El verdadero significado de la esperanza

Hace muchos años, Platón imaginó que el universo estaba compuesto por tres esferas de realidad: (1) La esfera Ideal; (2) la esfera del devenir; (3) y el receptáculo material donde la Inteligencia demiúrgica imprimía su imitación del paradigma de las Ideas. El cosmos platónico era un orden óntico en el cual el ser humano participaba y alcanzaba su perfección por medio de la contemplación del mismo.

A finales del siglo XIX, Nietzsche ofreció su relato de la historia de la cultura occidental en el que pretendía haber superado la tradición metafísica clausurando el mundo de las Ideas como mera fabricación, a fin de afirmar el devenir en la forma del Eterno retorno de lo mismo y la Voluntad de Poder.

Nietzsche fue, en muchos sentidos, la culminación de un largo proceso orientado a liberar al hombre de toda determinación teleológica para hacerlo dueño absoluto de sí mismo. Sin Dios, ni Ideas Eternas, sin la autoridad de la tradición, ni el ejemplo paradigmático de un orden natural, el hombre, abandonado en la encrucijada de los fríos silencios espaciales, sólo tenía a su disposición el poder de su voluntad y la creatividad de su inteligencia para asegurarse un destino.

La democracia, el libre mercado y la ciencia moderna son tres de los productos de esa revolución. Sin embargo, a principios del siglo XXI nos encontramos con desafíos que ponen en entredicho la viabilidad del proyecto de emancipación al que habíamos apostado.

Como nos advirtiera Tocqueville en su momento, la fascinación por la acumulación, el enriquecimiento y el comfort privado han acabado por transformar la democracia en una suerte de «despotismo blando». Las campañas políticas recuerdan la llegada de los circos a los pueblos de antaño. La población parece entregada, a veces con escepticismo, otras veces con rabia y muchas veces con indiferencia, al poder de los más audaces buitres de la pirotecnia mediática. Asistimos a la orientalización de la política: El soberano es ahora una sociedad anónima.

La promesa del equilibrio económico, de la armonía que la pujanza de los egoísmos prometía llevar al planeta, ha sido desmentida por la desmesura de la inequidad en lo que respecta a la distribución de oportunidades para el logro de los bienes humanos, la extensión de la corrupción, y el carácter virtual del progreso que nos ha llevado a una bancarrota planetaria.

La ciencia moderna, convertida en cientificismo, y sometida a los mandatos de la tecnología y el mercado, ha alcanzado sus más sofisticados logros en el terreno de la industria de la muerte y la instrumentalización de la vida. Al servicio de la biopolítica, la ciencia amenaza con reducir definitivamente lo viviente a mero recurso. Junto a la destrucción del cuerpo y el entorno asistimos a la imposición de una disciplina de lo superficial que se concentra en la frivolización de todos nuestros logros espirituales.

Frente a las amenazas y desafios que tenemos delante, diversas modalidades de respuesta se ejercitan:

1.Hay quienes creen que es posible que la propia actividad del hombre «deshumanizado» y sus prácticas (consensuadas democráticamente, fieles al modelo de «crecimiento» liberal y su racionalidad desvinculada e instrumental) ofrezcan la solución que el mundo necesita.

2.Hay quienes consideran esta posición una arrogancia que ilustra a la perfección el espíritu de nuestra propia incapacidad y ponen su esperanza en un ser trascendente o un designio invisible que nos redima de nuestra propia ignorancia.

3.Hay, finalmente, quienes consideran que nuestra suerte está echada, y que deberíamos, contrariamente a lo que los “esperanzados” pretenden, preparar a la humanidad para una catástrofe ineludible.

Cualquiera sea la respuesta a la que uno se adhiera (probablemente fruto de nuestro temperamento y no el ejercicio de nuestra racionalidad práctica), resulta frívolo, en todo caso, creer que podemos desechar las restantes sin ofrecer una seria reflexión a las mismas, considerando la gravedad de lo que nos atañe.