Sobre el realismo y el antirrealismo
Introducción
Uno de los debates filosóficos más encendidos del momento gira en torno a cuestiones relativas a lo real y respecto al acceso al mismo – es decir, acerca de la verdad. Fenómenos en la esfera pública como la llamada «posverdad» le otorgan al debate una apariencia de manifiesta actualidad. Lo cierto, sin embargo, es que en este caso estamos hablando de un tema que está en el origen de la filosofía misma, que, hasta cierto punto, define el marco de la filosofía teórica, y pone las bases para cualquier discusión en la esfera de la filosofía práctica.
En los últimos años, primero a partir de mis estudios en torno a la obra de Charles Taylor y Alasdair MacIntyre, y posteriormente, en mi esfuerzo por comprender a los llamados «nuevos realistas» (Quentin Meillassoux, Graham Harman, Maurizio Ferraris y Markus Gabriel) y sus críticas al posmodernismo, me he inclinado, con cada vez más empeño, por presentar mi especulación filosófica en términos «realistas». Esto es especialmente significativo teniendo en cuenta que mi formación filosófica no es solo Occidental, sino también Oriental (he pasado los últimos treinta años de mi vida familiarizándome con la tradición inaugurada por el pandita indio Nāgārjuna y sus seguidores tibetanos). En este contexto, he llegado, contra una extensa bibliografía académica y de divulgación, a interpretar a Nāgārjuna como un «realista consumado», en contraposición a muchos autores que tienden a leerlo como un antirrealista.
El marco y el debate
Lo primero que quisiera advertir en esta nota es que mi aproximación al problema que tenemos entre manos no es partisana. Es cierto que, en apariencia, este tipo de debates suelen presentarse de ese modo, como una competencia deportiva (o incluso guerrera), pero mi defensa circunstancial de realistas o antirrealistas no tiene el objetivo de legitimar una escuela por sobre otra, o afianzar la autoridad intelectual de una «iglesia». Es justo reconocer que en general los debates filosóficos se plantean de ese modo, o adoptan dicha apariencia, pero esto está muy lejos del ideal filosófico que epitomizan Sócrates y sus discípulos. A mi modo de ver, el carácter «agonista» de la discusión filosófica tiene más que ver con la vinculación entre filosofía teórica y filosofía práctica (tema al que volveré más abajo), es decir, con las posibles consecuencias en cada circunstancia histórica de adoptar una posición realista o antirrealista para la ética y la política, que con la cuestión teórica en sí misma.
En el la filosofía budista, como hemos señalado, existen paralelismos estrechos y semejanzas en las posiciones defendidas a los que en nuestras latitudes académicas definimos en el marco del debate realismo vs. antirrealismo. En el caso de la tradición inaugurada por Nāgārjuna, como he señalado, todo el andamiaje de su argumentación está organizado en función de dar respuesta a las posturas antirrealistas de quienes le antecedieron en el debate, en el marco de un rechazo primario a cualquier forma de realismo esencialista. A diferencia de otros intérpretes, yo juzgo la labor de Nāgārjuna como la de un realista consumado, que ha sido capaz de «recuperar el realismo», integrando las objeciones y descubrimientos antirrealistas de sus contrincantes en el debate en el seno de su propia tradición.
De manera semejante, en la filosofía occidental contemporánea, deberíamos leer el giro realista de las últimas décadas como un correctivo. Por lo tanto, no creo que debamos tirar por la borda los descubrimientos antirrealistas de la posmodernidad, ni de quienes inspiraron en la historia de las ideas el giro antirrealista. Muy por el contrario, nuestra tarea es profundizar dichos descubrimientos, llevándolos hasta sus últimas consecuencias. Por mi parte, considero que, como defenderé en una entrada futura, los argumentos antirrealistas conducen, si uno tiene temor a errar, como decía Hegel, a un realismo radical, que es lo opuesto al realismo especialista, pero igualmente se opone al antirrealismo nihilista al que estamos acostumbrados.
Puestos a pensar, de inmediato caemos en la cuenta de que las etiquetas «realismo» y «antirealismo» son meras convencionalidades. Sabemos (porque así lo demuestran las ciencias naturales modernas y contemporáneas, y así lo han mostrado las ciencias sociales también) que no existe una realidad sólida «allí fuera» que pueda aprehenderse de una vez para siempre. No sólo porque nuestro aparato perceptivo-cognitivo es limitado, sino porque la realidad misma es un tipo de «sustancia» compleja, que se despliega dialéctica, procesualmente, y está constituida de manera interdependiente. Este es, en síntesis, el problema que debemos resolver: (1) por un lado, tenemos la certeza de que no hay «una realidad sólida, concreta, objetiva, a la que podamos tener acceso de una vez para siempre; (2) por el otro lado, que en buena medida nosotros somos copartícipes en la construcción de eso que llamamos «la realidad» a través de nuestra propia actividad como seres vivientes, cognoscentes. No obstante, ¿significan (1) y (2) que (3) no hay realidad alguna, que todo es «mera» construcción humana, cultural, individual, y que, por ello, (4) incluso si hubiera una realidad no-humana, nunca podríamos tener acceso a ella porque todo acceso está mediado ineludiblemente por nuestras representaciones?
Quizá lo que hemos hecho al adoptar argumentos antirrealistas es refutar ciertas visiones inadecuadas de la realidad, sin que ello suponga en modo alguno refutar lo real de suyo.
Por otro lado, hemos argumentado contra la posibilidad de acceder directamente, de manera no mediada a través del conocimiento representacional a lo real de suyo, pero hemos dejado intacto y para futura exploración, la posibilidad de un acceso «no representacional».
Qué puede querer decir «acceder de manera no representacional» a lo real de suyo es algo que deberemos explorar con detalle en el futuro. Baste, por el momento, recordar que la alternativa no pasa por una mera crítica a la subjetividad, sino que exige la afirmación de una subjetividad encarnada para la cual toda representación emerge a posteriori de un contacto directo con lo real, o si se quiere, más radicalmente, el ojo y lo que el ojo ve forman ambos parte de lo real de suyo aún en los casos en los que, aplicando un sofisticado dispositivo cognitiva, somos capaces de mirar el mundo desde la tercera persona
«La comunidad que viene»
Lo anterior es sólo un aspecto del problema que enfrentamos, relativo exclusivamente a la dimensión teorética del mismo. Pero esta dimensión está ineludiblemente engranada en nuestra vida humana con el aspecto práctico del problema. Con ello me refiero, en última instancia, a la vinculación inevitable entre epistemología y política.
Una admirable historiadora marxista explicaba esta vinculación del siguiente modo. Cuando al leer a los clásicos de la filosofía política moderna (especialmente) nos encontramos con un pasaje oscuro que exige clarificación, tal vez la respuesta a nuestras dudas no la encontraremos en los mismos textos políticos del autor, sino en el tipo de posiciones que él defiende en el ámbito de la epistemología, la filosofía de la mente, o en su teoría de la identidad. De igual modo, cuando en la lectura de los textos teoréticos encontramos un pasaje oscuro, tal vez la mejor clarificación la encontraremos en su teoría práctica, en su ética o filosofía política.
Esto no sólo dice algo sobre el modo en el cual estas posiciones están vinculadas o engranadas dentro de un sistema filosófico particular, sino que dice algo sobre la realidad misma. Los objetos que estudian la epistemología, la ontología, la ética y la política están constitutivamente imbricados y, por ello, la solidez de un argumento no se prueba exclusivamente en el modo en el cual dicho argumento se despliega en su particular campo, sino en las consecuencias e implicaciones que supone en otros campos disciplinares. Porque la realidad, da pena tener que repetirlo, no está segmentada a través de las líneas que impone la investigación académica.
Mis definiciones del realismo y del antirrealismo, por lo tanto, no pretenden ni pueden ser absolutas. Las posiciones realistas y antirrealistas son relativas, sencillamente, porque existen en un campo de relaciones en las que los extremos son (1) cualquier forma de realismo ingenuo, no dialéctico, que entroniza esencias inmutables; y (2) cualquier versión nihilista que, a ultranza, niega la realidad misma con el fin de defender que todo es ilusión, basado en la voluntad de dominio o voluntad de poder.
Una ilustración puede ayudar a entender qué quiero decir cuando me refiero al realismo y al antirrealismo como nominalidades, y por ello ambas posiciones solo pueden ser relativas. Como en la esfera de la política, en donde las llamadas «izquierda» y «derecha» se definen exclusivamente en el marco de posiciones relativas en un campo de disputas y antagonismos, la pregunta que debemos hacernos es la siguiente:
«¿Frente a qué argumentos me inclino por tratar el tema como un realista, y frente a qué otros necesito argumentar como un antirrealista?» Como diría Nāgārjuna, necesitamos encontrar un «camino medio» entre la eternidad y la nada. Por ello, seré un realista frente a toda pretensión nihilista, y seré un antirrealista ante todo esencialismo.
Dicho esto, sin embargo, hay una manera en la cual uno es realista o antirrealista “temperamentalmente”.
Al comienzo de cualquier investigación filosófica comenzamos eligiendo el objeto que pretendemos explorar y el método que utilizaremos para hacerlo. En el caso que estamos analizando, descubrimos que podemos adoptar, en función de nuestro talante, dos puntos de partida alternativos: (1) o bien salir a buscar la realidad, y en nuestra búsqueda de la misma descubrir que es mucho más compleja e indefinible de lo que pensábamos; o bien (2) imponernos la tarea de demostrar la irrealidad de todo aquello que nos rodea. Ambos proyectos son provechosos, indudablemente.
Sin embargo, aunque en el primer caso la realidad siempre está un paso por delante de nosotros, y a lo máximo que podemos aspirar es a encontrar verdades provisionales, siempre discutibles, podemos avanzar en pos de «una mejor explicación» en la que integramos cada más aspectos o dimensiones de la misma y descartamos malentendidos. En el segundo caso, en cambio, nuestro apuro por cerrar la discusión, aunque más no sea con un veredicto irrealista, nos deja con las manos vacías.
La filosofía madhyamika, el aristotelismo, el marxismo y la filosofía de la liberación latinoamericana, las cuatro fuentes centrales de inspiración que cultivo como filósofo, me han enseñado que esta última alternativa, pese a las ventajas que supone para nuestro proyecto de liberación o libertad personal, es inconsecuente, e incluso puede acabar siendo un obstáculo, para la construcción de una comunidad virtuosa.
Dicho de otro modo, en las presentes circunstancias, cuando lo que está en juego es crear «otro mundo posible» (una comunidad ecológica, pospatriarcal, poscapitalista y transmoderna), es decir, si queremos verdaderamente cambios sustantivos o superar enteramente el orden vigente, el antirrealismo no servirá nuestros propósitos.
Los argumentos antirrealistas son valiosos en términos deconstructivos, críticos, pero ninguno de ellos será de utilidad para crear, en palabras de Giorgio Agamben, «La comunidad que viene».