En la entrada anterior planteamos la necesidad de rearticular el ideario izquierdista con el propósito de aventurar un desafío ideológico a la actual hegemonía capitalista que, con diversos matices, reina a sus anchas en el sistema-mundo. En este artículo vamos a llamar la atención sobre los descalabros argumentales a los que son propensos algunos actores, fundamentalmente, debido a una confusión categorial.
Para ello podemos remitirnos a dos distinciones. Una de ellas (ambiguamente platónica pese a todo) es aquella que el heideggerianismo enalteció durante las última décadas en torno a la diferencia ontológica.
La segunda, análoga, pero esta vez de raíz budista, enfrenta dos categorías de verdad: (1) la verdad última referida al estatuto absoluto de los entes en cuanto tales, en el que se deconstruye la aparente esencialidad de los entes, a través de un análisis genético, estructural y conceptual que conduce a una noción de radical relatividad, correlativa con la siguiente conclusión: el vacío de existencia intrínseca de los entes, la otra cara de (2) la verdad convencional, en la cual los entes son referidos en su funcionalidad, en su particularidad en relación a un todo significativo. Aunque la definición provisoria de esta última distinción resultará problemática para cualquier conocedor medianamente informado de la tradición en cuestión, es adecuada para los propósitos de esta entrada.
De nuevo, con propósitos meramente explicativos, podemos referirnos a la categorización de Alain Badiou que distingue entre el Ser y el Acontecimiento. Como señala el filósofo esloveno Slavoj Zizek, «el “ser” es el orden ontológico positivo accesible al saber, la multiplicidad infinita de lo que “se presenta” en nuestra experiencia, categorizado en géneros y especies de acuerdo con sus propiedades». Mientras el acontecimiento, continúa Zizek, “surge ex-nihilo: no es posible explicarlo en términos de la situación, pero esto no significa sencillamente que sea una intervención desde afuera o desde más allá, sino que está ligado precisamente al vacío de toda su situación, a su inconsistencia, a su exceso intrínseco.” De manera análoga, el “ser” (lo óntico, la convencionalidad), corresponde a la verdad relativa al capitalismo, mientras el “acontecimiento” hace referencia a su inconsistencia, a su “exceso intrínseco”, a la negatividad manifiesta de su condición interna.
En las últimas semanas, los ánimos han vuelto a exaltarse en la República Argentina. Esta vez frente a dos cuestiones que aciertan al corazón de nuestros contemporáneos en todas las latitudes. El conflicto diplomático y la militarización/nuclearización del Atlántico Sur vuelve a poner sobre el tapete el tema del nacionalismo. Mientras que los conflictos en torno a la llamada “minería a cielo abierto” han reactivado los conflictos en torno a lo “ecológico” o medioambiental.
La coincidencia de estas dos cuestiones es bienvenida a la hora del análisis, porque nos permite ilustrar de manera fructífera las confusiones reinantes, al tiempo que ofrecen la ocasión para presentar un instrumento argumental que nos saque del atolladero en el que parecen quedar presos algunos debates. La inconmensurabilidad es el verdadero desafío a los que debe enfrentarse la política democrática. La inconmensurabilidad no puede resolverse, como pretende la política liberal, por medio de meros consensualismos parlamentarios. Hay que enfrentarse a las tensiones inherentes en todo proyecto político acertando a habitar sus contradicciones y antagonismos que reflejan en muchos casos, como nos enseñó Hegel, algo más que la insuficiencia epistemológica, la incongruencia ético-política de sus postulados, sino también la complejidad misma de la realidad con la cual pugna y crece.
El conflicto con Gran Bretaña en torno a las islas Malvinas nos obliga a una reflexión en torno al nacionalismo. Los discursos hacen hincapie en la construcción de un imaginario social y a la herida histórica que dicho imaginario sufrió por parte del poder imperial. La alusión al derecho de autodeterminación de los pueblos para el caso de los isleños por parte de la diplomacia británica resulta congruente con la perspectiva universalistas de los conquistadores.
Por otro lado, la renuencia de algunos intelectuales argentinos que han ejercitado sus plumas y sus laringes en las últimas semanas a dar argumentos a favor de la “soberanía” territorial transparenta, no sólo la “colonización” de las subjetividades de dichos intelectuales, como se ha denunciado con sarcasmo por parte de sus contrincantes en el debate, sino también, la estrecha continuidad de dichos discursos con el talante posmodernista, aterrado ante los grandes relatos y las reacciones particularistas que siguieron al tirunfo de la versión globalizada de nuestra humanidad. Detrás de este continuismo cosmovisional pueden identificarse (1) el consecuente antihegelianismo que resulta en la incapacidad de reconocer el antagonismo inherente entre la totalidad y el individuo que constituye a la sociedad per se; y (2) un positivismo nominalista al que resultan traumáticas las exposiciones y prácticas utópicas encarnadas.
La disputa interna entre “malvinistas” y “antimalvinistas”, por lo tanto, pertenece al mismo escenario de disputa donde se confrontan esos enunciados. De un lado están aquellos que se alinean con el universalismo abstracto por el cual abogan coincidentemente los globalizadores (defensores a ultranza del derecho de las individualidades sobre las particularidades nacionales). Del otro lado, aquellos que abogan por la expresión de una particularidad encarnada, la cual en este contexto conlleva una resistencia del Estado-nación y la defensa del aun vigente (aunque siempre amenazado) derecho internacional.
La segunda cuestión, como dijimos, gira en torno a la disputa entre “productivistas” y “ecologistas”. Las variantes más pobres en esta disputa son incapaces de distinguir los escenarios del debate actual. Por un lado, tenemos la discusión “óntica” respecto al tipo de capitalismo al cual nos adherimos (en la entrada anterior distinguimos el capitalismo neoliberal, el capitalismo bienestarista, el capitalismo con valores asiáticos y el capitalismo populista). Por el otro lado, tenemos la disputa “ontológica” que, hoy podemos decir, se encarna en una “critica del capitalismo” en sus tres variantes: (1) la de los antimodernismos religiosos; (2) la de los “neomarxismos; y (3) la de los diversos ecologismos.
En el caso que nos atañe, tanto el gobierno como los actores sociales deben cuidarse de confundir la arena del debate. Las pretensiones estrictamente ecologistas se enfrascan en una crítica ontológica que pone en cuestión el “ethos” de nuestra época, y por ello forman parte de lo mejor de la crítica anticapitalista actual, de lo mejor de nuestra resistencia emancipadora.
Lo que ocurre es que el escenario de administración gubernamental y la militancia política que da sustento al proyecto productivista y redistribucionista surge, como no podía ser de otro modo, en el seno del propio sistema capitalista y como respuesta a otras versiones del mismo.
El gobierno deberá eludir la tentación de confrontar con los movimientos ecologistas, empeñándose en la tarea explicativa que pone de manifiesto las contradicciones del status quo y apoyándose en la voluntad popular a la hora de decidir el precio que deseamos pagar por nuestro desarrollo y nuestra responsabilidad en una cuestión indudablemente “meta-nacional” como es la cuestión medioambiental. Por su parte, los medioambientalistas deberán contar a estas alturas con un claro posicionamiento diferencial respecto a los trasfondos política y socialmente asimétricos de cada una de sus luchas puntuales.
De este modo, la tensión inherente, la discontinuidad irresoluble entre las dos verdades puede ser mediada únicamente por mayor participación democrática, lo cual no ofrece demasiados reaseguros, por supuesto, pero es lo único que tenemos a la mano en esta época posfundacional.