He escrito una larga respuesta a la entrada anterior. Sin embargo, he pensado que es preciso decir algo acerca de las ideas de fondo que animan mi posición antes de ir a los detalles.
Pese a la estridencia con la cual algunos autores post-modernos han anunciado la clausura de la relación entre la filosofía y la política, sigo creyendo que no es posible, si queremos eludir la arbitrariedad partidista, dar cuenta de lo que nos atañe como ciudadanos, sin explicitar filosófica, o incluso teológicamente, nuestras posiciones.
Por lo tanto, lo que sigue a continuación es un análisis muy breve de los términos que figuran en el título elegido para esta entrada, y una conclusión que servirá como nexo para la entrada que publicaré mañana, que es la respuesta sin rodeos a algunas afirmaciones que se desprenden del testimonio publicado y que representan, en buena medida, las preocupaciones y dudas de una parte importante de la sociedad argentina que todavía pretende que el pasado debe sepultarse en la memoria, o redescribirse de modo que los crímenes cometidos se absuelvan, como decía en una nota, por medio de una justicia salomónica, pretendidamente compasiva y orientada a la liberación del futuro. Detrás de estas posiciones, como hemos visto, sin arrepentimiento alguno, se repite con énfasis que el camino de la reconciliación es el camino del perdón, y se confunde el perdón con la impunidad.
Empecemos con la carne. Con el término “carne”, decía Merleau-Ponty, nos referimos al hecho de que nuestro espíritu (nuestra mente, nuestra ánima) es de manera ineludible un espíritu encarnado. Un ser encarnado es un ser que sólo resulta inteligible con su mundo.
Tracemos imaginariamente un círculo a nuestro alrededor. Todo lo que vemos, escuchamos, gustamos, olemos, sentimos dentro y fuera de nuestro cuerpo, todo lo que pensamos (en forma de pensamientos o en la forma de trastornos del pensamientos – como decía Nussbaum), todo eso, decía, es nuestro mundo, un mundo que está hecho, de un modo paradógico, con nuestra propia sangre, con cada palpitación nuestra. En el momento en el cual cesa nuestra respiración, no sólo nuestro cuerpo se trasforma en cadáver, sino que, como decía Cortazar, una nube desaparece del cielo: un mundo deja de existir.
Por lo tanto, nuestro cuerpo, nuestros cuerpos, son de manera inextricable en el mundo en el que somos. Y ese mundo nuestro al que llegamos cuando ya está empezado, y al que dejamos aún en movimiento para quienes nos perviven, se nutre de nuestras miradas que lo pintan con nuestros colores.
Pero además ese mundo nuestro que habitamos los humanos es un mundo hecho de palabras. Palabras que se dicen en la conversación porque son hijas de la conversación. Nuestro mundo es un poema y un relato, pero también una orden policial y una declaración jurada. Nuestro mundo humano es incomprensible sin la palabra, y por ello, a diferencia del mundo de los animales, es un mundo en el que existe la mentira. Los animales saben fingir, pero no mienten. No saben mentir, no pueden mentir, pero nosotros sí. La mentira sirve para muchas cosas: confunde, esconde, divierte, asusta, aterroriza, reconforta, sirve como refugio y consuelo, nos regala con aliento cuando nos sentimos desfallecer.
Pero las palabras no son meros instrumentos a disposición de los hombres, adminículos que usamos para decir o confesar u ordenar cosas. Las palabras son la red en la que se teje el vestido que nos constituye, la sociedad donde nos iniciamos como tal y cual, la que nos da un nombre, la que nos permite descubrir/inventar nuestra identidad. Sin la sociedad no somos nada. O mejor, somos menos que nada, porque la nada de uno, sólo puede ser la negación de ser que endilgamos de manera rotunda y criminal a nuestros enemigos. «Nada» empieza con N, como los NN, esos que son, pero no son nada, esos que hay que hacer salir de la nada para convertirlos en muertos, para darles sepultura, que es la manera que tenemos los humanos (esos animales peculiares que viven en comunidades constituidas por la palabra) para vencer a la muerte, justamente, en el lugar de las palabras, ofreciendo al futuro memoria, un nombre y un apellido sobre una placa, no sólo al héroe, sino al ciudadano común que ha pasado por esta tierra nuestra mezclando su sangre con la sangre de los otros, en este cuerpo nuestro que es el mundo de todos.
Crímenes contra la carne. Crímenes contra el lenguaje. Crímenes contra la sociedad. Crímenes contra la esencia de lo humano. Crímenes de lesa humanidad. De eso hablamos. De haber cometido crímenes contra todos nosotros. Crímenes contra el mundo. Por eso hemos dicho: esos crímenes son imprescriptibles, porque al atentar contra uno, atentan contra todos.