Lo más importante, quizás, sea el éxito o el fracaso de los caminos recorridos por cada cual. Mientras tanto, sigo estudiando el texto de Feinmann sobre el Peronismo. Las páginas del regreso de Perón a la Argentina, no tienen desperdicio. En ese regreso está todo, como dice Feinmann, como un Aleph, en el que se concentra el alfa y el omega de nuestras vidas.
Ahora bien, lo que a nosotros nos interesa es entender a partir de la historia lo que nos está sucediendo. El libro de Feinmann es un libro sobre filosofía política. Pero ¿qué podemos decir nosotros de la política, nosotros que asistimos a la historia desde los balcones, que contemplamos las escenas fascinados por ellas, pero hasta cierto punto ajenos a las tramas que se tejen? Padecemos la historia, incluso más: somos constituidos por ella, somos la historia en todos los casos. Pero nuestro lugar es minúsculo, prescindible. No somos nada (porque nadie puede ser nada), pero es como si así fuera. La muerte de cualquiera de nosotros no «significa» nada. Nuestras muertes ordinarias son tautológicas: uno se muere porque se muere. Siempre es posible, por supuesto, relatar las cosas de tal modo que las muchas muertes estadísticas se conviertan en una vida «verdaderamente» humana, extraordinaria. Pensemos, por otro lado, en la muerte de Perón, por ejemplo, o la muerte de Néstor Kirchner, para mentar un acontecimiento más reciente. Esas muertes cambiaron (para bien o para mal) el rumbo de la historia, o aceleraron los procesos, o se conviertieron en banderas que guiaron una nueva época (la muerte de Perón fue el comienzo del horror – un horror anunciado y calculado). Pero qué pasa con nuestras muertes. No pasa nada. Nos morimos y listo.
Hace unos días escuché una vieja entrevista que le hicieron en su juventud a Cristina Fernández. No recuerdo exactamente el contexto de su respuesta, pero lo que surgía de su discurso era claro, decisivo a la hora de juzgar su biografía. Cristina Fernández habla de la política y la trascendencia. Habla de la actividad política en relación con la búsqueda de trascendencia. Aquí la palabra “trascender” implica muchas cosas. Por un lado, la más obvia cuando hablamos de “lo político”, es la trascendencia de la aprehensión de la individualidad acotada en la construcción de la identidad. Lo político apunta a lo colectivo, a la totalidad. Nuestra identidad se despliega sumando a nuestra biografía meramente personal, nuestra biografía comunitaria. Nuestras mentes y nuestros cuerpos se entienden a sí mismos como hebras de un tejido en cuya estampa participamos. Pero “trascendencia” también hace referencia a algo cuasi-teológico. Aquí no se trata de Dios, por supuesto, pero sí a algo que es la historia entendida como memoria, y en este sentido hay una estrecha relación con la heroicidad homérica. Ser cantado por los poetas. Que nuestro nombre quede atado al canto de nuestro pueblo. En la memoria del pueblo está nuestra redención.
Ahora mismo estoy sentado frente al Paraná, mirando la orilla paraguaya que se desdibuja en esta mañana neblinosa y caliente. Dicen que hoy las temperaturas llegarán a los 38º. De todas maneras, sopla un viento que apacigua nuestros cuerpos calientes. En este rincón en los límites de la Argentina, vine a buscar un lugar que me devolviera mi derecho a quedarme en esta tierra. Es mi país, pero es otro que el país que fui. Hay una escena memorable en la película de Aristarain, Martin Hache, en la que Diego Botto, que hace el papel de Hache, le pregunta a su padre, Federico Lupi, por qué razón no regresa a Buenos Aires. Entonces, Federico Lupi le contesta que Argentina es una entelequia: el país son los lugares de uno, la familia, los amigos, y remata: “qué tienen que ver conmigo un tucumano o un correntino”. “Argentina – dice Lupi – es una trampa.”
¿Qué tienen que ver conmigo un tucumano o un correntino? Esa pregunta, pese al disgusto que pueda producirnos su mera articulación, es el quid de la cuestión, es la expresión más acabada del nudo gordiano que constituye la identidad política, la nacionalidad, construida, como bien sabemos, de arbitrarias exclusiones. Y digo “arbitrarias” pensando en la soberanía que determina el ser y el no ser de todas sus particularidades. ¿Qué significa ser argentino? ¿Se puede renunciar a la argentinidad cuando ya no tenemos familiares, ni amigos, ni lugares a los cuales volver? ¿Qué significa mi argentinidad aquí, en Posadas, Misiones, en este extremo de su territorio que a pocos pasos deja de ser lo nuestro para convertirse en la tierra de ellos, otros que, como nosotros, quizá se interrogan acerca de su ser?
Para los budistas resulta relativamente fácil la explicación. “Argentina” es un nombre (un “mero” nombre) y por lo tanto, una ilusión creada por la mente conceptual. El Bodhisattva, dicen las enseñanzas, en su afán por realizar el Dharma (la verdad de lo que es) comprende que “Argentina”, como todos los entes, es vacío, shunyata, lo cual no implica rechazar su realidad cuasi-ilusoria, su funcionalidad. Ser o no ser argentino tiene consecuencias, tiene efectos. Porque Argentina no es una entidad eterna que vive en el cielo de las ideas inmutables otorgándonos su ser, sino un producto, es decir, la consecuencia de ciertas causas y condiciones que han permitido su irrupcion. Pero cuando uno analiza concienzudamente sus particularidades, cuando uno se detiene en los detalles de esta Argentina que decimos ser, no puede dejar de “asombrarse”. Argentina no está en ningún lado. No está en la tierra, ni en los montes, ni en los ríos que surcan su geografía generosa. No está en los rostros de su gente, ni en sus batallas. Hay que ponerle nombres a las cosas. Plantarle una etiqueta a los productos para que esta tierra sea nuestra tierra. Se necesita una voluntad de ser que diga quienes pertenecen y quienes no pertenecen a ella. Se necesita de la política para hacer nuestra argentinidad. No existe una argentinidad en nuestros cromosomas. La información genética no dice nada acerca de nuestra pertenencia. Somos esto o aquello por pura voluntad política, por pura imaginación política: poder e imaginación.
Argentina es una tierra de inmigrantes. Excepto unos pocos (los más marginados entre los marginados, esos que llaman, los pueblos originarios), ninguno de nosotros podemos acudir a una genealogía que oculte la arbitrariedad de nuestra “propiedad”. Nuestra identidad es un empeño. Nos hemos hecho argentinos por voluntad. En esta verdad reconocemos nuestra grandeza, pero también nuestra debilidad. Somos un país joven. La juventud es pura potencia, pero también la incertidumbre que trae consigo el ser en su novedad. ¿Seremos capaces de seguir siendo lo que somos? ¿Hasta cuándo? Todo está por hacerse, pero cómo, cuál es el espíritu que conducirá nuestros afanes.
Todas estas cuestiones, como se ve, están marcadas por las insistencias de mi biografía, trenzada de punta a rabo con las historias de mi país y con las del mundo en el cual nos hicimos. De manera totalizadora podemos preguntarnos: ¿Qué significa ser de este mundo?, y allí encontramos el núcleo teórico que andábamos buscando, como bien señaló Heidegger en su momento: ¿Qué relación existe entre el ser y el tiempo, entre el ser y su historia? Pero si queremos plantear el interrogante en términos budistas, también podemos hacerlo: ¿Qué relación hay entre la verdad última de lo que es, su vacuidad, y la verdad convencional, su apariencia?
Puede que la imagen insuperable que nos ha regalado la filosofía para pensar estas cuestiones siga siendo el símil de la caverna que Sócrates nos cuenta en el libro VII de la República. El relato de ese itinerario que lleva a su protagonista, guiado por una mano misteriosa, de las sombras a la luz, de las apariencias a la verdad, y de allí de regreso con sus ex-compañeros de prisión, al interior de la caverna. Dice Platón que quien retorna corre el peligro de ser asesinado por sus ex-compañeros.
Pero hay otros regresos que merecen nuestra memoria: no menores son el que relata Homero en la Odisea, el que narra el Antiguo Testamento sobre Moisés. Lo cierto, para nosotros, es que en todo regreso reina la violencia. Incluso Cristo traerá consigo, en su regreso, el apocalipsis.