Aunque la pandemia está aún en curso, sabiendo como sabemos que todos los fenómenos son transitorios, hemos de pensar a qué mundo «queremos regresar». Ahora bien, tenemos que ser conscientes que no se vuelve para atrás en la historia, que la idea misma de «volver a la normalidad» está desencaminada. Esconde dos falacias que es preciso identificar si queremos avanzar en una agenda solidaria e incluyente de futuro que sea capaz de poner límite, e incluso superar, la lógica del capital, y que eluda las tentaciones nacionalistas fóbicas y excluyentes que se multiplican en toda la geografía del planeta.
Primera falacia sobre el pasado
La pretensión de que el orden capitalista es la «normalidad». Es decir, la creencia de que el capitalismo es el orden natural que refleja fielmente la ontología y el desenlace teleológico de lo humano.
Comencemos, por lo tanto, con una breve caracterización del capitalismo, y a partir de allí, intentar entender su carácter anómalo. Habría muchas maneras de plantearlo. En esta entrada me ceñiré a una dimensión que considero especialmente sugerente.
Uno de los pilares categoriales del análisis de Marx del capital es la distinción entre el valor de uso y el valor de cambio. Describamos el asunto con una ilustración. Pensemos en el lugar que habitamos con nuestra familia. El valor del inmueble en este caso se refiere a la utilidad que tiene para nosotros como lugar de refugio y convivialidad. La casa es el hogar. En las sociedades tradicionales, como explicaba Heidegger, el lugar de encuentro de los dioses, los seres humanos, el cielo y la tierra.
Por el contrario, ese mismo objeto, que para nosotros es el lugar donde vivimos nuestra vida común, es para el capitalista una inversión, con un cierto valor de cambio, que invita a su apropiación con el fin de producir ganancia y acumulación en su realización. Obviamente, señala Marx, el valor de cambio de una entidad (física o inmaterial) depende en última instancia del valor de uso que este tenga para alguien en algún momento y en algún lugar.
Ahora bien, las sociedades capitalistas, a diferencia de otras sociedades, no están organizadas para satisfacer primariamente las necesidades de los individuos. El telos o fin último del capital es la ganancia. Eso significa que nuestras relaciones sociales de producción, circulación y consumo solo secundariamente están motivadas para cubrir las necesidades de los individuos y los pueblos, porque lo que se prioriza, como hemos dicho, es la valorización del propio capital.
En el caso concreto que nos interesa en esta crisis, la sanidad, lo que se discuten son dos visiones de los servicios de salud. Un servicio de salud que prioriza las necesidad de los individuos, es decir, la sanidad como un valor de uso que prodiga el bien de la salud a la población, en contraposición a un servicio de salud cuyo propósito es la ganancia, y por eso mismo, excluye, discrimina, calcula, abandona a la población que no le sirve al capital para realizar su ganancia. El resultado está a la vista de todos, especialmente en aquellos países que han sufrido el flagelo de la «destrucción creativa» del sector público, y la consecuente privatización de los servicios. Sin embargo, tengamos en cuenta que esto vale tanto para la salud, como para la educación o la vivienda.
Si bien es cierto que el capitalismo ha sido capaz de producir toda clase de bienes, que ha logrado generalizar el consumo de innumerables servicios, y con ello ha mejorado la existencia material de numerosos individuos, también es cierto que su ceguera inherente e ineludible (fruto de su propia lógica interna) ha acabado conduciendo al sistema al muro de sus propios límites: (1) la sobreexplotación y la desigualdad creciente de sectores cada vez más extensos de la sociedad; y (2) la destrucción de las condiciones de posibilidad de la vida humana en la Tierra.
Como el propio Marx reconoce, no cabe negar el «poder civilizador» del capitalismo. Pero es urgente interrogar sus presupuestos y comprender su efectividad a largo plazo. El orden capitalista no es un fenómeno natural o el telos hacia el cual se dirigía la humanidad ineludiblemente en su proceso evolutivo. El capitalismo no es el fin de la historia. Y cada crisis nos pone frente a la oportunidad de sopesar sus alternativas. Nuestra aprehensión ideológica, fetichista del capitalismo como un orden natural es el efecto, en primer lugar, del olvido de su carácter histórico y, por ende, el olvido de su continua e inexorable mutación y eventual discontinuidad.
Segunda falacia sobre la historia
El tiempo histórico tiene una dirección definida e inexorable. No podemos volver atrás. La ilusión conservadora es tan perversa teóricamente como la pretensión de dar saltos revolucionarios al abismo de la historia. Ningún acontecimiento surge de manera arbitraria. La voluntad no es suficiente (aunque sí necesaria) para cambiar o sostener nuestras alternativas en el devenir histórico. Son inexcusables sus causas y condiciones.
Ahora bien, sembradas esas causas y condiciones, sus efectos, a menos que estas sean radicalmente exterminadas, se manifestarán necesariamente. También sabemos que los asesinatos de los hijos de Belén por Herodes no bastaron para impedir la promesa del Mesías.
Por lo tanto, la historia no vuelve para atrás, aunque nunca abandona enteramente lo que ha dejado en el pasado, e incluso cuando lo olvida, no puede evitar sus efectos. La crisis del 2008-2009 no salió de la nada, aunque todos los economistas ortodoxos fueran incapaces de predecirla, ni los atentados del 11S fueron exclusivamente el resultado arbitrario de un grupo terrorista comandado por Osama Bin Laden. Tampoco la caída del muro de Berlín fue fruto de la espontánea voluntad popular de los alemanes del Este. Cada uno de estos eventos, como otros que le precedieron, fueron el resultado de precisas causas y condiciones que le antecedieron haciéndolos posibles. Cada uno de estos eventos representa, además, el final de un ciclo histórico corto en el cual cierta presumida normalidad se vio trastocada.
Sobre el futuro
Después de esta crisis no volveremos a la imaginaria normalidad que algunos añoran. No volveremos impunemente a las injusticias que hoy se ocultan detrás del temor a los contagios del COVID-19 y las cifras de víctimas que crecen con el correr de los días.
Aquí en España, la ciudadanía le dijo ayer de manera fuerte y clara a la monarquía que la crisis sanitaria no será una excusa, no servirá como borrón y cuenta nueva frente a las ignominias y engaños del monarca del «¡¿Por qué no te callas?!».
Pero eso no significa que permitiremos que los nacionalismos excluyentes que promueven las élites locales, como aquí en Catalunya, roben a sus ciudadanos el derecho al reconocimiento de su propia diferencia y al trato igualitario, pretendiendo imponer en nombre de una ideología conservadora una ingeniería social de normalización.
Como señala el filósofo Slavoj Zizek, al comienzo de la crisis, el COVID-19 se interpretó exclusivamente como un acontecimiento que estaba poniendo contra las cuerdas al gobierno chino y anunciaba, más temprano o más tarde, un cambio de régimen. Sin embargo, las cosas parecen estar tomando otra dimensión. A esta altura, el virus se está convirtiendo en algo mucho más profundo, una amenaza al sistema capitalista global, un síntoma de que no podemos seguir el camino en el que estamos, que necesitamos un cambio radical.
Efectivamente, el mundo está patas arriba, y nosotros tenemos que ser implacables con nuestras demandas. Lo mínimo en España es lograr de inmediato una renta básica. Pero no debemos conformarnos con ello: necesitamos más libertad, más igualdad, y más solidaridad en todas las esferas, locales, regionales, estatales y globales.
En España, se equivocan quienes interpretan el malestar terminal contra la monarquía como un signo del triunfo de su lucha por el reconocimiento de sus privilegios. Nuestra batalla tiene dos frentes: contra el capitalismo salvaje, y contra las falsas promesas que encarnan los nacionalismos excluyentes de variados colores.
Como señala Naomi Klein, momentos de shock como el que estamos viviendo son tremendamente volátiles y peligrosos. La retórica del COVID-19 esta al servicio de numerosas, solapadas y contradictorias agendas. Debemos estar atentos y estar convencidos de nuestros principios ético-políticos para que estos nos guíen en la oscuridad de la reconstrucción que nos proponen. Es cierto que no podemos volver al pasado, pero también es cierto que el futuro es hoy.