Más allá de Ítaca

En un artículo de Emir Sader titulado «Te estamos mirando, Argentina» , el sociólogo brasileño advierte sobre las consecuencias de una eventual derrota del Frente para la Victoria para la región. Lo hace en el marco de un momento de crisis del pensamiento popular, después de un período de ofensivas extremas por parte de las derechas latinoamericanas. Frente a ello, el kirchnerismo y otros gobiernos “progresistas” de la región articularon resistencias corajudas frente a la embestida neoconservadora y neoliberal emergente que ha sabido apoderarse de todas las broncas, todos los reclamos, todos los anhelos insatisfechos.

Sin embargo, como señaló el filósofo argentino Ricardo Forster, deberíamos considerar al kirchnerismo como una suerte de «anomalía», como han sido anómalas otras experiencias semejantes en la región que, pese a los parecidos superficiales con otros movimientos populares de nuestro pasado, son el fruto mestizo, creativo, de proyectos políticos híbridos impensados, nacidos en pleno triunfalismo de la lógica imperial y el neoliberal en las sociedades centrales. Aquí lo anómalo hace referencia a lo que redime en medio de la catástrofe, aquello que irrumpe de forma cuasi milagrosa en el del tiempo homogéneo y vacío, excarnado, el tiempo impuesto por la lógica de una modernidad ahora desbordada por sí misma, que primero arrancó de su unidad teológica a las esferas de sentido de la economía, la política y la cultura para dotarlas de una racionalidad interna e independiente, para luego volverlas a subsumir, esta vez bajo el señorío absoluto del capital, ahora entendido como última razón del ser del ente. Promesa de redención que irrumpe en el tiempo-ahora devolviéndole su ekstasis, el pasado como sufrimiento que nos precede y el ánimo mesiánico de la esperanza revolucionaria. A partir de la concepción benjamiana de la historia, Forster nos recuerda que “lo repentino y lo extraordinario (…) estaría precedido por un tiempo de catástrofes”, con el fin de llevarnos a reconocer “los extraños vínculos entre catástrofe y renovación”.
En breve: un milagro de doce años de rotundos éxitos, sonados y valerosos fracasos, paradojas irresolubles, ambigüedades notorias, de indiscutibles triunfos populares y escandalosas traiciones. El kirchnerismo es (o fue, ¿quién puede saberlo?) la expresión de fortaleza en su retórica y el empeño concertado en sus políticas simbólicas de una parte de la sociedad argentina por ser fiel a un ideario político de derechos humanos, justicia social y libertad democrática a contracorriente del sentido común de nuestra época: la expresión compleja de una forma de populismo latinoamericano que en nada se parece a sus homónimos europeos y norteamericanos, pese a la falaz indistinción que practican los ideólogos y comunicadores del establishment neoliberal en ambas orillas del Atlántico.
Por supuesto, el kirchnerismo no alcanzó en el pasado. Y es posible que a través de la densa malla administrativa, jurídica y comunicacional que irá tejiendo el macrismo de Cambiemos se irán perfilando nuevas alternativas que nos obliguen a reconocer que el kirchnerismo tampoco alcanza en el futuro, que estamos obligados a ir más allá de las palabras y los gestos, y acelerar un proceso combativo en una época en la que se nos exige silencio y mansedumbre, mientras se nos impone una jaula de acero.
Si hubiera alcanzado o si alcanzase estas páginas no se hubieran escrito, o se hubieran escrito de otro modo. No habría la misma necesidad, ni la misma urgencia por pensar qué pasó, pensar una estrategia para preservar de la destrucción que se avecina lo que hemos concebido y nutrido durante estos años de empeño y alegrías populares, por momentos ciegos ante los peligros que nos acechaban desde fuera y desde dentro. Pero la autocrítica debe venir acompañada de sensatez – y la sensatez comienza con el reconocimiento de que lo que ha estado pidiendo una parte de la ciudadanía (el 51, 40% de los electores – literalmente “la mitad +1”) es el reconocimiento de un cambio de identidad que la política no ha sido capaz de prevenir ni atajar. Una ciudadanía que llevaba tiempo exigiendo caprichosamente que se le permitiera ser otra, reinventarse a gusto y riesgo; una ciudadanía exigente que asumió su derecho a renunciar a sus derechos (sociales y políticos), con la esperanza de lograr la promesa del éxito publicitado por el marketing de una globalización en su etapa furibunda de exitismo que ha acabado por reconocer abiertamente que la Tierra no será de todos, sino solo de aquellos que sean capaces de avenirse a renunciar a la debilidad de una moral de esclavos, para forjar las armas y la inteligencia al servicio de una vida definida en términos exclusivos de competencia.
Por lo tanto, no es la economía ni la política per se la que están en juego, no son ellas las que avivan las pasiones antagónicas de los contrincantes en el debate hasta el punto de convertirlos en enemigos irreconciliables. Son más bien los dioses caprichosos a los que nos hemos rendido, los dioses de siempre, metamorfoseados para avenirse a nuestro siglo tecnológico, los que definen el campo de batalla. Son los dioses que manufacturan con el barro de nuestra psique quiénes somos, qué debemos ser, qué podemos esperar. La disputa es antropológica, y por qué no (aun cuando no se explicita) teológica.
El problema, entonces, es que eso que llamamos “identidad” no puede ponerse en el “mercado de los votos”, sin pagar el precio con nuestras convicciones. Es inherente a la vida moral. Los seres humanos somos seres plurales, anhelamos diversos bienes, y por lo general estos no son compatibles las unos con las otros. En la “identidad”, lo afectivo, lo emocional juega un rol preponderante que subsume nuestras racionalizaciones y convicciones justificadas. Quien cultive una actitud autocrítica sabe perfectamente de las traiciones habitual a nuestras convicciones cuando estas ponen en entredicho la definición forjada por nuestros afectos y emociones acerca de nosotros mismos. Por esa razón, prefiero interpretar los resultados de ayer, 22 de octubre de 2016, en el que se consagró presidente a Mauricio Macri, no como un “fracaso rotundo”, sino como un “éxito relativo”.
Después de varios meses de complejas negociaciones y una filosa confrontación interna con quien sería finalmente el candidato elegido para expresar la voluntad kirchnerista de continuidad en estas elecciones, y ante la amenaza cierta de la derrota después de una tibia primera vuelta en la cual el ala “utópica” del movimiento se enfrentó a sus propios adalides de modernización neoliberal, Daniel Scioli se lanzó a un apasionado giro discursivo, una suerte de regreso a Ítaca, que pretendió recuperar la más pura ilusión del origen retórico del kirchnerismo que la joven tradición política instituye el 25 de mayo de 2003, cuando Néstor Kirchner ofreció ante la Asamblea Legislativa su discurso inaugural:
Con la ayuda de Dios seguramente se podrá iniciar un nuevo tiempo, que nos encuentre codo a codo en la lucha por lograr el progreso y la inclusión social, poniéndole una bisagra a la historia. Con mis verdades relativas -en las que creo profundamente- pero que sé, se deben integrar con las de ustedes para producir frutos genuinos, espero la ayuda de vuestro aporte. No he pedido ni solicitaré cheques en blanco.
Vengo en cambio a proponerles un sueño. Reconstruir nuestra propia identidad como pueblo y como Nación. Vengo a proponerles un sueño, que es la construcción de la verdad y la justicia.
Vengo a proponerles un sueño, el de volver a tener una Argentina con todos y para todos. Les vengo a proponer que recordemos los sueños de nuestros patriotas fundadores y de nuestros abuelos inmigrantes y pioneros. De nuestra generación, que puso todo y dejó todo, pensando en un país de iguales.
Porque yo sé y estoy convencido que en esta simbiosis histórica vamos a encontrar el país que nos merecemos los argentinos. Vengo a proponerles un sueño, quiero una Argentina unida. Quiero una Argentina normal. Quiero que seamos un país serio. Pero además quiero también un país más justo.
Anhelo que por este camino se levante a la faz de la tierra una nueva y gloriosa Nación. La nuestra. Muchas gracias. Viva la Patria.
La militancia kirchnerista y quienes en el electorado asumieron el peligro que suponía el retorno de la derecha neoliberal al gobierno, acompañaron a Scioli, pese a la desconfianza que suscita su estilo contemporizador en una época de pugnas irreconciliables. Scioli, por su parte, subió la apuesta, salió de los márgenes de indefinición y ambigüedad que lo caracterizan a la que apostó el propio kirchnerismo en esta etapa de su ocaso para enfrentar la amenaza que suponía el surgimiento de un electorado de clase media marcado por las nuevas lógicas locales del individualismo del reconocimiento y la diferencia. O, para decirlo de otro modo, en relación con la utopía más pura que encarnan las bases del kirchnerismo, uno podría preguntarse pese a la derrota en las urnas, ¿a quién debemos el triunfo que hemos logrado en la derrota?
Hay que honrar ese 48,60% que, pese a los signos elocuentes de deterioro, hizo valer los legados de la tradición popular sobre los embates de un discurso hegemónico que promueve la disolución de los grandes relatos de emancipación popular, por la lógica del mérito individual, la innovación y la eficacia. Por supuesto, parte de la tarea que tenemos por delante es la autocrítica. Pero la autocrítica debe ser “meta-crítica”, para que no acabemos enroscados en minucias comunicacionales, relatos de traiciones circunstanciales o fallas estratégicas u organizativas. Para ello debemos echar una mirada inteligente al mundo en el que vivimos esta escena, un mundo que ya no encaja en nuestros esquemas. Si el kirchnerismo fue heredero directo de los acontecimientos que se sucedieron como una catarata perturbadora entre el 11 de septiembre y el 21 de diciembre de 2001, entre el atentado a las torres gemelas en Nueva York y la rebelión pluriclasista que llevó a la renuncia de Fernando de la Rúa en diciembre de 2001, el triunfo macrista debe leerse como una vuelta de tuerca del proyecto neoliberal después de la derrota del imperio soviético, la guerra contra el terror contra el eje del mal y la crisis de la subprime, seguidas por el mayor programa de ajuste global de la historia contemporánea. Por supuesto, todo esto forma parte de la genealogía del presente, pero estamos en otro mundo. La Argentina de Macri (tenemos que decirlo así) es la Argentina insertada en un mundo de escasez y violencia global en el cual solo nos es posible vivir envueltos en un manto de amianto. La Argentina de Macri será la expresión acabada de la barbarie, de la razón neoliberal y de la exclusión después de una esperanza coronada por un fracaso rotundo y revelador.
Pero ¿Qué es a lo que llamamos hoy «neoliberalismo»? ¿Qué acompaña cultural, espiritualmente, esta barbarie tecnocrática? Hay que seguirle la pista a la ilusión de esta identidad emergente, despreocupada de las realidades objetivas y hambrienta de un lenguaje que la interpele en primera persona: «vos, vos, vos, cada uno de ustedes», repite Macri ante sus interlocutores, capitalizando un malestar que nos acecha a todos.
¿Cómo responder a esa «nueva espiritualidad» política? ¿Es posible entablar un diálogo creativo con ella o es imperativo desarmarla? ¿Podemos reinventarnos asumiendo esa cultura soft en las formas, llenándola de un contenido militante fuerte, de manera análoga a lo que hizo el macrismo, que se apropió de las flores para usarlas como cachiporras? ¿Qué pasa con nuestras liturgias y palabras heredadas? ¿Cómo rearticularlas para que sean otra vez comprensibles para quienes exigen un nuevo estilo, para aquellos que se miran en el espejo de la transparencia y la pureza lúdica, sin que ello implique renunciar a nuestras convicciones? En definitiva: ¿Quiénes somos? ¿En qué nos convertiremos ahora que hemos de ir más allá de nuestra Ítaca?
Creo que eso es, al fin y al cabo, lo que nos toca, lo más urgente, redefinirnos. El pasado es eso, pasado. Forma parte de nuestra historia. Tenemos que pensar hacia dónde queremos ir, recogiendo nuestra parte y animándonos a ser otros sin dejar de ser nosotros mismos.