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¿Cómo pensar la verdad en relación con esta guerra? Lo primero es el dato duro: las vidas truncadas, las muertes, los refugiados, el miedo, las hostilidades, eso que llamamos “la realidad objetiva” en su dimensión “superficial”, aparente, inmediata.
Luego, tenemos la “realidad subjetiva”, aquello que pensamos que está pasando al observar la realidad en su dimensión superficial, aquello que, interpretamos, está oculto bajo la inmediatez de los hechos desnudos.
Ahora bien, ¿qué vinculación existe entre la realidad objetiva y la realidad subjetiva? En nuestra época en la que el arte del marketing, de la propaganda, de la posverdad, como le llaman algunos, ese vínculo parece roto. Por ese motivo, hay una urgencia por pensar una vez más la verdad, para poder decir la realidad y actuar en ella. Esa es la genuina vocación del filósofo. Como nos enseñó Marx, no se trata de interpretar el mundo, sino de transformarlo.
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En este artículo quiero explorar brevemente cuatro dimensiones de la realidad, a partir de las cuales es posible formular cuatro aproximaciones a la verdad que, conjuntamente, nos ofrecen un camino o itinerario para su realización plena.
Comencemos con la dimensión “superficial” de la realidad a la que hemos hecho referencia en la introducción. El término “superficial” no debe confundirnos. Aquí la superficialidad se dice respecto a lo que es inmediatamente accesible a través de nuestros sentidos y nuestra consciencia, aquello que se presenta de manera rotunda frente a nosotros y llamamos, en general, los “hechos objetivos”.
Por lo tanto, no hablamos de superficialidad despectivamente. Aquí “superficial” no es sinónimo de “frívolo”. Lo superficial es lo concreto-inmediato, lo que innegablemente es el punto de partida y de llegada de cualquier reflexión seria acerca de lo real de suyo. Aquí, la guerra es, antes que cualquier otra cosa, “ese monstruo grande” y despiadado que se come las vidas humanas, destruyéndolo todo a su paso.
Sin embargo, lo inmediato-concreto exige explicaciones si pretendemos una genuina comprensión. Necesitamos saber, por ejemplo, cómo hemos llegado hasta aquí, cómo hemos pasado de eso que llamamos “la paz”, a eso otro que llamamos la abominable “guerra”. No es fácil decidirlo.
¿Cuándo se inició el conflicto? ¿Acaso cuando las tropas rusas cruzaron la frontera de Ucrania? Pero, entonces, ¿qué había antes de la invasión? ¿Acaso la paz? No parece serio plantearlo de ese modo si uno echa un vistazo a la historia reciente.
Por otro lado, ¿quiénes son los que combaten en el campo de batalla? Los rusos, por supuesto, también los ucranianos. Sin embargo, ¿qué papel juegan otras potencias u organizaciones? Por ejemplo, los Estados Unidos, la Unión Europea, la OTAN, China, India, Irán, y el resto de los Estados del mundo, quienes, a través de sus gobiernos, no han podido ni pueden permanecer ajenos frente al peligro que nos acecha a todos.
Pero, además, esos nombres se dicen o establecen sobre diversidades muchas veces antagónicas. Se dice y se espera, por ejemplo, que la oposición rusa se enfrente al gobierno de Putin, e incluso que fuerce su derrocamiento. En Estados Unidos, las palabras de Trump ponen en entredicho al gobierno demócrata de Biden, y se multiplican las voces disidentes aunque la inmensa mayoría apoyaría una nueva empresa guerrerista. No hay una Unión Europea, sino muchas, y en pugna entre ellas. Alemania y Polonia tienen intereses contrapuestos, lo mismo Francia con los miembros de la Europa del Este. Lo mismo ocurre con todas y cada una de las configuraciones restantes que llamamos Estados.
De este modo, cuando los analistas políticos e internacionales serios se enfocan en la guerra, “descuartizan” nuestra percepción inmediata del conflicto. En este nivel, si no estamos haciendo propaganda, los “buenos” y los “malos” se distribuyen de manera desigual en el escenario político.
Detrás del campo de batalla en el que personas de carne y hueso padecen las miserias de la guerra, hay una complejidad de particularidades e intereses en pugna que convierte el problema en intratable y explica el desenlace de las hostilidades. Es justamente la imposibilidad de resolver las contradicciones entre las muchas partes lo que conducen finalmente a una resolución violenta. A esta dimensión de la realidad es a la que hace referencia un tipo de verdad que llamaré “relativa”.
A la tercera dimensión la denominaré “profunda”. Aquí la clave no la encontramos en el análisis discriminativo de lo que con-forma esa masa aparentemente caótica que es la guerra cuando la aprendemos superficialmente. Como hemos visto, hay bloques en pugna, que a su vez se articulan o engranan de manera compleja y contradictoria. En los primeros días, por ejemplo, todo era odas a la unidad de los “libres” contra la nueva expresión del “imperio del mal”. Pasados diez días, las contradicciones y las pugnas de intereses entre las potencias aliadas se han vuelto transparente.
En lo que nos enfocamos en esta tercera dimensión, en cambio, es en la energía o poder (Kraft) que moviliza el proceso causal que se cristaliza en la guerra. Es decir, el trasfondo, generalmente tácito, innominado en el relato oficial, que explica en última instancia todos estos movimientos que conducen a la erupción de las hostilidades.
Obviamente, detrás está la vida misma, la voluntad de vida, convertida patológicamente, en voluntad de dominio. Sin embargo, en nuestra época, esta voluntad de dominio se manifiesta en su forma más extrema y hegemónica en la voluntad de explotación y dominio por parte del capital, que instaura el sistema de relaciones sociales y ecológicas dentro del cual vivimos nuestra existencia concreta e inmediata: el capitalismo. Permítanme que cite el texto de David Foster Wallace para ilustrar mi punto:
Están dos peces nadando uno junto al otro cuando se topan con un pez más viejo nadando en sentido contrario, quien los saluda y dice, “Buen día muchachos ¿Cómo está el agua?” Los peces siguen nadando hasta que después de un tiempo uno voltea hacia el otro y pregunta “¿Qué demonios es el agua?”
El capitalismo es el agua en la que vivimos. Es un sistema de clases, que se articula también a través de discriminaciones raciales, sexuales, étnicas, nacionales y religiosas, basado en la explotación de las inmensas mayorías de la población planetaria, y a la desposesión y apropiación sistemática de los bienes comunes de la humanidad por parte de una minoría, que además es indiferente a los efectos perversos que la extracción indiscriminada de recursos naturales y la libre disposición de los desperdicios que produce su actividad productiva, supone para el bienestar colectivo de la humanidad y el resto de seres que habitan el planeta. El resultado del sistema capitalista está a la vista de todos. Sus emblemas son la guerra, la pobreza y la destrucción medioambiental.
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Hace unos días, en la ciudad de Buenos Aires, en uno de sus barrios acomodados, Palermo, seis jóvenes violaron a una joven de 20 años en un automóvil, a plena luz del día. La ministra de Mujeres, Géneros y Diversidad, Elizabeth Gómez Alcorta, se refirió a los acusados de la violación grupal del siguiente modo en un twitter:
Es tu hermano, tu vecino, tu papá, tu hijo, tu amigo, tu compañero de trabajo. No es una bestia, no es un animal, no es una manada ni sus instintos son irrefrenables. Ninguno de los hechos que nos horrorizan son aislados. Todos y cada uno responden a la misma matriz cultural.
Y horas más tarde, en una entrevista televisiva, señaló:
No se trata de hechos aislados, ni de hechos que estén vinculados a personas, varones, con algún problema en particular […] Crecimos y nos socializamos sobre las bases de una masculinidad que nos enseña que los varones tienen derecho a decidir, solos o en grupo, sobre los cuerpos de las mujeres y LGBTI+ como quien dispone de una propiedad o de una cosa.
La presidenta del principal partido político de la oposición, pidió de inmediato la renuncia de la ministra acusándola de justificar el crimen. De acuerdo a Patricia Bullrich, establecer un vínculo entre el trasfondo cultural machista y la violación grupal implica necesariamente socavar nuestro orden moral basado en la autonomía individual, en el que cada persona responde libremente, en vez de predeterminada por la cultura.
La conclusión es transparente. No hay conexión o vínculo entre la violación de los jóvenes y nuestra cultura machista. De modo que la única alternativa explicativa que nos queda es la “monstruosidad”, en el sentido de anomalía y excepcionalidad. El crimen no debe poner en cuestión nuestro rumbo actual, nuestro orden vigente. La perspectiva conservadora, en este sentido, previene ante cualquier transformación sistémica.
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Volvamos a la guerra en Ucrania. En el nivel subjetivo, superficial, la guerra se reduce a sus consecuencias inmediatas: el dolor, la muerte, la destrucción, y su perpetrador: Vladimir Putin, que el establishment político y mediático occidental tilda como “monstruo”. Eso explica la difusión hasta el hartazgo de retratos biográficos y psicológicos del líder ruso, como explicación última de las hostilidades.
En el nivel objetivo, relativo, la guerra se explica en un contexto geopolítico complejo que la precede, una guerra comercial, tecnológica, financiera, cultural y territorial que involucra a un imperio en decadencia, los Estados Unidos, una potencia en alza, China, y otra repetidamente humillada, y que además se siente acorralada, Rusia, y una Unión Europea prisionera de sus vacilaciones pasadas, una burocracia institucional inoperante internacionalmente, y una dependencia cruzada respecto a Estados Unidos (dependencia militar) y Rusia (energética y comercial). Ucrania es el escenario donde se libra una batalla de esta guerra global.
Obviamente, en este nivel de análisis, la guerra no puede entenderse como el resultado caprichoso del carácter de un líder político como Putin. Aquí lo que está en juego son lógicas estructurales del orden geopolítico global actual, en el que las potencias se topan con límites que se dirimen finalmente de manera violenta, produciendo toda clase de consecuencias en el orden vigente, de manera análoga a que la crisis financiera es el resultado de contradicciones inherentes que acaban, al llegar al climax de su evolución, a instancias de destrucción masiva que empujan a la miseria a pueblos enteros para reconfigurar nuevos órdenes de acumulación.
Como han señalado diversos analistas, el modelo que estamos dejando atrás es el anunciado por George Bush en 1991 – el orden mundial unipolar en el cual Estados Unidos tenía un lugar hegemónico indiscutido. Primero Donald Trump, y ahora Vladimir Putin son los anunciadores del nuevo orden mundial multipolar en el cual las potencias en alza reclaman reconocimiento e intentan fijar sus zonas de influencia.
En este caso, ya no podemos seguir hablando de la guerra como una anomalía. No existe, como diría Žižek, un grado 0 de violencia, la paz, que es de pronto interrumpido por la acción extraordinaria de un agente, el cual nos traslada a un escenario bélico. Solo en el paisaje que nos ofrece la perspectiva subjetiva el tránsito entre la paz y la guerra se percibe en términos absolutos, como una ruptura radical. Desde la perspectiva objetiva, existe una continuidad palpable, en un proceso cuyos hitos son visibles y documentados. En el caso que estamos analizando, la cronología de los hechos muestra que el comienzo de las hostilidades, no solo estaba largamente anunciado, sino que en mucho precedió al momento de la invasión, como prueban los sucesos de 2014 y la guerra civil dentro del país entre la Ucrania prooccidental y las regiones separatistas rusas.
Ahora bien, estas explicaciones, por muy detalladas y comprensivas que puedan ser, exigen, como decíamos, que se aclare un elemento clave del entramado: la fuerza, potencia o energía que moviliza las pugnas geopolíticas hasta alcanzar la cristalización superficial que contemplamos en forma de guerra. Más allá del nacionalismo ruso o el imperialismo estadounidense, como decíamos, el trasfondo es la lógica inherente del capitalismo global que se manifiesta en sus límites cristalizando guerras, crisis socioeconómicas y política y destruyendo el medioambiente.
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En este último apartado quiero referirme al problema de la verdad, y responder a dos posibles objeciones.
Lo primero es notar que la dimensión subjetiva es aquella en la que nuestra racionalidad se encuentra en su nivel más bajo y, por ello, la más proclive a la manipulación emocional por parte de la propaganda. Es un lugar en el que las verdades están comprometidas, por eso mismo, debido a la parcialidad a la que nos inclinan nuestros afectos y pasiones.
Eso no significa, como ya hemos dicho, que el nivel subjetivo deba descartarse. No estoy proponiendo que extirpemos nuestros sentimientos morales de la ecuación. Lo que estoy diciendo es que esos sentimientos morales (como la indignación, por ejemplo), deben realizar un viaje dialéctico cuyo objetivo es el acoplamiento de las emociones con la razón. En el nivel puramente subjetivo, o bien las emociones están completamente desvinculadas de la razón, o la racionalidad está al servicio de la justificación de la experiencia emocional espontánea que se produce ante las circunstancias que vivimos.
Este viaje dialéctico comienza, efectivamente, con la “verdad subjetiva-superficial”, que nos conduce espontáneamente al rechazo moral visceral frente a la guerra, nuestra simpatía natural hacia las víctimas, y la aprehensión espontánea del agente dañino primario como “malo” o “monstruoso”. Sin embargo, no se detiene allí. El siguiente paso es analizar la trama causal que hace posible el crimen o el acto violento. En este marco, descubre que el “monstruo”, lejos de tal cosa (una anomalía) es el efecto cristalizado de ciertos procesos causales, de ciertos actos que tuvieron lugar en el pasado, que voluntaria o involuntariamente precipitaron el efecto presente.
En este punto pueden plantearse dos objeciones análogas a las articuladas por la presidenta del PRO, Patricia Bullrich, a la ministra de la Mujer, géneros y diversidad de la Argentina.
La primera objeción apunta a que una explicación de este tipo puede conducir a una exculpación del criminal. La respuesta es negativa. De lo que se trata es de ampliar el sentido de responsabilidad a otros agentes partícipes, que directa o indirectamente, voluntaria o involuntariamente, son cómplices del crimen.
La segunda objeción es más difícil de responder. ¿Acaso todos somos culpables? La respuesta es, sin embargo, un rotundo “no”, porque existen las víctimas, que expresan en su piel la injusticia de ciertas relaciones y entramados causales específicos. En el caso concreto que estamos analizando, además de Rusia, los Estados Unidos, la Unión Europea, y el propio gobierno de Ucrania, son responsables, en diferentes medidas, de la tragedia humanitaria que se está produciendo. Ninguno de estos agentes es un espectador inocente, pese a la fingida indignación que expresan y ajetreo humanitario desplegado. Basta recordar la huida y abandono de civiles de la OTAN en Afganistán hace unos meses para saber que la preocupación central, más allá del desafío geopolítico que plantea la invasión, y las devastadoras consecuencias socioeconómicas que traerá consigo, lo que se intenta con estos gestos es proteger la legitimidad del poder burocrático-político ante la crisis.
El viaje, sin embargo, no ha terminado. El siguiente paso es reconocer el trasfondo último, la energía o potencia, que explica estas apariencias y configuraciones cristalizadas de los niveles 1 y 2. Como ya indicamos de pasada, esta energía, que en nuestra época se cristaliza en las formas institucionales y en las formas de vida que impone el capitalismo, puede entenderse universalmente en relación con nuestra condición finita, y por ende, con nuestra lucha por la supervivencia y el poder, que se traduce en explotación, apropiación, guerras y conquistas que hemos vivido a lo largo de nuestra historia, y cuyas raíces pueden seguramente rastrearse en nuestra biología. Todas las tradiciones religiosas mundiales, todas las filosofías y éticas humanistas del mundo han formulado articulaciones dirigidas a disciplinar a los individuos para poner coto a los efectos perniciosos de esta voluntad de vida, convertida patológicamente en voluntad de poder.
Los budistas, por ejemplo, hablan de una confusión básica, que nos hace aprehendernos a nosotros mismos como entidades autosuficientes, dotadas de una existencia inherente, separada del resto del cosmos. Esto es, nos dicen los budistas, lo que subyace a nuestro afán de apropiación y dominio: la cosificación, la fetichización de las personas y las cosas, y nuestras emociones negativas.
O, como dicen los teístas, el origen del dolor, de la guerra, de la injusticia, debemos buscarlo en nuestro olvido de nuestro vínculo filial con Dios, nuestro padre, nuestro origen común, nuestra fraternidad como criaturas, con toda la creación humana y no humana.
Ahora bien, esta tendencia universal a la confusión primordial o al olvido de nuestro origen común nos lleva a percibir nuestra suerte individual desacoplada de la suerte del resto de las criaturas. Sin embargo, el modo en el cual se articula históricamente esta tendencia es peculiar en cada época. En nuestra época, esa tendencia adopta la forma del capitalismo neoliberal, en camino de convertirse, según algunos pensadores, en una suerte de neofeudalismo corporativo digital, militarizado y financiarizado.
Lo que distingue al capitalismo de otros órdenes y sistemas de relaciones sociales y ecológicas previas es el hecho de que la ignorancia básica, el olvido, es el fundamento del sistema, y las prácticas de competencia, apropiación y desposesión sistemáticas, las claves de su funcionamiento. Las vidas humanas y no humanas están al servicio del capital, convertido en una suerte de genio maligno que ha transformado nuestras existencias en imágenes ilusorias en las pantallas de nuestros ordenadores, o datos numéricos en sus documentos de Excel.
Con esta visión como trasfondo, damos el último paso en nuestro camino hacia la verdad, en la que ésta coincide, por fin, con la realidad. Regresamos al nivel 1, a la experiencia superficial de la guerra, de los refugiados, de la muerte. Los sentimientos morales siguen ahí, pero ahora sabemos que una solución exige mucho más que una condena emotivista, emblemas, emoticones o banderas en nuestras cuentas de Instagram. Necesitamos una revolución, una transformación radical, un nuevo comienzo, otro mundo posible.