Como no podía ser de otro modo, el centro de la reflexión ética y política está ocupado por la cuestión de la identidad. Sobre este trasfondo, articulamos nuestras aspiraciones e ideales. Por lo tanto, dedicar unas líneas al tema puede resultar interesante si nuestro propósito es echar luz a las circunstancias históricas que nos toca vivir.
Recordarán que en la República, Platón ofrece su interpretación del alma humana centrando su atención en la sociedad política. El argumento corría del siguiente modo: si nuestra intención es comprender el alma, lo mejor será enfocarnos en el modo en el cual se organiza la sociedad justa, porque es en la Polis donde se escribe con letras grandes y por tanto más legibles, lo que en el alma de los hombres está inscrito en letra pequeña, a veces difícil de descifrar.
Una de las razones que sustentaba esta perspectiva consistía en la creencia antigua en un orden cósmico en el cual los individuos participaban. Pero este orden óntico ha sido desacreditado por la visión ‘desencantada’ de la modernidad, y no nos queda más remedio que volver a los individuos para encontrar las respuestas que buscamos, por medio de una analogía en reverso.
¿Podemos encontrar en el individuo aislado, en el individuo autónomo las razones que necesitamos para hacer sostenible la comunidad política? ¿Son suficientes los argumentos individualistas para fundar una perspectiva ética que ofrezca respuesta a los interrogantes, no sólo del deber ser, sino también de la buena vida?
El hecho de que este sea el procedimiento al que debemos rendirnos no indica que el individuo sea primario en el orden de la realidad. A lo que apunta es a nuestro modo de entendernos a nosotros mismos. La modernidad implica una afirmación asimétrica del individuo por sobre cualquier otra entidad hasta el absurdo. Todo está al servicio del individuo de un modo tan exagerado, que se ha vuelto un desafío de difícil resolución hacer sostenible la comunidad política, dar respuesta a la crisis ecológica, u ofrecer una solidaridad no-caritativa.
Pero en vista de lo arraigado de nuestra perspectiva, me permitiré ofrecer algunos argumentos antiguos que pueden servir para hacernos pensar con mayor profundidad los anegados presupuestos que sostienen nuestra cosmovisión moderna, y apuntar algunas consecuencias inmediatas de nuestras auto-comprensiones.
Aunque argumentos similares pueden encontrarse en los tratados de Aristóteles, por ejemplo, y algunos de sus seguidores medievales, me referiré a la literatura Madhyamika, a los argumentos esgrimidos por el erudito y santo indio Nagarjuna, que en el siglo II de nuestra era inauguró una corriente filosófica que utilizaba una lógica ajustada para extraer, por medio de reducciones al absurdo, las consecuencias insostenibles de sus contrincantes respecto a cuestiones en torno a la identidad de las personas y de otros entes. El resultado no era únicamente una gramática deconstructiva. La intención última era ética y política: la reivindicación de las comunidades de pertenencia enmarcadas en un ideal de responsabilidad universal.
Nagarjuna identificó dos tipos de extremismos:
1. El extremismo eternalista.
2. El extremismo nihilista.
En cierto modo, el propio Nagarjuna reconoció que el extremista nihilista resulta más peligroso que el eternalista porque destruye las bases comunes del entendimiento. Como Platón, sostuvo en sus propios términos, que la retórica sofista puede resultar en la disolusión no sólo de la decencia, sino de la propia racionalidad.
Veamos en que consiste cada uno de ellos.
En el primer caso, el llamado eternalista, afirma que las personas y las cosas poseen una esencia inmutable, una naturaleza propia que las hace ser lo que son. Si analizamos nuestra identidad personal, y somos capaces de superar la fascinación que nos producen los fenómenos superficiales a los que nos rendimos con tanta facilidad, nuestras características físicas, nuestro escenario psicológico, y nuestra ubicación en el entramado social, descrubriremos una naturaleza inmutable, el yo auténtico y final, lo que verdaderamente somos. Ese yo auténtico, ese yo último que nuestra razón e intuición tienen como objeto es, para el eternalista, nuestra verdadera identidad.
Respecto al segundo extremo, el nihilista sostiene que después de haber buceado intentando encontrar respuesta a la pregunta acerca de quiénes somos, y en vista de la imposibilidad de señalar la identidad última prometida por los eternalistas, sólo cabe concluir que todo es ilusión, que todo es engaño e interpretación, que el yo es el producto de nuestra propia fabricación, una construcción estética, y por tanto, que la noción del alma es una invención religiosa, una proyección teológica: El nihilista invoca como logro más auténtico la creación de sí, el desafecto a las falsas lealtades, incluso la moralidad servil, para celebrar la libertad personal como la cúspide en el horizonte moral.
Nagarjuna en su tiempo, concluyó que estos extremos son producto de un malentendido innato, de una ignorancia fundamental que nos lleva a aprehendernos a nosotros mismos como individuos independientes, autosuficientes y autónomos. Como seres cuya realidad comienza y acaba en nosotros mismos.
Este tipo de experiencia no es, según Nagarjuna, producto de una filosofía, sino que es natural en el individuo, pero puede ser fortalecida a través de una filosofía defectuosa que en vez de mitigar las tendencias egocéntricas y egoístas, enfatice el individualismo, el ideal de independencia y libertad absoluta y radical.
Otra posibilidad es un tipo de educación que afirme la dependencia radical del individuo de la totalidad y elimine cualquier margen para la afirmación de la libertad. En este caso, lo que se reifica es la totalidad, y lo que se destituye es la relevancia de las partes, sin las cuales la totalidad resulta a su vez una ilusión del pensamiento.
Las consecuencias de estos extremos tienen sus ilustraciones en el siglo XX.
Los colectivismos totalitarios, y los individualismos radicales amenazan trastocar la ‘justicia’: entendida como medida de lo real.
Como individuos aislados e independientes somos una imposibilidad lógica y ontológica, un engaño. Eso no significa que nuestra mera identidad lo sea. Lo que Nagarjuna ponía en cuestión era la aprehensión innata y las elaboraciones filosóficas que sobre esta aprehensión se estilizaban, de independencia absoluta de los individuos o las entidades trascendentes, a los que nos aferramos con tenacidad.
Nuestra identidad es el emergente de una amplia red de surgimientos dependientes, que van desde lo biológico a lo noosférico: nuestros cuerpos, el ecosistema, las lenguas maternas de acogida que dan forma a nuestro pensamiento, los grupos de pertenencia donde afilamos nuestras prácticas existenciales, y en las que damos forma al sentido del universo que habitamos, a nuestros discursos e ideales.
La propia libertad, por ejemplo, como práctica y como ideal, no es el producto innato de nuestra existencia biológica, sino el prolongado esfuerzo de tradiciones humanas volcadas a la formación de individuos reflexivos y autónomos.
Por el momento, creo que no corremos peligro de caer en la bruta tentación totalitaria. El siglo XX nos ha ofrecido muestras suficientes de la alienación y deshumanización que conllevan. Pero el trauma de los totalitarismos ha dado vía libre a un enemigo no menos peligroso, un tipo de liberalismo extremo, un individualismo suicida que ha acabado por instrumentalizarlo todo impunemente, excusado por los mandatos de autorrealización y libertad, que han traído como consecuencia a su vez, un forma de atomización social y política que ha debilitado nuestras instituciones y ha acabado convirtiendo esa libertad a la que tanto idolatramos en mera celebración de la frivolidad, que es el punto de apoyo del tipo de ‘despotismo blando’ anunciado por Tocqueville.
La solución no pasa por un cosmopolitismo estandarizado, en la asunción pragmática de una lengua internacional formalizada, transparente y aburrida que a fin de ser para todos, resulta no ser de nadie.
Quizá resulte adecuado recuperar nuestros modos de ser particulares, sin vergüenza, sin timidez. Eso significa reinvindicar nociones que las izquierdas modernas internacionalistas y las derechas liberales progresistas han acabado enterrando como defasadas o arcaicas en nombre de utopías vacías que nos han llevado al estrepitoso fracaso de hoy.
Eso no significa, sin embargo, mero tradicionalismo, porque los logros de la modernidad son en buena medida irrenunciables, pero a modo de ‘modernidades alternativas’ como decía el filósofo canadiense Charles Taylor, en las que los pueblos encuentran su propia manera de proyectarse en el futuro, y no la imposición procedimental que sin miramientos desfigura lo que nuestros antepasados aprehendieron del mundo, lo que sus ojos vieron y sus oídos escucharon, y con sus manos hicieron lo que nos legaron como herencia.
Cada hombre y cada mujer es una historia irrepetible, un centro gravitatorio alrededor del cual giran las galaxias. Lo mismo ocurre con los pueblos y las naciones del planeta que nacen y mueren con los ritmos de las muchas historias que se elaboran sobre la tierra, inventando sus poemas y canciones, sus rituales y sus mil modos de hacer mundos humanos.
La post-modernidad fue una aspiración de emancipación, inspirada en un ideal de pureza fanatizada que promovía el fin de todos los relatos. Una literatura apocalíptica que prometía un silencio sagrado en medio del festival.
Pero la liturgia de la post-modernidad trajo consigo regalos inesperados. Nos ha obligado a mirarnos de nuevo, ahora de otro modo. La postmodernidad tiene dos cuernos: uno de los cuernos lleva a la ironía en sus mejores momentos, pero por lo general acaba rendida al cinismo en tiempos de vacas gordas, y al cretinismo en tiempos de vacas flacas.
El otro cuerno es una apuesta descabellada, arriesgada y muchas veces angustiante que consiste en animarse a participar en esa novela polifónica de la que nos hablaba Mijaíl Bajtín, donde se multiplican los relatos, no para acabar haciendo de todos ellos híbridos, o partes de un mural totalizante, sino para multiplicar las autorías, para hacer que cada personaje tenga su voz. Para que dejemos hablar a todos los hombres, a los vivos y a los muertos, a los que aun no han nacido, a la naturaleza que reclama nuestra atención, a Dios y a los muchos dioses que dicen ser, a todos los pueblos, en sus propias lenguas y con sus propios modos, y que de esta polifonia surjan modos de entendimiento y desconciertos nuevos, que nadie sea silenciado y que aprendamos a morir: que al fin y al cabo es el único camino hacia la verdad que buscamos.