Desafección I
Se habla mucho de la desafección de una parte de la población catalana respecto a España. No me extraña. Además de la historia de “larga duración”, los sucesivos gobiernos a nivel estatal han creado desconcierto y rabia entre la ciudadanía catalana, no solo en cuestiones relativas al llamado “problema territorial”, sino también en otras cuestiones que afectan de manera inmediata la vida cotidiana de los individuos y los colectivos.
De modo que la combinación de corrupción sistemática (esta vez sí, a nivel estatal y local) e injusticia social (esta vez también, a nivel estatal y local), junto con la narrativa identitaria (que también se asume de un lado y otro del Ebro, pese a sus estéticas opuestas) han encontrado su «significante vacío». En ese marco, la formación se ha convertido en una suerte de magma volcánica (fosilizada durante años por la estrategia separatista en la etapa “política” del procés) que en estos días de sobrecalientamiento ha explotado, esparciéndose por el territorio, produciendo ríos de lava de indignación y filtrándose en las «cavernas interiores» de la compleja sociedad catalana.
Desafección II
Menos se habla de las desafecciones que está sufriendo el independentismo frente al resto de la sociedad catalana. Pese a la insistencia comunicacional de los tertulianos locales, Catalunya es cada día más diversa, más plural, más contradictoria. Negarlo, so pretexto de que el reconocimiento de esa diversidad política y cultural sirve a las fuerzas “fascistas de ocupación», resulta doblemente peligroso. Primero, porque acaba extranjerizando a una parte de la población local que no acaba de acomodarse al ideal abstracto de una patria moralmente impoluta y unitaria; y, segundo, porque previene la asunción plena de las propias limitaciones a la hora de diseñar estrategias políticas de futuro.
Todo esto nos deja atrapados, una vez más, en un voluntarismo mágico que acaba alimentando, en un nuevo ciclo espiralizado, el resentimiento y el moralismo reinante, emergente de las frustraciones que han producido, no solo los muros de piedra que impone la realidad estatal y la geografía política europea, sino también la «falsedad ideológica» que envolvió al mismo procés, con su fatal desenlace gestual, hoy traducido en términos jurídicos en una condena, cuanto menos, controvertida.
Moralismo y voluntarismo
En una época aún marcada por el imaginario posmoderno, pese a las exigencias de realismo que nos han impuesto las sucesivas crisis del capitalismo después del fin de la historia, estamos ante una doble encrucijada: (1) superar el moralismo reinante (feo para quien no comulga con la feligresía); y (2) el voluntarismo (que solo puede acentuar el resentimiento, y produce, además, desajustes intestinales).
Obviamente, el moralismo y el voluntarismo afectan a todos los actores involucrados en el conflicto en el que estamos inmersos. Los unos, ponen el acento en la identidad y el derecho a la autodeterminación como alfa y omega de la justicia; los otros, hacen lo propio con el «orden y progreso» que impone el estado de derecho. Pero ni las ordenadas marchas multitudinarias organizadas por el independentismo oficial, ni las recurrentes referencias a la pulcritud cívica impuesta coercitivamente por un Estado cuyo poder, dicho sea de paso, sigue siendo inexpugnable pese a la dramatización de la protesta, convencen a quienes intentan observar la situación sin dejarse arrastrar por las emociones en curso, hábilmente capitalizadas por unos y otros para pertrecharse ante sus respectivos enemigos.
Disturbios I
La discusión peregrina sobre la violencia de los manifestantes y la ferocidad represiva de las policías autonómica y nacional es más de lo mismo. Pese al fastidio que producen los tumultos y el impacto visual y emocional que producen automóviles y mobiliario urbano incendiados, pese a la medida ofuscación que producen los golpes de porra, los gestos autoritarios y las cargas concertadas de la policía (con las consecuencias previsibles que todo esto supone), la escenificación de la protesta sigue estando dentro de los parámetros habituales en un clásico futbolístico.
Ha habido tarjetas amarillas, amenazas de expulsión, pero aún no estamos, ni siquiera frente a la antesala de un conflicto violento en toda regla. El moralismo de unos y otros (defensores solapados de las protestas «subidas de tono», o cultores de la «mano firme») exageran la dimensión del problema al que nos enfrentamos «en la calle». La grandilocuencia es muy latina, y los catalanes, como subgénero, no parecen estar muy alejados en sus «quijotescas» de la análoga pasión castellana. Otra cosa es la evidencia de una catástrofe política en ciernes.
Disturbios II
Esto se explica cuando uno presta atención a la ausencia absoluta de perspectiva autocrítica reinante en el ala política del procés. No me refiero a hacer públicamente un mea culpa (pretensión absurda cuando en el «mercado electoral» la negociación está aún en marcha). Me refiero a la evidencia que supone volver a tropezar una y otra vez con la misma piedra (pasión humana, si las hay).
En estos días se ha roto la formalidad rutinaria de la «fabrica independentista» que un hábil funcionariado libertario supo usufructuar para producir «preciosidades de masas» en las ocasiones requeridas. Ahora el procés ha dejado de ser un fenómeno de ingeniería política, para convertirse en un genuino fenómeno de expresión social. Omnium y la ANC se quejan de la falta de timing de los líderes políticos a la hora de conducir la nave, pero son en parte responsables de este traspasamiento político. Hablar de infiltrados y cloacas del Estado no convence.
Realidad institucional
Lo cierto es que el liderazgo institucional en estas horas está deshecho («desfet» es la palabra). El Govern se ha convertido en un florero coronado por una flor mustia, angustiada y vacilante ante las brisas que la envuelven.
Mientras tanto, en Madrid, en medio del enésimo revuelo electoral en curso, Pedro Sánchez se enfrenta a sí mismo y a la historia, después de haber perdido, quizá irremediablemente, el tren con destino a Finlandia. En la oposición, Pablo Iglesias se mira en el espejo y no se reconoce. Casado, como hemos visto, ha decidido dejarse la barba (tal vez para estar más a tono con el líder de Vox). Y Rivera («pobre Rivera»), está como al comienzo, desnudo, viajando en la superficie publicitaria de un autobús que va a ninguna parte, haciendo gestos obscenos.