En este artículo quiero explorar una cuestión cuya incomprensión, a mi modo de ver, ha traído consigo muchos problemas a la política democrática. Voy a plantear el tema teniendo presente el reciente asesinato de Osama Bin Laden, que ha venido acompañado de un conjunto de declaraciones oficiales y festejos ciudadanos que no hacen más que sumar un capítulo a la larga historia de eso que Noam Chomsky llama “la excepcionalidad estadounidense”. Dice Chomsky:
“Se trata de la doctrina según la cual Estados Unidos es diferente de otras grandes potencias, pasadas y presentes, porque tiene un “propósito trascendental”, que es “el establecimiento de la igualdad y la libertad en América” y, más aún, en el mundo entero, ya que “la arena dentro de la cual Estados Unidos debe defender y promover su propósito tiene ya dimensiones mundiales.”
Ahora bien, es justamente esa noción de excepcionalidad la que ha permitido a los Estados Unidos justificar sus transgresiones a los propios ideales que dice encarnar. La labor encomendada a la gran nación del norte es tan excepcional, nos dicen, que los crímenes cometidos con el fin de promocionar dichos ideales resultan insignificantes.
No voy a detenerme ahora mismo a enumerar las violaciones a los principios elementales del derecho que ha cometido el gobierno de Obama al ordenar la ejecución del terrorista, ni tampoco me detendré en las consecuencias jurídicas que los hábitos transgresores de la potencia militarista han producido y continúan produciendo con su pretensión de excepcionalidad. Me he permitido referirme a esta cuestión únicamente para fijar el marco circunstancial en el cual se desarrollan los argumentos que siguen a continuación.
A lo que voy a referirme, en todo caso, y en línea con las reflexiones que he ofrecido en entradas anteriores, es a una cuestión que Carl Schmitt ha señalado de manera brillante en las primeras páginas de El concepto de lo político que gira en torno a la definición de la enemistad política.
La tesis central de Schmitt es la siguiente. Si queremos entender lo político, tenemos que definir cuáles son las categorías dicotómicas que establecen su realidad. De la misma manera que las dicotomías de lo bello y lo feo, del bien y del mal, de lo útil y lo dañoso instauran respectivamente las esferas de la estética, la moral y la economía, Schmitt señala que en la base de lo político encontramos la distinción amigo-enemigo.
Ahora bien, una afirmación de estas características ha hecho correr ríos de tinta, como el propio Schmitt señala en el prefacio de la edición de 1963 de la obra en cuestión, debido a la resistencia “moral” que una afirmación de estas características supone para los proponentes liberales. Mi intención no es atajar estas objeciones. Mi propósito es bien modesto. Quiero abordar la cuestión de lo político a la luz de las enseñanzas cristianas y budistas del ágape y karuna (bondad amorosa).
Creo que es preciso tomar nota sobre esta cuestión porque las enseñanzas espirituales han servido en los últimos siglos de modernización para promover un tipo de despolitización que ha acabado sirviendo al modelo de hegemonía unipolar que representa el capitalismo global. Por lo tanto, debemos encarar las tensiones que existen entre una concepción cuasipesimista de la naturaleza humana, que atribuye, al menos en la existencia relativa de los hombres, una enemistad radical que funda la politicidad, y las enseñanzas espirituales de budistas y cristianos que nos convocan o bien a una superación de la fijación identitaria que se encuentra en la base de emociones negativas como el odio y el apego, o a un descentramiento del yo en dirección a Dios que tiene como consecuencia la promoción de un amor al prójimo que supere los condicionamientos identitarios que nos separan a los unos de los otros.
Creo que en la propia obra de Schmitt encontramos un argumento que puede ayudarnos a sortear con éxito esta tensión aparentemente inconquistable. Me refiero a la manera en la cual Schmitt distingue entre el hostis, el enemigo público, el enemigo político, y el inimicus, el enemigo privado.
El tibetólogo Jeffrey Hopkins, en sus enseñanzas sobre el cultivo de la compasión solía ejemplificar el modo en el cual la ignorancia opera precipitando emociones como el odio o la aberración radical haciendo referencia a la manera en la cual el gobierno de los Estados Unidos y la corporación mediática presentaban a sus villanos favoritos antes de ser atacados y eventualmente aniquilados. En aquel momento, el malvado de moda era Saddam Hussein cuyo retrato público debía ser desfigurado hasta convertirlo en un monstruo, es decir, algo menos que humano, para justificar su destrucción.
Pero Schmitt nos dice que el enemigo político no debe necesariamente concebirse como un enemigo privado. No debe ser concebido como un ser moralmente malo o estéticamente feo, o incluso como un obstáculo para nuestra codicia económica. Por supuesto, desde el punto de vista psicológico, suele ocurrir que se equipara al enemigo público, es decir, aquel que estrictamente amenaza la unidad identitaria de nuestra pertenencia, y el enemigo privado, aquel que es percibido y tratado como malo o feo. Pero, desde el punto de vista estrictamente político, esta equiparación acaba siendo un obstáculo a la hora de identificar la especificidad de la relación política con nuestros adversarios.
Por lo tanto, podemos y debemos distinguir dos dimensiones en nuestras relaciones con los otros.
Por un lado, desde un punto de vista “trascendente”, como señala el Dalai Lama, podemos encontrarnos con los otros tomando en consideración, por ejemplo, que todos somos criaturas de Dios, o, si lo planteamos en términos cuasiutilitaristas, aceptar que somos iguales en vista a la aspiración común a lograr la felicidad y evitar el sufrimiento. Este reconocimiento básico puede ayudarnos, a través de diversas vías argumentativas a priorizar el bien del otro, promover el logro de sus aspiraciones, etc.
Pero eso no significa que podamos eludir los mecanismos relativos a través de los cuales establecemos nuestras identidades transitorias.
Aún si, como es el caso del budismo, negamos la existencia inherente de toda identidad. Es decir, aún si reconocemos que no existe un sustrato último sobre el cual podemos fundar sólidamente nuestra identidad individual y colectiva, debemos reconocer que la coyuntura, el entramado circunstancial, hace surgir de manera interdependiente una identidad. La pregunta es, en todo caso, cómo, de qué manera, están constituidas esas identidades. Lo que vemos es que dichas identidades (especialmente las identidades políticas) se encuentran ineludiblemente articuladas a partir de las relaciones adversariales que colaboran en la cohesión, en la unidad interna del ente en cuestión.
Esto tiene importantes consecuencias. Cuando leemos la historia del cristianismo o la historia del budismo, nuestro espíritu liberal se indigna ante lo que consideramos una profunda hipocresía. Esa gente que hablaba del amor a Dios y del amor al prójimo se embarcaba en proyectos como las cruzadas o en guerras fraticidas que resultan, desde nuestra perspectiva actual, absolutamente contradictorias con el espíritu de los ideales exaltados.
Sin embargo, lo que debemos observar es el tipo de enemistad del que estamos hablando en uno y otro caso. La guerra que ha invisibilizado la distinción categorial y que acaba promoviendo un pacifismo global militarizado, acaba siendo una guerra de aniquilación total. El otro es percibido, como decíamos, no sólo como un enemigo público, un enemigo político, que aún así merece mi respeto, e incluso mi amor desde el punto de vista privado, sino que se convierte en un enemigo absoluto, alguien a quien debo dejar fuera del concierto humano para ocultar la contradicción revulsiva que produce en el contexto del resto de mis ideales espirituales.
Cuando Obama, por ejemplo, nos habla de la bestia sobre la cual finalmente los Estados Unidos triunfaran, no utiliza una metáfora, sino que se hace eco de una comprensión literal de sus enemigos. Para los estadounidenses, sus enemigos son menos que humanos, incluso otros que humanos, y por esa razón, y en vista a la excepcionalidad de la misión que le ha sido otorgada, están justificadas las transgresiones sobre aquellos individuos o pueblos que amenazan la promoción de los ideales enaltecidos.
Hacer un llamado a la paz mundial que no tome en consideración la realidad fáctica de nuestras pugnas políticas, se convierte en un ejercicio vacuo que, como decía, sólo puede promover una utopía global que acaba deslegitimando cualquier otra alternativa existencial que no se ajuste a la hegemonía del capitalismo corporativo.
Como ha ocurrido con otras ideologías milenaristas en el pasado, el camino hacia el cosmopolitismo capitalista tiene como contracara la persecución y aniquilación despiadada de todos sus enemigos, en cualquier sitio en el que se escondan y a través de cualquier medio. Esa es la excepcionalidad de las potencias civilizadas y «civilizadoras»; y esa, y no otra, debe ser nuestra mayor preocupación ahora mismo.