¿Qué hacer?

El dilema

Hace unos días, una buena amiga me escribió a mi cuenta privada planteándome el siguiente dilema. Parafraseo:
«Estoy en una situación difícil. No llego a fin de mes. Me doy cuenta de que la gente que me rodea está más o menos igual. Tenemos miedo, estamos angustiados. Por otro lado, tengo amigos y conocidos que hablan de la situación política del país y me exigen tomar consciencia, movilizarme, etc. Pero, aunque sé que debería hacerlo, no tengo tiempo ni espacio mental para ello. Estoy cansada. Necesito asegurarme el salario hasta fin de mes, cuidar a mi familia, protegerme de la inseguridad creciente, de la rabia que nos rodea por todos lados. Estoy harta.

«Además, cuando planteo mis dudas y me quejo, en muchos círculos me insultan, me ignoran o incluso me destierran. La grieta es real. No es una invención. Si publicitas tu posición corres el riesgo de ser descartada, en la familia, entre los amigos, y lo más importante, puede causarte problemas para conseguir trabajo.
«Por eso te pregunto, ¿qué tengo que hacer? No quiero seguir pensando y protestando por lo que está pasando. Sé que es injusto, sé que estamos cayendo en picada. Pero a veces quiero dudar, pensar que al final todo será mejor. Todo eso me angustia terriblemente. Por eso, creo que voy a cerrar las compuertas. No quiero seguir pensando en la política, en la economía, en la injusticia, en el mundo que nos tocó vivir. No quiero seguir leyendo periódicos, viendo la televisión, escuchando la radio. No quiero seguir discutiendo qué es lo que nos pasó.
«Necesito algo que me ayude a superar esta situación. Necesito alguna técnica que me permita superar personalmente lo que nos está pasando. He comenzado nuevamente a meditar y a hacer yoga. Eso me hace bien. Me hace muy bien. Conocí a un profesor de yoga y meditación que nos ayuda a encontrar ese espacio, a soltar, a aceptar nuestro dolor y nuestra angustia. Y me hace bien. De verdad, me hace mucho bien, porque me permite crear un espacio de salud en mi vida en medio de tanto horror. De otro modo, la angustia me come, me mata.»

La rabia

Dos semanas antes, otra persona me escribió a mi cuenta de Facebook [en privado] diciéndome que estaba disgustada conmigo. No lo dijo con esas palabras, pero era obvio que había leído algo en mi cuenta que no le había gustado y sentía una necesidad imperiosa de decirme algo, «ponerme en mi lugar».
Decía lo siguiente [Parafraseo]:
«Mirá, Juan Manuel, la vida es mucho más sencilla de lo que vos pensás. Yo te leo, o te escucho, y se me revuelve el estómago con todo lo que estás diciendo. Me causa un profundo malestar. Yo tengo una familia, tengo hijos y tengo un grupo de amigos de toda la vida. Para mí eso es suficiente. Mi obligación es cuidarlos y cuidarme. Eso es lo que debo hacer. Lo tuyo son palabras, palabras, palabras. Palabras que producen odio, que producen la grieta, que lo único que hacen es angustiarnos a todos. Vos sos demasiado complicado. El mundo es lo que es, y lo que hay que hacer es aprender a vivir en este mundo. Punto. Yo he encontrado un espacio de paz en mi vida. Me ha costado muchísimo aprender a disfrutar de las pequeñas cosas. Yo sé que las cosas no son como a mí me gustaría que fueran, pero, pase lo que pase, nadie me va a quitar lo que he conseguido.»
Cuando alguien se toma el trabajo de escribirme explicándome esas cosas me siento un afortunado. Porque lo habitual es la incomunicación, la indiferencia. Cuando discutimos, cuando conversamos, tenemos una posibilidad de articular nuestros pensamientos, enfrentar las encrucijadas en las que nos encontramos, reflexionar sobre ellas y buscar una respuesta.

Lo Real y la realidad

Mi propósito en esta entrada no es responder a mis interlocutores. Quiero, simplemente, dejar que esas dos articulaciones resuenen en el espacio público así como llegaron, como «dilemas morales», que ponen de manifiesto un malestar profundo, que parece traducirse en una huida hacia delante ante la encerrona que nos impone un régimen neoliberal que ha puesto en crisis la condición misma de posibilidad de nuestro anhelo democrático, desconectándonos los unos de los otros, lanzándonos de regreso a la caverna de nuestra individualidad egocéntrica, al enfrentarnos de manera desnuda al dolor, a la insatisfacción, a la angustia existencial más radical.
Si algo tiene de bueno el actual embate neoliberal es que nos deja desnudos frente a lo Real [con mayúscula]. Lo Real mayúsculo es aquí «lo que es», a cara lavada, sin cosmética alguna. Y lo que es sin cosmética alguna es la crueldad, el horror, el instinto depredador, el todos contra todos, el estado de naturaleza del que hablaba Hobbes sobre el cual se pretende legitimar el Estado totalitario en su nueva versión mediático-policial.

Muertos vivientes

Frente a lo Real mayúsculo, nuestra respuesta instintiva es inventar una realidad [minúscula]. La realidad minúscula es aquí nuestra fantasía egocéntrica, una paz construida en el seno de nuestro pequeño mundo cerrado de clase media. Atrapados en nuestra realidad minúscula, vigilados por nuestros vigilantes, asfixiados por nuestro miedo, nuestra inseguridad, nuestra angustia creciente, buscamos sucedáneos de la libertad. Mientras tanto, afuera de casa se agigantan los fantasmas que nuestros temores alimentan. Pobres, inmigrantes, delincuentes, narcotraficantes, kirchneristas, comunistas, populistas. Los hay de todos los pelajes y para todos los gustos.
Yo me pregunto, frente a todo esto, ¿cuánto tiempo necesitaremos para tomar consciencia de la amenaza Real que anida en nuestra situación actual? ¿Cuánto tiempo necesitaremos para reconocer que el neoliberalismo [que no es un sistema económico, ni un régimen político, sino – en primer lugar – una concepción distorsionada de lo que somos como seres humanos, lo que significa convivir los unos con los otros, y lo que implica y exige nuestro encaje en el mundo natural, en la Tierra] es la personificación de la muerte en la era del capitalismo global? El neoliberalismo viene por todos nosotros, y aunque nos escondamos dentro de nuestros variados y atractivos artefactos de fantasía [nuestras fantasías espirituales, tecnológicas o químicas], su veneno acabará penetrando nuestros muros convirtiéndonos en los zombis, los muertos vivientes, en los que el neoliberalismo pretende transformarnos.