No se trata de un partido político ni de una ideología particular. Como diría Ortega: es el yo enfrentando sus circunstancias.
Sin embargo, merece algunas líneas en este blog en una semana marcada por las expresiones afiladas de victimización e indignación dispuestas en la agenda.
El discurso es rabioso. Acompañado por el gesto asqueado y la condescendencia frente a las masas que organizan el clientelismo y el “patoterismo” oficial. El testimonio en primera persona despunta en los relatos y la referencia al asco que despiertan las figuras emblemáticas de un gobierno que se considera corrupto, ideológicamente pervertido y autoritario, son sintomáticos. No se sabe lo que se quiere, ni cómo se lo quiere, pero se lo quiere ya. La épica del “¡que se vayan todos!”, que aún recuerdan con nostalgia algunos protagonistas de las protestas del 2001 que hoy se congregan en las esquinas de Buenos Aires, sigue modelando (sin quórum de transversalidad social) las expresiones de malestar de los “indignados” locales.
Entre los participantes hay de todo y para todos los gustos. La protesta es coherente con la hipótesis de “la muerte de las ideologías” a la que tantos se adhieren, inconscientes de la cualidad ideológica del supuesto axioma.
Lo que une a los convocados es el desprecio y el hartazgo; la reivindicación “civilizatoria” de su cruzada antibarbárica, antipopulista, antimontonera o simplemente antiK; la pretensión de decencia que se exhibe con ahínco y la malversación de los símbolos patrios a favor de una epopeya de libertad que se despliega en el living room.
La libertad que se mienta no es la libertad a la que aspira el oprimido, la víctima o el cautivo. Es otra libertad que no está cualificada en función de prioridades y el sabio discernimiento de las circunstancias. Es la libertad de hacer lo que a uno, personalmente, le venga en gana con lo que mal o bien le pertenece por derecho o por defecto. Es la libertad egocéntrica, la libertad del hombre entendido como entidad atómica entre otras identidades atómicas sin un “nosotros”.
De allí la diversidad que se anota a la partida, anhelando una identidad que las formas tradicionales de la política y la desguarnecida oposición es incapaz de proveer. La identidad se construye mediáticamente, como las masas que atestan un estadio, atraídas por la imagen manufacturada y deslumbrante de un ídolo de rock. Aquí, sin embargo, la figura que convoca no produce éxtasis entre los participantes, sino ira. «Cristina», en este sentido, es el único referente, el referente absoluto, que aglutina a propios y ajenos como en otras épocas supo hacer Juan Domingo Perón.
Lo que sustenta al cacerolero es la perturbación de las emociones de bronca que, como bien se ha señalado en otro sitio, acaban justificando y promoviendo el camino populista elegido por el kirchnerismo, que encuentra en la impotencia política de sus adversarios y la esterilidad ideológica de sus bases potenciales una amenaza fantasmal. El espectro del desánimo y la rabia puede estar en cualquier lado, porque no tiene rostro ni discurso articulado. Es sólo queja, estridencia cacerolera y mensajitos en las redes sociales llamando a tomar el palacio de invierno en nombre de “la libertad”.
A falta de alternativa, a las bases sólo les queda la mueca, el gesto grosero y el rechazo violento, que los políticos pretenden capitalizar sin ofrecer para ello una sola línea propositiva inteligente digna de un mejor debate. Se conforman con la obsecuencia televisiva, con la medición del raiting, las encuestas y el empeño comunicacional que aun lideran los grandes medios aferrados a su rol monopólico en su tarea de creadores de opinión.
Pero la pregunta sigue siendo la misma para quien serena la pelota y otea el horizonte en busca de claridad. Si esta no es la dirección, qué proponen, y con qué medios, y en qué mundo.
Ante la contundencia de la realidad, las cacerolas no son un buen argumento. Pero eso sí, saben hacer ruido, y en eso estamos: decir YO.