Hace mucho tiempo que la cuestión de los Derechos Humanos, la cuestión específica del terrorismo de Estado en la Argentina en la década de 1970, ocupa un espacio privilegiado en este blog.
Quienes me conocen saben, como he dicho en otras ocasiones, que no ha pasado un sólo día en las últimas tres décadas en el que este tema no haya sido objeto de mi preocupación.
Cualquiera que se haya encontrado conmigo, en cualquier circunstancia, ha sabido por mí que en la Argentina, una generación fue literalmente aniquilada. Hace unos días J.P. Feinmann contaba en Página12 que entre 1973 y 1977 desaparecieron 105 chicos del colegio Nacional Buenos Aires. Algunos de ellos tenían 15 y 16 años. Primero se los aterrorizó con la tortura, luego se los ejecutó y finalmente se hicieron desaparecer los rastros de su existencia, imponiendo de ese modo un castigo crónico a los familiares de esas primeras víctimas.
Hace algunas semanas publiqué una entrada que lleva por título “Una noche de 1977, Argentina”. En ella relataba un evento de aquella época que resultó especialmente importante en mi vida. Mi accidental visita al hospital de Campo de Mayo donde, luego me enteré, decenas de mujeres dieron a luz a sus bebés antes de ser ejecutadas. Sus hijos (recién nacidos) fueron desaparecidos. Aun se espera el reconocimiento de la identidad de 400 personas, entonces recién nacidos o niños de escasa edad, que fueron apropiados en diversas operaciones. Para ilustrar la actualidad de esta cuestión, cabe destacar que hace apenas una semana, gracias al empeño de las Abuelas de Plaza de Mayo, con escasa repercusión en los diarios de mayor tirada del país, el nieto 102 fue recuperado. El apropiador se encuentra actualmente en situación de búsqueda y captura.
“Una noche de 1977, Argentina” animó a los lectores a realizar comentarios. Uno de ellos, el de una joven que se dio a conocer como “Cande”, objetó mi interpretación sobre los acontecimientos de aquellos años. Ha quedado constancia de ese primer intercambio a continuación de la entrada referida. Más tarde, recibí de ella una comunicación privada en la que ampliaba su testimonio y argumento.
Al principio pensé en responderle exclusivamente a ella, pero luego se me ocurrió que era justo ofrecerle un espacio en el cual pudiera plantear abiertamente sus dudas, en donde pudiera poner de manifiesto su posición acerca del asunto. Nada sería más indigno que no escuchar su testimonio. Nada sería más necio que hacer oídos sordos a su experiencia. No tenemos que tener miedo a escuchar a nuestros contrincantes. Todo lo contrario, debemos estar dispuestos a permitir que aquellos que disienten digan su verdad.
Como he dicho en alguna entrada, lo que nos permite adoptar una posición valiente frente a cualquier argumento es que creemos en la realidad, creemos que al final la verdad tiene la contundencia irrefutable de la tierra sobre la cual caminamos. La verdad es inconmovible. Podemos engañarnos, podemos ser engañados, pero el empeño de las cosas en ser lo que son siempre acaba resultando ineludible.
Yo no creo que haya una verdad a la medida de cada subjetividad. Si alguna vez lo creí, o profesé doctrina semejante, me arrepiento de ello. Sólo hay una verdad, que no es tuya ni mía, pero puede ser el empeño de cada uno de nosotros. Si no dejamos que el dolor, la vergüenza o el prejuicio largamente masticado nos obligue a lo contrario, un día la verdad nos hará libres. Ahí está nuestra historia, nuestra verdadera historia que no puede ser escondida para siempre, ahí están nuestros muertos que continúan llamando a la puerta de nuestra conciencia, ahí esta el amor y el sufrimiento y la confusión en el alma nuestra. Ahí está la realidad que nos daña y nos conmueve, pero que también nos ofrece refugio y muchas veces cariño.
A continuación pongo a disposición de los lectores la entrada de Cande:
Hola Manu. Gracias por la sinceridad y transparencia de tu respuesta. Sé de corazón que decís lo que creés y que tu empatía es real. Gracias.
Mucha gente como vos cree que la justicia está actuando, nadie se toma el trabajo de ver cuán irregular puede ser un juicio en el que toda la prueba se resume a la palabra de unos testigos contra la de unos acusados. Suponiendo de entrada que unos son víctimas y los otros sus victimarios. La historia sacará a la luz las condenas a cadena perpetua de hombres «reconocidos» por la voz, los zapatos, el perfume o las manos. Los juicios están siendo llevados a cabo por un gobierno que tiene entre sus ministros a confesos montoneros y erpianos cuyos currículums se encuentran en muchos libros escritos por ellos mismos. Absolutamente todos los jueces que juzgan militares tienen iniciados procesos de juicio político ante el Consejo de la Magistratura.
Mi padre tenía 24 años en 1970, cuando la violencia se instaló en Argentina. Hoy tiene casi 65 años. Está preso hace más de dos años sin juicio en un penal común, igual que 954 militares más que prestaron servicios en la década del ’70. Hablé mucho con mi padre sobre esto, él hizo cosas de las que no se enorgullece (tanto como cualquier soldado que sobrevive a la guerra), pero jamás fue cruel o violó la ley. Es absolutamente inocente de lo que se lo acusa y está esperando el juicio con la inocente esperanza de que todo se aclare. Tiene el ánimo estable y sereno. Varón de tantos dolores, sabe de una cierta alegría que habita en el alma más allá de toda tristeza. Está en paz con Dios, el encierro lo llevó a rezar, meditar y leer más que nunca en su vida. Para mí es un placer pasar el tiempo con él, lo admiro más desde que está preso.
En 1997 mis padres adoptaron una bebita muy enferma. Contra todo pronóstico, mi hermanita vivió 9 años radiantes, los mejores de nuestras vidas. En 1997 la justicia encontró a mi padre apto para adoptar a mi hermana, hoy lo considera tan peligroso que le niega la excarcelación a un hombre que en 30 años no violó siquiera una ley de tránsito.
Lamento profundamente las vidas humanas que la violencia fraticida se cobró en los ´70. Lamento los innegables excesos cometidos por todos los contendientes. Lo poco que recuerdo de esa época me eriza la piel, lo que investigo y leo me deja perpleja. Comprendo el dolor de perder a alguien amado, todavía lloro a mi hermanita. También conozco la sed de venganza de quien padece injusticias. Todo lo humano me es afín. Pero por sobre mis deseos y los deseos de la gente que padeció la violencia de los 70, debe imperar la justicia legal. Y si hubiera un camino alternativo, yo lo tomaría. Si hubiera otra forma de hacer justicia, la aceptaría. Estoy segura de que la única forma es la ley, del intento contrario tenemos tantos tristes ejemplos en los ’70…
Ignoro cómo se hace justicia cuando hay culpas que repartir y adjudicar, ignoro si es justo o injusto que gran parte de los 954 militares presos muera en la cárcel. Ignoro si es justo que ningún terrorista esté siquiera procesado. No lo sé. No sé cuántos de esos hombres fueron inhumanos y crueles y cuántos de ellos cumplieron con su deber de estado en buena fe. No sé cuántos hoy son perseguidos por venganza, justicia o ley. Lo que sí sé es que ninguna atrocidad justifica otra atrocidad. Ningún exceso se remedia con otro exceso. Permitir que la ley se viole, es volvernos vulnerables todos.
No pretendo hacer borrón y cuenta nueva. Sé que es imposible. Creo que a la Patria se la recibe sin beneficio de inventario, igual que a la familia. El pasado no se puede negar, aunque duela. Asumir el pasado implica asumir que no se puede cambiar, que pretender repararlo es absurdo como no sea redoblando esfuerzos en volver más sano y humano el presente. La ley penal en un estado de derecho es irretroactiva y taxativa, y eso es así para protegernos a todos…y todos significa todos, aunque las víseras nos griten pidiendo venganza. Ese es, para mí, el verdadero límite de la ley humana. Violar la ley para pretender aplicarla es rídiculo.
Hoy muchas víctimas del terrorismo están pidiendo se re abran sus causas en la justicia porque quieren ver presos a los montoneros y erpianos que mataron a sus familiares. Yo no creo que esto arroje verdad sobre lo que ocurrió hace tanto tiempo. Creo que es un camino seguro a juicios viciados y falaces como los de hoy. No creo que sea mejor para alguien que la hija de Firmenich y la de Verbisky vivan el horror que vivo yo hoy. No quiero eso. No quiero que una guerra vieja siga consumiéndose generaciones nuevas. Los nietos de Videla y los nietos de Gorriarán Merlo merecen inventar su propia historia y merecen sobre todo la oportunidad de soñar una patria distinta.
Violar la ley hoy puede parecernos tan lícito como les pareció a los violentos de los ’70, nuestra cuasa puede ser tan justa como la que presiguieron ellos, y sería tan malo como lo fue entonces, e igual que antes las consecuencias serían nefastas. La verdad es que los ’70 fueron espantosos, pero la ley no permite, mal que nos pese a veces, punir lo ocurrido hace treinta años. Y la racionalidad de esta decisión soberana de la ley radica en que es imposible encontrar pruebas objetivas (o sea más allá de los testimonios personales que, sabemos, pueden ser mentirosos) capaces de quitarle a un hombre algo tan preciado como su libertad. Buscar la verdad de corazón, sin esterotipos, estrenando la mirada y sin asustarse es la única salida que veo. Porque cuando la búsqueda de la verdad es realmente sincera, a los pueblos les pasa lo mismo que a las personas, trae la paz.